Faltos de humor



Por Alfredo Jocelyn-Holt, historiador

He estado leyendo en estos días a Jenaro Prieto, sus columnas. Un poco para salir de tanta gravedad ambiente, y recobrar un humor probablemente irrecuperable. Con todo, se lee bien, hasta actual. Sobrevive. A tal punto que uno se pilla rastreando restos de un país que creía desaparecido para darse en la cara con que ya éramos lo que somos.

JP, allá por los años 20 a 40, nos apodó Tontilandia y Cretinópolis. El Estado gozaba de buena salud y de un ilimitado potencial. Todos sus ciudadanos eran un poco revolucionarios y socialistas (“en lo más profundo del corazón de cada tontilandés, duerme el anhelo oculto de ser expropiado”). Que se le ocurriera decir en Chile, antes de Hayek y los Chicago, que no hay “nada más apto que el socialismo para producir el hambre. Es un aperitivo y desde ese punto de vista hay que mirarlo”, es digno de anotación. Al igual que su opinión sobre políticos: “se elevan por sobre la decantada podredumbre de la politiquería con esa gracia efímera e ingenua de los hongos, que pueden ser dañinos, pero son siempre gratos a la vista”.

Y ¿qué le parece lo que sostiene sobre la mujer emancipada, es moderno o no, JP?: “Soy partidario... ¿Qué perdemos con el feminismo? La autoridad, que es de por sí antipática. En cambio, ganamos [los hombres] el papel de víctima que atrae todas las disculpas y simpatías”. Y, respecto a sus consejos a un turista: “Lo mejor para un turista es dedicarse a la observación de los indígenas, que acuden cada quince días con pintorescos uniformes a apoderarse de algunos puntos estratégicos que han descubierto en la ciudad” (hoy diríamos “territorios”). Podría seguir, pero para qué arruinarle la lectura y el ejercicio histórico que supone siempre asombrarse del mundo propio en el pasado remoto. Remito a las varias antologías que recogen esta valiosa obra.

Este humor se basa en tres guiños. Uno, distancia con lo que se ríe; es que denuncia, pero nada le parece definitivo, irremediable o fatal, ni pandemias, políticos o golpes militares. Dos, complicidad, porque se ríe con el lector con quien se supone comparte múltiples prejuicios. Por último, exagera, en sentido hiperbólico. Ahora, ocurre que estas tres características ya no funcionan. Nada hoy es distante, a todos nos afecta todo. No se puede confiar en la complicidad, no a riesgo de que alguien se chaquetee y lo denuncie a uno. Y, lo más importante, no cabe exagerar nada porque la realidad se encarga de extremar aún más radicalmente lo que sucede (¿cómo podríamos reírnos de terroristas y frenteamplistas dispuestos a quemarlo todo?). Que es quizá lo que explica por qué hoy nadie intenta emular a JP. Nos reconocemos en lo que él anticipa; a la vez, tristemente, nos deja con la sensación de que seguimos igual, aunque faltos de humor, desesperanzados y enfermos de graves.

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