Látex constitucional



Por Joaquín Trujillo, investigador del Centro de Estudios Públicos

Política y no jurídicamente hablando, hay una confusión que recorre la Convención: la confusión del látex constitucional. Para decirlo con toda llaneza, se confunde lo que es (o lo que tendría que ser) un “programa” político, por un lado, con lo que es (o tendría que ser) una “constitución”, por el otro. En el ámbito público, las dos palabras (“programa” y “constitución”) se mantienen a salvo la una de la otra, pero al momento de la práctica política, huele a que no hubiese entre ellas una diametral diferencia.

En abstracto, un programa político es un catálogo de horizontes de sentido, principios, propuestas, etc., en torno al cual un grupo que pugna por el poder, para llevar a cabo ese programa, se organiza. Una constitución (también en abstracto) es, en buena medida y en el aspecto sensible que aquí nos preocupa, una carta de instrucciones para el juego de la pugna por el poder, la que seguramente incluirá la explicitación de sus fundamentos filosóficos y morales.

Y no hay que negarlo, es muy posible que una constitución se parezca a un programa, pues muchas de ellas en el mundo han incluido un listado de aspiraciones comunes que son llamadas “programáticas”. A su vez, un programa político puede parecerse a una constitución. ¿Cómo? Sucederá cuando ese mismo programa sea hijo de dos o más grupos antagónicos entre sí que se han puesto de acuerdo para enfrentar a algún tercer grupo aún más desagradable. No por andar ayuntados dejarán de reservarse ciertas garantías.

Mas eso no quiere decir que haya que abandonarse a groserías sinonímicas. Por muchas afinidades en que se avecinen, las palabras existen porque mantienen una mutua independencia, gracias a la cual el sentido común nos recuerda que si bien toda palabra es una exageración, no por eso habrá que eximirlas de cualquier exigencia.

Para decirlo en forma brutal: mientras que un programa es para uno mismo, una constitución es contra los otros. Es decir, el programa es para lo que se quisiera hacer. La Constitución, en cambio, es para que no se haga lo que los otros quisieran. De tal suerte que si el programa, por a, b, c o d, motivos, no pudiese cumplirse (suele ocurrir), los otros no se aprovechen más de la cuenta.

Se repitió mucho en facultades de Derecho que la Constitución es “un traje a la medida” (del poder de turno, obvio). Esta sentencia cínica nunca se imaginó que una constitución pudiera convertirse en el traje de látex preferido de un eventual programa político.

Y es que muchos convencionales creen que al diseñar la Constitución lo que hacen es implementar el propulsor de su propio programa. Otros, más aventajados, advierten que los propulsores tienen culatas y que los tiros se escapan por ellas.

Hace unos días, un antiguo dirigente estudiantil, de la década de los 2010, decía que la Constitución debe pensarse como si fuera a ocurrir que gobierne el fascismo. Mejor dicho, imposible.

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