El libro de los mutantes anodinos

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Años atrás, en 2013, la escritora Yosa Vidal debutó con una novela llena de humor y sentido de la picaresca, diferente, por ello mismo, a lo que la mayoría de sus pares ejecutaban en ese entonces (el asunto no ha cambiado mucho hasta hoy). Luego de El tarambana, Vidal publicó poemas, un libro de cuentos infantiles y ahora presenta un bestiario plagado de seres que pueden clasificarse, por lo general, bajo la denominación de mamíferos y vivíparos, aunque también existen de otras especies. La característica común de estos engendros que se desarrollaron en el continente americano "a punta de contaminación y descontrol" en un futuro que abarca los próximos 400 años, es que son multipatópodos, o sea, cuentan con "muchas patas". Los hay de variadas layas, como el Diplócaro, que se devora a sí mismo, o el Perro Apaec, que sólo se alimenta de las pelusas posadas sobre los objetos de arte de los museos, o el Otario Pincoy, un pez que probablemente nació a partir de la cruza entre salmones escapados de los criaderos de Quellón y el chungungo.

En los fascinantes bestiarios del medioevo, los endriagos retratados o descritos siempre poseían algún rasgo físico humano. Allí, en el antropomorfismo, radicaba precisamente uno de los principales atributos de aquellos seres fantásticos: el terror amenazante que podían infundir a partir de similitudes con nuestra especie. La diferencia con los esperpentos imaginados por Vidal es que éstos, pese a no presentar fisiología humanoide (la autora se instruyó bastante en la terminología técnica del reino animal), muchas veces sienten o actúan como hombres, hecho desconcertante, por cierto, puesto que induce a la confusión y, finalmente, al descrédito.

Tomemos por ejemplo el caso de la Juya, un animal "de espíritu libre" emparentado con el perro. Su mayor gracia consiste en que es sumamente leal, pero "se encontró un ejemplar degradado al extremo de la defección, que es la traición o abandono absoluto a quien se le debe lealtad. Pues bien, esta Juya se animaba a los vagabundos borrachos para tender una de sus patas y luego, una vez ganada su confianza, aprovecharse de la debilidad, robar el licor y luego tomarlo sola, lejos, sin convidar a nadie". Varias veces Vidal recurre al absurdo como si se tratase de una rama del humor, y no, no es así.

Mención aparte merecen los dibujos que preceden al texto que describe a cada una de las 22 creaturas inventada por Vidal, dibujos que, supone uno, fueron hechos por algún pariente de la autora, dado que el ilustrador comparte su apellido. Se trata de imágenes sobrecargadas, que evocan más a esa chillona artesanía centroamericana que a las bestias mutantes que la degeneración actual del medio ambiente podría producir en el futuro. Además, todos se parecen demasiado entre sí, y se da el curioso caso de un bicho que ofrece el aspecto inequívoco de un pájaro con muchas patas (la pasión del dibujante por la ornitología, dicho sea de paso, queda de manifiesto en la mayoría de sus trabajos).

Al momento de concebir este proyecto, es probable que la autora se preguntara  cómo podía otorgarles visos de realismo a sus mutantes, inquietud más que legítima. El hombre del medioevo supo sortear el intríngulis con astucia. Sin embargo, las opciones que eligió Vidal –el uso de la jerga científica y una noción futurista impostada– no guardan relación alguna con la cantidad de chistecitos esparcidos por aquí y por allá –bastante contemporáneos, por lo demás–, ni tampoco con la seriedad que los admiradores de los bestiarios le hemos concedido al género por siglos. Los multipatópodos aquí apiñados no estimulan la curiosidad, no recrean ni exacerban los temores profundos de la psiquis humana y, en definitiva, son demasiado poco amenazantes como para impulsar el ejercicio mental de concederles vida imaginaria.

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