Elogio de la ciencia económica

Deuda pública (Teatinos 120)


Por Pablo Ortúzar, investigador del IES

La economía es la más plebeya de las ciencias sociales. Ella se ocupa de estudiar lo básico y apremiante: la organización de la sobrevivencia. Un tema ante el cual la mayoría de los pensadores de la historia humana -que generalmente no debían trabajar para vivir- ariscaron la nariz. Es por esto que Robert Heilbroner llamó a los primeros economistas “filósofos mundanos”: eran pensadores de ferias, de cocinerías y de fábricas. De los asuntos que no se hablaban en las mesas aristocráticas. Y es por esto, también, que las observaciones de esta disciplina hasta el día de hoy son mal recibidas. A nadie le gusta que le recuerden, mientras hilvana buenas intenciones, que los bienes son escasos, que toda elección supone costos alternativos y que no siempre lo mejor intencionado es lo que mejor funciona.

El poder disruptivo de la economía y su rápida consolidación metodológica la hicieron demasiado peligrosa como para ser ignorada por las clases dominantes. Ya Marx se quejaba en el primer tomo de “El Capital” (1867) de la forma en que los avances científicos de la economía política habían sido corrompidos por espadachines a sueldo de los poderes fácticos. “Ya no se trataba, advertía, de saber si tal o cual teorema respondía a la verdad, sino de averiguar si era útil o dañino, cómodo o incómodo, para el capital”. Años después, en la Unión Soviética construida en nombre de los ideales marxistas, los economistas serios como Bujarin y Chayanov morían fusilados, para ser reemplazados por charlatanes al servicio del poder central.

La historia del desarrollo del pensamiento económico durante el siglo XIX es apasionante, y la del siglo XX no se queda atrás. Basta leer “Las pasiones y los intereses” de Albert Hirschman para entender la magnitud del proyecto. Muchos de los debates económicos de la Guerra Fría, de hecho, no tienen nada que envidiarle al famoso encuentro entre Fischer y Spassky de 1972.

Por todo esto es que resulta intelectualmente indignante y políticamente preocupante el trato que le hemos dado a la disciplina económica los últimos años. Chile, a pesar de su analfabetismo numérico, tiene una tradición sólida y digna en esta materia, que va de Courcelle-Seneuil hasta Ricardo Caballero, y que incluye a varios ministros de Hacienda. Muchos de los pocos aciertos de la dictadura fueron consejos de economistas, que lograron prevalecer luego de media década de abogados a cargo del país. Y los siguientes treinta años de desarrollo y superación de la pobreza bajo la Concertación fueron en buena medida obra de Cieplan, por más que varios políticos chantas terminaran tratando como piñata a sus propios ministros de Teatinos 120.

Hoy la tentación de ignorar a “los economistas” campea desde el Frente Amplio a la derecha social. Para justificarla se apunta a los espadachines a sueldo del presente, como si no hubiera otros economistas serios. Y también se acusa a la economía en general de falta de corazón y sintonía popular. Sin embargo, cualquiera que desee realmente lo mejor para el pueblo chileno, en vez de solo adularlo y engatusarlo, necesita un buen equipo de economistas detrás. El deseo de justicia social, sin respaldo material, deviene pura pose.

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