Eutanasia

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Por Soledad Alvear, abogada

A la hora que escribo esta columna, la Sala de la Cámara de Diputados estará votando este proyecto. Lo aprobado en la Comisión de Salud es un homicidio a pedido (eutanasia). Astutamente las mociones parlamentarias ubicaron sus argumentos en el ámbito exclusivo del ejercicio de la autonomía. En realidad, el proyecto autoriza a un tercero para que, a petición del enfermo, proceda a la causación intencional de su muerte. Lo que piden los parlamentarios presupone dos cuestiones: i) que es necesario cancelar “parcialmente” la prohibición absoluta de matar a “otro” y permitir la occisión de un inocente; y ii) la razón para aquello es que el Estado está en condiciones de definir legalmente qué existen “vidas que ya no vale la pena ser vividas”, por pérdida de dignidad. La autonomía en este esquema argumentativo solo juega un rol inferior.

Un primer problema consiste, entonces, en determinar si es justa y razonable la relativización del deber negativo de no matar intencionalmente a otro. El segundo problema radica en determinar si dicha relativización del deber de “no matar” genera costos de envergadura para nuestra sociedad no compensados por sus beneficios.

Si bien existen buenos argumentos para justificar la omisión de tratamientos médicos desproporcionados, lamentablemente ninguno de los argumentos esgrimidos para la eutanasia tiene la misma claridad, para justificar dicho acto como bueno, lícito y encomiable. Como se adelantó, normalmente se acude al argumento de la autonomía. Sin embargo, no es verdad que la sola autonomía justifica la “autorización para matar”, en tanto la regulación no acepta cualquier causa para autoeliminarse (solicitarlo), sino solo aquella que va acompañada de una valoración social (externa) del legislador:  hay vidas “que por su estado de salud no valen la pena ser vividas”. Aquello resulta inaceptable en una sociedad construida a partir de la idea de que todo ser humano es un valor inconmensurable y ninguna condición accidental afecta aquella valoración.

Al mismo tiempo, los argumentos esgrimidos no se hacen cargo de los costos sociales de “correr la línea”. La prohibición absoluta de matar a un inocente se ha alzado como una herramienta de protección de la dignidad humana y de cada uno de nosotros. Sin embargo, al “correr la línea” nada garantiza que “la restringida y regulada práctica de la eutanasia” no se extenderá a más casos, por medio del consentimiento presunto o, incluso, ante falta de consentimiento. Siendo objetivos, la propuesta menoscaba el estatuto jurídico de “protección de la vida” de los más débiles de la sociedad (niños, adultos mayores y enfermos incurables), cuya conciencia y autonomía se puede ver gravemente afectada tanto por su condición de salud como por la presión que supone verse a sí mismo como una gran carga familiar y social. El límite que podría representar la medicina clásica - orientada por el juramento “socrático”- también habrá sido eliminado. El daño social será “irreparable” y los costos incalculables.

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