El eco de las encuestas
Su finalidad no es predecir resultados, sino mostrar tendencias con algún grado de probabilidad. Pero esa sutiliza no ha impedido que las encuestas se conviertan en una brújula que orienta la toma de decisiones de partidos, autoridades y medios de comunicación. Han llegado a ser un eje de atención pública, casi un objeto de deseo, cuya fiabilidad está siempre a prueba y lo estará especialmente hoy al concluir el recuento de votos. Así como esta noche habrá ganadores y perdedores en la contienda electoral, también los habrá entre las empresas del rubro. Porque su desafío reputacional dejó de ser meramente técnico y pasó a ser también político, cultural y ético. En rigor, las encuestas ya no son sólo un termómetro y un instrumento de trabajo; ahora son referentes que moldean expectativas, alimentan opiniones e influyen en el clima emocional.
Se agrega a todo eso un elemento aún más delicado: el riesgo de manipulación estratégica. En un ecosistema de alta polarización, la forma de presentar y difundir los datos puede convertirse en un espectro que altera las conversaciones, genera triunfalismos prematuros o instala derrotas ficticias. La política lo sabe y de ahí la tentación de usar las encuestas como armas y no como insumo para la toma de decisiones. Lo que se pone entonces en juego no es sólo la credibilidad de una metodología, el rigor de un instrumental supuestamente neutro, sino las lógicas de funcionamiento de una industria, su profesionalismo, la manera de relacionarse con el poder y con los intereses económicos.
Como pocas veces, esta elección presidencial ha tenido en las encuestas a un protagonista descollante. Quizá porque en un cuadro de gran incertidumbre y de creciente desconfianza, la gente busca algún grado de certeza para orientar sus propias decisiones; o porque en un tiempo donde las derivas emocionales socavan las convicciones, la gente necesita sentirse parte de una corriente de opinión que le dé un mínimo de consistencia y legitimidad a lo que cree correcto. O por algo todavía más íntimo y complejo: en esta era de pantallas y espejismos virtuales, se ha reforzado la necesidad de reencontrarse con alguna identidad compartida, el imperativo vital de reconocerse en un espejo. Y las encuestas juegan a ser precisamente eso.
Pero no es fácil: los estudios de opinión son, de algún modo, metodologías de otro tiempo, una época en que los fenómenos colectivos no se diluían en la instantaneidad de las redes sociales. Hoy la frontera entre lo público y lo privado se ha relativizado hasta el punto en que cuesta saber si nuestras opiniones son en verdad propias. La premisa técnica de que un buen diseño muestral puede dar cuenta de lo que ocurre en el conjunto de la población tiene como bemol que siempre existe un margen refractario de gente no dispuesta a develar sus opiniones políticas, la mayoría de las veces por simple tedio y desinterés. ¿Cuántos son realmente? ¿Sus opiniones se distribuyen de manera aleatoria o comparten mayoritariamente alguna preferencia? Este enorme contingente de nuevos votantes, que concurre a las urnas sólo por el temor a una multa, ¿estará disponible alguna vez a contestar una encuesta?
No es algo simple de dilucidar, pero lo cierto es que las encuestas son en la actualidad un aspecto medular del proceso político y, sobre todo, de los ciclos electorales. Al terminar esta jornada, las empresas que las realizan estarán bajo el foco del escrutinio ciudadano, aunque no sea un caudal de votos lo que decida su éxito o fracaso. En un tiempo con niveles inéditos de incertidumbre y cuando la confianza es un bien cada día más escaso, dar cuenta de una opinión pública gestionada por algoritmos y por la inteligencia artificial es un imperativo mayor. Saber qué es y cómo se constituye una opción electoral, entender cuál es la realidad que se oculta y se exhibe tras las cifras, supone hoy y supondrá mañana desafíos todavía inimaginables.
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