La patota



Por Jorge Gómez, director de investigación de la FPP

En Chile está triunfando la moral de la pandilla. Hace rato lo viene haciendo. Lo vimos años atrás, cuando un grupo de estudiantes irrumpió en una iglesia con el único fin de quemar lo que había en su interior. Esa profanación no fue religiosa sino cívica. Pero en ese momento nadie se inmutó demasiado. Es que los principios no hacen combustión como lo hace la madera. Así, frente a tal hecho de violencia hubo condescendencia, indulgencia, cierta complicidad. Más de alguno justificó tal acto como parte del idealismo juvenil aunque, como diría Ortega y Gasset, aquello no demostraba ni verdadero celo republicano ni espíritu de avanzada, sino más bien un fetichismo primitivo o criminal.

La moral de la pandilla no permite claudicación alguna, exige la máxima fidelidad sin matices, ya sea a los fines, al caudillo o a la organización. No hay que pensar, sino actuar. Por eso, Albert Camus decía que esa moral fue la que propició el auge del fascismo. Es ese esquema mental el que eleva, como advertía Hayek en Camino de Servidumbre, a los peores a la cabeza bajo la promesa de la acción resuelta, en desmedro de las democracias y sus reglas, las cuales pueden terminar convertidas en una servidumbre criminal y totalitaria.

También, debemos decirlo, esa moral alimentó el totalitarismo comunista. Porque en el fondo, aunque diferían en los fines, nazismo y comunismo compartían un mismo nihilismo moral y por tanto reflexivo. Porque lo que se ampara en la turba frenética, no puede tener ninguna causa ni motivo noble, sino la simple expresión de desenfrenos. En el enjambre no hay diálogo. Ello explica que en la patota se prefiera la acción directa y no el debate, la discusión o la reflexión, menos aún la discrepancia. Por eso en la pandilla, en la barra brava, entre los hooligans, el criterio no es pensar sino asimilarse, hundirse en la masa, en la patota. Como diría Jorge Millas, en la sociedad de masas se quiere tener razón sin convivencia ni diálogo. Esto también explica el fetiche con la violencia, la quema de cosas, el desmán, la destrucción.

En Chile, hace rato que la moral de la patota se ha extendido, tal como un virus y ha permeado diversos espacios. Las redes han sido una caja de resonancia, reforzando sesgos cognitivos y prejuicios que van alimentando diariamente la mentalidad de fonógrafo y los cinco minutos de odio. Así, paulatinamente se han aceptado las lógicas más nefastas para una democracia, como la del montón devenido en verdad indiscutible, la de los cobardes escondidos en el grupo o el anonimato. Con esto se ha reforzado la moral de los desequilibrados, del pendenciero, el envidioso, el acomplejado. Esos pobres diablos, como diría Nietzsche, que gozan injuriando porque sienten una pequeña borrachera de poder. De ahí, de esa moral nace el comentario insidioso, el escupo cobarde, que luego da paso al peñascazo al voleo, el ataque furtivo en una carretera, la quema de cosas por gusto bajo una capucha. En otras palabras, da paso a la patota que te puede hacer mierda. Esa es nuestra profunda crisis pedagógica, educacional, política y cultural. La cultura de la patota es lo que ha permeado las escuelas, universidades, muchas instituciones y también la política.

La moral de la pandilla está triunfando y con ello la idea de que la violencia es un modo legítimo para cumplir fines. Así, la lógica predominante desde hace tiempo en Chile es: si no se legisla así, si no se dictamina así o no se actúa así, ejercemos violencia, ya sea tomándose el colegio, la universidad, bloqueando calles o carreteras, quemando lo que sea, amenazando a otros, ya sea en sus negocios, en sus campos, en sus casas, etc. La funa, tan promovida en estos tiempos, tiene su raíz en la moral de la pandilla porque, entre otras cosas, prescinde de las reglas. Repudia lo normativo porque lo considera un freno a la acción resuelta. Por eso, la funa no acepta presunciones ni debidos procesos, y por tanto abre la puerta a lo arbitrario. Por eso la funa camina al filo del linchamiento. Porque bajo la exigencia de justicia da rienda suelta al atropello en desmedro de la imparcialidad.

La doble moral frente a la violencia como medio ha permeado a tal nivel en la opinión pública que finalmente diversos grupos, de distinto color y pelaje, se arrogan la facultad de presionar mediante amenazas de fuerza para imponer sus fines, emitir juicio u obtener respuestas de parte de los tomadores de decisión. Cualquiera sea el caso, lamentablemente, la violencia se ha instalado como medio de presión, como si fuera parte del juego democrático o del estado de derecho.

Cualquiera sea el caso, el medio es el mismo aplicado en distintas proporciones, pero sigue siendo violencia liberada de toda norma. Que diversos grupos se arroguen aquello, incluidos ciertos gremios, no debería extrañarnos salvo que seamos muy hipócritas. Desde hace tiempo, diversos grupos de presión, como gremios, colegios profesionales, organizaciones estudiantiles y supuestos representantes de grupos étnicos, se han arrogado la facultad de recurrir a medidas de fuerza. Esto debe generarnos enorme preocupación. Mucha la verdad. Porque si hoy son los camioneros quienes amenazan con la fuerza de la patota, mañana pueden ser otros los que se arroguen esa facultad amparados en el número, en la mayoría, en la muchedumbre.

La clase política y los medios están tan permeados de la moral de la pandilla que juzgan tales actos de violencia no en función del acto en sí con sus implicancias morales o éticas, sino de forma utilitaria, según quien los cometa o el fin que se promueva. Esto no solo refuerza la doble moral ya instalada frente a la violencia, sino que abre más la puerta a que distintos actores se adjudiquen la facultad de utilizarla para imponer sus propósitos sin límite normativo alguno. Es decir, bajo un claro nihilismo ético. Lo triste e irónico es que mientras varios aplican esa doble moral frente a la violencia, y la ven como instrumento válido, al mismo tiempo no dudan en vindicar lo normativo apelando al estado de derecho, los DD.HH. o idealizando una nueva Constitución.

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