Hic et nunc

(Foto: SENAME)

Trato de imaginar qué Chile dejaré a mis hijos. Triste, me doy cuenta de lo que la evidencia sopla a mi oído: un país más pobre y desigual, con menos recursos para ayudar a quienes más lo van a necesitar; una institucionalidad débil, producto de una desconfianza social que no hace otra cosa que profundizarse.



La crisis social, sanitaria, económica y política que estamos viviendo, ha llevado a que enfoquemos la discusión en el hic et nunc -en español, en el “aquí y ahora”-. Es de esperarse, claro está, considerando que en la “urgencia” resaltan los conceptos de “necesidad”, “apremio” e “inmediatez”. ¿Pero, qué ocurrirá en el mediano y el largo plazo? Hemos hecho y usado todo para enfrentar este difícil momento, pero no me queda claro si es que se está considerando el costo -bastante grande- que tendrán que pagar las próximas generaciones.

No se trata de guardar todo para mañana; aquello no tiene sentido. Más bien, creo que urge ser capaces de ver cómo nuestras acciones condicionarán las posibilidades que tengamos en las próximas décadas, especialmente para los niños de hoy. Aquel milagro chileno que nos dejaron nuestros padres y abuelos, no solo resultado del modelo económico, sino también de instituciones políticas estables, difiere en gran medida del país en crisis que le entregaremos a nuestros hijos si no construimos acuerdos políticos y técnicos serios.

El Chile de hoy, más allá de la pandemia -que por supuesto necesita de medidas focalizadas y eficientes para ayudar a quienes lo necesitan-, está limitado por un gasto público que ha aumentado considerablemente en comparación con aquella “belle époque”. El Chile de hoy está dirigido por un Estado poco moderno y partidos intransigentes o indolentes, conformado por burócratas que ganan un tercio más que trabajadores de igual función en el sector privado. Tiene una oposición, además, que suele exigir “fórmulas mágicas” para encontrar soluciones, como el reparto en las pensiones, que no son otra cosa que una carga para los jóvenes, pues la lógica de lo inmediato por sobre lo sustentable, en una población que está envejeciendo, no es gratis.

A esto se suma el afán de aceptar cualquier demanda ideológica y popular, dejando de lado otros problemas mucho más profundos. En esta línea, quisiera destacar la desconsideración que se ha tenido con los niños. Mientras todos se pronuncian sobre cómo hacer para recuperar lo perdido, he escuchado solo a unos pocos preguntarse qué ocurrirá con los más pequeños. Ellos no sólo están viéndose profundamente afectados en aspectos como su educación, sino además han sido relegados en el debate. El rechazo al kínder obligatorio y el lento avance del acuerdo de la infancia, pese a ser prioridad de gobierno, dan cuenta de este olvido de la Primera Infancia.

Trato de imaginar qué Chile dejaré a mis hijos. Triste, me doy cuenta de lo que la evidencia sopla a mi oído: un país más pobre y desigual, con menos recursos para ayudar a quienes más lo van a necesitar; una institucionalidad débil, producto de una desconfianza social que no hace otra cosa que profundizarse. Cruzo los dedos para equivocarme, pues aún estamos a tiempo. Precisamente esa es la gracia de tener la posibilidad de pensar -y re pensar- cómo nuestras acciones afectarán nuestro futuro y el de los niños que crecen en nuestro país. ¿O acaso me van a decir que vale la pena hipotecarlo?

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