El mito de la casa de todos


Por Juan Pablo Vilches, académico Facultad de Artes Liberales, Universidad Adolfo Ibáñez

El 4 de julio se dio por cerrado el trabajo de la Convención Constitucional, con la presentación de la versión final del proyecto que se votará en el plebiscito del 4 de septiembre. De cara al período de campaña por el Apruebo o el Rechazo del documento, me parece importante detenerse en una de las ideas que se ha instalado a lo largo de este proceso: la analogía de la Constitución como “la casa de todos”, es decir, una carta de navegación que sea capaz de representar a cada uno de los millones de habitantes de nuestro país y sus creencias, necesidades, etc.

Siendo una persona que dedica a su vida profesional a los estudios del patrimonio cultural, me parece relevante establecer una conexión entre ambos discursos, precisamente porque el patrimonio, por lo general, se piensa como un pegamento que es capaz de unificar a sociedades diversas en torno a un pasado y tradiciones compartidas que forjan un sentido de pertenencia y una identidad común. Sin embargo, durante los últimos años, ese principio fundamental ha sido cuestionado por diversos pensadores del campo. El antropólogo argentino Néstor García-Canclini plantea que esa visión ignora por completo que las sociedades están divididas por clases, etnias, etc.; mientras que los académicos europeos G.J Ashworth y John Turnbridge hablan del patrimonio disonante, aludiendo a las incomodidades que pueden surgir en torno a él, debido a que “cualquier creación de patrimonio del pasado deshereda a alguien total o parcialmente, activa o potencialmente”. Por lo tanto, la exclusión es algo inherente a este concepto que por tanto tiempo se ha fetichizado como un espacio neutro de consenso y unión. Bajo esta lógica, el patrimonio no es de todos. Lo anterior pone al centro del debate las dinámicas de poder que lo subyacen. La sobrerrepresentación de las elites y sus bienes dentro de las listas patrimoniales en desmedro de los de las clases menos acomodadas, o los monumentos a figuras coloniales europeas que por mucho tiempo se favorecieron como fundacionales para la historia de ciertas naciones, relegando a sus pueblos originarios a segundo plano, son algunos ejemplos de esto.

No es difícil ver cómo estas lógicas se extienden hacia nuestra democracia y sus mecanismos. Al hablar de mayorías, hay una minoría que no tiene una voz tan preponderante como su contraparte; es así cómo los intereses de algunos adquieren relevancia por sobre los de otros. Ese es precisamente el rol de nuestros representantes políticos, ser la voz de quienes votan por ellos porque comparten sus visiones y creencias, excluyendo por defecto a quienes no. La Convención Constitucional no es ajena a esto. De esta manera, cuando una convencional como Pollyana Rivera plantea en un programa de televisión que el organismo no fue representativo porque su sector fue una minoría, o cuando Evópoli publica en su cuenta de Twitter que la Convención no hizo bien su trabajo porque se excluyó a sectores de centro y de centroderecha, pasan por alto de manera grosera una de las paradojas inherentes de la democracia.

Hablar de la Constitución como “la casa de todos” me parece de una ingenuidad forzada e instrumentalizada con fines meramente propagandísticos; no es más que una expresión que se construye como un mito que se perpetúa a través de un discurso vacío. Lograr un documento que sea capaz de representar los ideales y creencias de un país cada vez más diverso como el nuestro es una aspiración casi utópica, tal como la idea de que el patrimonio nos une a todos como nación, sin disenso. Por más que se diga que la política se trata de acuerdos, negociar también implica descartar, ceder, y, por lo tanto, no dejar contento a alguien o a un grupo. Por ende, la Constitución nunca será “la casa de todos”.

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