Opinión

El fracaso del abajismo

Cierre de la camapana de primarias presidenciales de la candidata Carolina Toha Sebastian Cisternas/Aton Chile SEBASTIAN CISTERNAS/ ATON CHILE

Poco antes de la última elección primaria, Carolina Tohá, la entonces candidata del Socialismo Democrático, recomendó en una entrevista el libro Regreso a Reims, el ensayo autobiográfico del intelectual francés Didier Eribon. Me llamó la atención que lo mencionara, porque tanto ese libro como La sociedad como veredicto y Vida, vejez y muerte de una mujer de pueblo, del mismo autor, proponen una crítica descarnada a la izquierda francesa actual, y por extensión europea, cuya relación con la clase trabajadora comenzó a enfriarse y distanciarse desde fines del siglo pasado. Eribon elabora un recorrido a la vez familiar y político de las conquistas laborales logradas en la posguerra, la organización en torno a las industrias, la vida doméstica y las perspectivas que ofrecía un orden social y económico que ya no existe más tras la globalización y desindustrialización de los países de Europa occidental. Las familias populares, como la del propio autor, que desde la posguerra habían votado izquierda, desde los 90 comenzaron a apoyar a la ultraderecha y a considerar a la élite progresista como un adversario que los usa, pero los desprecia. Regreso a Reims es una explicación, un recuento de hechos, pero también una reflexión sobre la misma izquierda, que es en donde el autor se sitúa políticamente. Eribon hace todo lo que a escala local nunca ha hecho el sector al que Carolina Tohá pertenece desde que perdió terreno en el electorado de menores ingresos, lo que tampoco hicieron los nostálgicos de la Concertación, que prefieren atacar al mensajero o posar de víctimas de una leyenda negra difundida por el Frente Amplio.

La Concertación sí fue exitosa en los objetivos que el momento exigía, es decir, darle estabilidad, ofrecer prosperidad a un país agobiado por una dictadura que lo entregaba con altísimos niveles de pobreza y servicios sociales arrasados. Desde 1990 hubo avances enormes, pero también hubo un punto en donde la centroizquierda se recogió sobre sí misma y sus dirigentes decidieron considerar lo alcanzado como una meta final, una fórmula definitiva que solo admitía aplausos del entorno. En adelante actuaron como acreedores de una deuda de gratitud permanente que comprometía multitudes a las que sólo visitaban en campaña electoral. Cada vez más esas dirigencias serían percibidas como grupos que administraban un modelo ajeno que habían adoptado con entusiasmo, porque les rendía buenos beneficios privados. El éxito político y económico de la Concertación existió, pero no es excluyente de esa decadencia solvente hecha de cargos bien pagados y redes de poder eficientemente explotadas. Ambas conviven en la realidad y en la memoria, se suman a experiencias y se transforman en argumentos. Es cierto que, por ejemplo, la crisis habitacional de los 90 fue aliviada en parte por las políticas de la transición, pero la imagen de viviendas sociales recién entregadas durante el invierno de 1997, cubiertas de nylon para impedir que la lluvia traspasara sus muros mal construidos, debería considerarse como un hito al momento de evaluar la relación rota entre la llamada Social Democracia y los sectores de menos ingresos. Una distancia disimulada por el voto voluntario, que acabó funcionando como una suerte de analgésico que enmascaraba los acontecimientos de fondo. Luego vendría la desconfianza extendida en las instituciones, con el efecto levadura del financiamiento ilegal de la política.

Los partidos que formarían el Frente Amplio recogieron la crítica a esa izquierda satisfecha de sí misma y apuntaron al flanco del abandono de las demandas más urgentes, pero una vez en el poder, no fueron capaces siquiera de aproximarse al éxito que alguna vez tuvo la Concertación en concretar sus compromisos de campaña. Las condiciones eran muy difíciles, es cierto, pero no peores que recibir el poder de un dictador que se negaba a abandonar la escena actuando como un secuestrador que tiene de rehén a la propia democracia.

El frenteamplismo ensayó una versión centennial del joven concertacionista noventero de la generación que les precedía; su dirigencia hizo de la simulación abajista una herramienta de acercamiento al pueblo llano, ese sujeto incógnito para la nueva élite piscolera, al que sólo sabe acercarse desde la pantomima o la farra. Lo que en una época fue “la gallada” o “la señora Juanita”, ahora serían los territorios que se piensan mientras se prepara el asado.

Uno de los aspectos más dolorosos de la derrota de Carolina Tohá es constatar que su mejor desempeño fue en las comunas más ricas de Santiago. Aquel resultado fue la constatación de una campaña levantada desde un círculo cuya brújula social apunta siempre un mismo norte de progresismo elitista. Una forma de conducirse, o un habitus -usando la categoría de Bourdieu, amigo de Eribon- que las dirigencias frenteamplistas comparten en versión descalcificada y anémica, aunque con similares dosis de soberbia y autoindulgencia.

Mientras ese habitus de los radical chic se ha reforzado con los años, la pobreza ha cambiado. Según la nueva metodología propuesta, la tasa de pobreza en 2022 habría llegado al 22%, casi cuatro veces la tasa calculada con la metodología anterior. Un ajuste duro, pero necesario para mirar de frente la realidad. La experiencia de la pobreza ya no es la misma que en los 90. Tampoco es la de los 2000. Lo que se espera del progresismo, de la izquierda, es que dé cuenta de esos cambios, no que sermonee a distancia a quienes deciden votar lo que desde el sofá socialdemócrata es juzgado como peligroso o equivocado. Lo que se espera de sus líderes es que sepan escuchar a las clases populares, en lugar de dedicar tanto tiempo a exigir aplausos por su propia historia reciente o reclamarles obediencia a quienes han tratado con deslealtad o franco desprecio.

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