Fiestas clandestinas y la función política del dolor

Fiesta clandestina en Cachagua
Fiesta clandestina en Cachagua

El Ministro del Interior ha planteado la posibilidad de castigar mediante la realización de trabajos comunitarios las fiesta clandestinas, ¿es adecuada la sanción propuesta? ¿Infantiliza a quien la recibe como han planteado algunos expertos?



Las fiestas clandestinas ocurridas en los últimas semanas han dado lugar a reflexiones múltiples. La natural pregunta sobre sus causas se llena de respuestas de diferente cuño: cansancio, dinámicas juveniles, padres descuidados, grupos favorecidos, problemas comunicacionales, falta de control y un largo etcétera. En los últimos días el Ministro del Interior ha planteado la posibilidad de castigar mediante la realización de trabajos comunitarios a los condenados por estas acciones, de modo que (con los resguardos debidos, por supuesto) puedan desarrollar una mayor conciencia de la enfermedad y “acercarse más al dolor para que puedan comprender de qué estamos hablando”.

Si bien el derecho penal reconoce este tipo de sanciones, que habitualmente intentan vincularse con el ámbito de la infracción (si destruyes la propiedad pública es aconsejable político criminalmente que tu trabajo se vincule con reparar la propiedad pública), me parece que la funcionalidad declarada por la autoridad camina en una frontera delicada de diferenciación entre el sistema jurídico y el sistema moral y se plantea desde un paternalismo que excede las funciones jurídicas.

La gran pregunta que subyace a las declaraciones del ministro es la función que cumple el dolor en nuestras vidas (si queremos asignarle una) concluyendo que éste, muchas veces, hace visible lo invisible.

Ya a mediados del siglo VI AC la tragedia griega, que comenzaba a acercarse a lo que tradicionalmente conocemos: el destino, el pecado, el sufrimiento, la muerte entre otros, operaba por una parte; como un acto de compasión (de las desgracias presentadas) y por otra; de temor (por los sufrimientos y dolores que acechan a la naturaleza humana). Es vital considerar que para los griegos el teatro, lejos de una fuente de diversión, constituía un acto fundamentalmente patriótico, moral y religioso; una expresión política pues tras ella se planteaban distintas opciones de sociedad, construcciones de mundo. La catarsis lejos de ser un momento de euforia, como se la entiende hoy, se inscribía en el mismo contexto. Más adelante el Decamerón y La Divina Comedia presentan el problema del dolor desde ópticas muy diferentes, pero coinciden en su capacidad de visibilizar. Boccacio declara escribir su obra luego de haber sufrido por amor y haber recibido frente a ese dolor el auxilio y alivio de la amistad y Dante comienza su labor declarando haber estado perdido, en la mitad de la vida, en una la selva oscura. En ambos casos el dolor les permite “ver” y junto con ello mostrar la relevancia del fenómeno a generaciones de lectores posteriores. Lo mismo ocurrirá, entre muchos otros, con Hamlet, el Quijote, el doctor Frankenstein, Iván Ilich, Josef K. y una lista que no terminaría jamás.

Entonces si el dolor cumple esta función o al menos parece cumplirla ¿es adecuada la sanción propuesta? ¿Infantiliza a quien la recibe como han planteado algunos expertos? Probablemente las respuestas serán variadas, pero al menos podemos zanjar dos asuntos: El sistema penal no puede estar al servicio del sistema moral, pero no habría problema en que este cumpla, como función latente (o incluso como una externalidad positiva) la reafirmación de algunas normas morales. Ocurre lo anterior, por ejemplo, en el homicidio sancionado que reafirma el imperativo moral del “no matarás”. El problema no sería entonces la pena, sino el paternalismo estatal que se cuela en las declaraciones.

Segundo, el fenómeno observado no es relativo al Covid, ni generacional, ni de grupos sociales sino revela algo muy profundo: vivir ciegos a los demás e impermeables a las circunstancias. En esta línea es imprescindible valorar, trabajar, rescatar y educar las virtudes necesarias para la convivencia: la afabilidad, la gratitud, la cordialidad, la amistad, el respecto mutuo entre otras. Esto ya no es una función del Estado sino de cada uno de nosotros.

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