Hambre de realidad

Gente


Todos los grupos humanos tienden a la autorreferencia y a la idealización de su punto de vista compartido. Por eso, las élites académicas, económicas, políticas y profesionales normalmente piensan que su forma de conocimiento es la más adecuada para comprender e intervenir cualquier situación social.

El resultado general de esta tendencia en países donde dichas élites tienen poco contrapeso, como Chile, es que el debate público se vuelve altamente improbable. Y las razones se ven desplazadas por el peso fáctico de cada conglomerado en la definición de los hechos y las prioridades. Por lo mismo terminamos, además, confundiendo el conocimiento con la astucia litigante. A esto se le suman la desigualdad económica histórica, el centralismo radical, y una población con jornadas laborales infinitas (e improductivas) que con dificultad entiende lo que lee o es capaz de realizar operaciones aritméticas básicas, para finalizar generando, desde la izquierda y la derecha, un orden social fuertemente vertical, elitista e indiferente a las necesidades de quienes tienen menos.

El populismo, en un contexto así, emerge efectivamente como la voz de los sin voz. Y suele ser una voz vengativa, resentida y brutal. El miedo de los oprimidos no produce normalmente visiones edificantes, sino que busca culpables: chivos expiatorios, "mano dura". Y la visión de esta brutalidad confirma en las élites su sentido de superioridad intelectual y moral, solidificando su enclaustramiento y, por esa vía, reforzando el impulso populista.

¿Hay alguna alternativa a este destino? Ninguna fácil, por cierto. Pero salvar la democracia representativa puede depender de aumentar la reflexividad de nuestros sistemas sociales respecto a los entornos en los que operan. Esto significa hacer un esfuerzo por discutir teniendo en cuenta la interacción entre ideas y realidad, entre código y ambiente, y no pensando que la realidad siempre será maleable a los designios de quienes se tienen por sabios e ilustrados.

"El Federalista", publicado hace más de 200 años y cuya traducción chilena -hecha por quien escribe- verá la luz este mes, es una especie de guía en esa dirección. Sus autores -James Madison, Alexander Hamilton y John Jay- formaron parte de una de las élites más ilustradas y ambiciosas que la humanidad ha conocido: aquella que decidió crear un sistema de gobierno popular en un mundo donde sólo existían monarquías. Pero todos los argumentos del libro, conformado por columnas publicadas en periódicos de la época, son pasados por el filtro de la experiencia histórica tanto de la humanidad como de la población norteamericana. La preocupación por los efectos de tal o cual propuesta una vez que entre en contacto con el mundo real es la quilla argumentativa de todo el texto.

Es esta hambre de realidad la que le falta a nuestras élites. Y es ella la única respuesta efectiva al populismo. Hambre que se alimenta de historia, ciencias sociales y literatura, además de la observación personal, y que se traduce en una búsqueda por construir desde abajo, en diálogo con lo existente, tomando en consideración los territorios y no sólo los mapas, por lujosos y sofisticados que sean sus diseños.

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