Más allá del Sename: la (des)protección de la infancia

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Por Macarena Andrade, directora de proyectos del Centro de Sistemas Públicos (CSP), Ingeniería Industrial, U. de Chile; y Laura Gutiérrez, investigadora del Centro de Sistemas Públicos (CSP), Ingeniería Industrial, U. de Chile, y Centro de Investigación para la Educación Inclusiva

Hace algunas semanas, el Senado aprobó y despachó el informe de la Comisión Mixta sobre la creación del Servicio Nacional de Protección Especializada a la Niñez y Adolescencia, uno de los organismos que pretende reemplazar al Sename. Pero, ¿es suficiente este paso para poner fin a la vulneración sistemática de los derechos del niño y la niña en nuestro país? Antes de responder a ello, cabe mirar ciertos aspectos que tiñen esta problemática.

En los últimos años, Chile ha sido testigo de lamentables e icónicos episodios de vulneración de derechos de la infancia. Desde los “prontuarios delictivos” de niños y niñas, hípertelevisados en los medios de comunicación, como si se tratara de una novela policial morbosa, hasta fallecimientos con nombre y apellido al interior de los sistemas residenciales, el más reciente a raíz del Covid-19. Se trata de una herida sangrante, siempre vinculada a la terrible desigualdad que caracteriza a nuestro país.

Esta urgencia social se ha encapsulado en el “No + Sename”, como si la crucifixión de la institución sirviera para rescatar la niñez y adolescencia. Claramente, está lejos de estarlo: la justicia de la consigna resulta miope a la compleja naturaleza del problema, porque la (des)protección comienza siempre mucho antes que la crónica roja. Como bien conceptualiza Teresa Matus, existe un continuo que pasa desde las alertas que quiebran las trayectorias hasta las oportunidades que las viabilizan. Y cuando Sename falla, en realidad lo que falla es la última compuerta, después de una cadena de errores del Estado que imposibilitaron el camino hacia las oportunidades cuando era el momento adecuado para intervenir.

En efecto, el Estado ha quebrado sistemáticamente las trayectorias de niños y niñas, cuando su rol debiese ser el contrario: ser el sostén de la prevención de las vulneraciones, entregando herramientas a las familias, especialmente a las más desfavorecidas, y actuando con celeridad y eficacia cuando no ha podido detener dichas vulneraciones, de modo de restituir los derechos y velar por el interés superior del niño(a). Pero ha fallado. Y la única forma de cambiar esto es desde una perspectiva sistémica y concibiéndose a sí mismo como un garante, que trascienda el rol asistencialista. Esto requiere que en Chile se avance con prontitud y determinación en esta materia, saliendo del poco célebre lugar que nos ubica como el único país en América Latina que aún no cuenta con un reconocimiento constitucional a través de una ley de garantías y una institución sólida que coordine las iniciativas públicas e integralmente reconozca a los niños, niñas y adolescentes como sujetos de derechos.

Ahora bien, volviendo a la aprobación de la creación del Servicio de Protección Especial, nos parece importante precisar que esta será la institución que deberá hacerse cargo, en aquella “última compuerta”, cuando ocurren vulneraciones a los derechos de los niños y niñas, lo que constituye un avance en la consolidación de un marco normativo e institucional que garantice estos derechos. En este sentido, se aspira a que el Servicio sea parte de un Sistema Integral de Protección, que incluya desde la Protección Universal de ChileCreceContigo hasta la protección especializada.

Hasta aquí, suena bien, salvo por dos advertencias necesarias, al estilo de Santo Tomás: primero, que ambos proyectos de ley llevan más de 10 años transitando, con algunas discusiones que nos hacen pensar que retrocedimos 30 años en la defensa de los derechos del niño y la niña; y segundo, que buena parte de los hitos claves del Servicio y el Sistema que lo albergan se jugarán, como buena parte de las políticas públicas, en la redacción de sus reglamentos y en cómo se lleve la implementación, además de la pendiente Ley de Garantías (que hoy está “en cola”, porque se decidió legislar de atrás hacia adelante) y la puesta en marcha de las Oficinas Locales de la Niñez.

Aquí se entretejen dos mundos: por un lado, el que afectará de forma directa a los niños y niñas, a través de sus mecanismos de participación, las intervenciones desde los ámbitos educativos, psicosociales, de salud y salud mental; y, por otro lado, la forma de relación y confianza que generen los servicios públicos con la ciudadanía. Y esto no es todo. También se juega una serie de actividades que parecieran secundarias, pero que han contribuido radicalmente a que lleguemos donde estamos: ¿Quiénes y de qué modo podrán participar de la provisión de servicios? ¿Cómo se supervisarán los programas y qué implicancias tendrá en la acreditación y desvinculación de profesionales y oferentes? ¿Qué mecanismos permitirían que toda la red de protección efectivamente opere como un sistema y no como programas aislados, que entran y salen de la vida de los niños sin lograr transformar las trayectorias que se hayan quebrado? Y la gran interrogante: la información actual, ¿nos permitirá saber a ciencia cierta quiénes no pueden volver a trabajar en infancia?

Que los reglamentos y la implementación respondan de forma adecuada a estas preguntas requerirá, por lo bajo, de tres premisas ineludibles por parte de la clase política y de quienes lideren los desafíos de establecer el nuevo sistema y sus servicios: primero, una postura ética intachable, lo que significa tener la convicción profunda —más allá de cualquier discurso o flashes mediáticos— de que todos los niños y niñas tienen derecho a nacer, crecer y desarrollarse en igualdad de oportunidades, sin importar cuál es su apellido ni lugar de origen, impidiendo, con todos los mecanismos que se requiera, que interfieran otros intereses, tales como el lucro y la coerción.

Segundo, profesionalismo del más alto estándar, buscando directivos (según el Sistema de Alta Dirección Pública) y equipos con las habilidades, herramientas y experiencia suficiente para abordar esta titánica tarea de diseño e implementación, para no cometer los mismos errores del pasado, generando una red desde lo local a lo nacional, de lo preventivo hasta la protección. Debe existir un riguroso proceso de selección de los profesionales e idealmente, una acreditación de los profesionales con estándares de certificación; también apoyo institucional para reducir la altísima rotación de profesionales en programas que atienden poblaciones de alto riesgo en temas de gran complejidad.

Y tercero, justicia: el Estado deberá despojarse por completo de quienes flagrantemente hayan roto las trayectorias, impidiendo que los intereses e incentivos de antaño participen de las nuevas reglas y condiciones del juego.

Poner manos a la obra exige que estemos a la altura de los desafíos pendientes y revisemos la casa entera. Sólo así podremos creer que los niños y niñas estarán -más allá de los discursos, la política y la economía- primero.

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