¿Perspectiva de género?

Resulta fundamental no olvidar cuáles son los problemas reales y cotidianos de las chilenas, cuestión que requiere una fuerte voluntad política y la colaboración de todos los agentes sociales. Hoy, todas las miradas se posan en la convención, y celebramos la paridad como un gran triunfo. Pero ¿quién se hace cargo de las madres sin redes de apoyo?



Pareciera que mientras más nos acercamos al inicio del funcionamiento de la convención, mayores se hacen las expectativas en torno a la eventual nueva Constitución. Como señalaba Adriana Valdés hace unos meses: “Confiaremos a las y los constituyentes todo un tejido de esperanzas a veces contradictorias entre sí (…)”. La legítima preocupación por los problemas que enfrentamos las mujeres no está exenta de caer en ese torbellino de sueños. En ese contexto, suele afirmarse que la Constitución debe tener una perspectiva de género.

Entre las muchas alternativas que existen para lograr ese propósito se encuentra la de incorporar al catálogo de derechos algunos que apunten a superar los problemas de las mujeres. Con frecuencia se mencionan ejemplos como el derecho a la no discriminación o los llamados derechos sexuales y reproductivos. Sin duda, en una cultura inundada por el lenguaje de los derechos como la nuestra, esta opción resulta muy atractiva. Sin embargo, aunque los derechos constitucionales funcionan como directrices para la política, limitándola y orientándola, ellos pueden quedar solo en una declaración de buenas intenciones, sin mayor correlato con la realidad. En efecto, establecer un derecho constitucionalmente no asegura su inmediata satisfacción. El legislador tiene un rol fundamental para concretarlos, pero tratándose de derechos, es muy probable que también los jueces asuman la tarea de determinar su contenido específico. El resultado es que de a poco se judicializa la política y, con ello, se debilita la deliberación democrática. Nada de esto supone negar a priori mecanismos de este tipo, pero cualquier persona comprometida con la protección de las mujeres debiese considerar seriamente todos estos elementos.

Una segunda alternativa que es habitualmente promovida es introducir la paridad en los órganos colegiados, cuestión que obligaría a incorporar mujeres a dichas instancias. Sin duda, hacen falta esfuerzos por aumentar la participación femenina en los distintos espacios sociales, pero esta opción tiene sus propias dificultades. Por un lado, no resuelve ni de cerca el problema de fondo. Muchas mujeres, aun teniendo cupos asegurados, no están dispuestas a hacer el sacrificio que supone estar ahí. Nuestra sociedad funciona (erradamente) de tal manera que aceptar ese espacio implica renunciar a otras cosas, comenzando por la vida familiar. Y hay muchas veces en que las mujeres simplemente prefieren no renunciar a ellas, por muy doloroso que eso sea. Hay, entonces, obstáculos previos que es necesario remover. Por otro lado, y más importante aún, se trata de una alternativa orientada a mujeres con títulos universitarios, con una larga trayectoria laboral y otras características que cumple un porcentaje muy pequeño de mujeres. ¿Qué pasa con el resto? Tal vez la mayor presencia femenina en lugares de toma de decisión termine por favorecer al resto de las mujeres, pero no es seguro que eso siempre sea así. Por lo demás, entre las mismas mujeres puede haber distintas opiniones en cuanto a los medios para lograr determinados objetivos, pues hay diferencias políticas y de otro tipo que no dependen de ser mujer (basta recordar que no todas las parlamentarias eran partidarias del mecanismo específico que se estableció para la paridad en la convención).

Con todo, no podemos olvidar que la Constitución es un marco que orienta el resto del ordenamiento jurídico y nuestra vida en común. En ese sentido, puede ser valioso incorporar en la eventual nueva Carta Fundamental un principio que reconozca la equidad entre hombres y mujeres, que dé espacio al legislador para concretarlo al mismo tiempo que promueva una verdadera equidad. Nuestra actual Constitución reconoce la igualdad entre hombres y mujeres, pero no hay ningún deber explícito del Estado para promoverlo, de manera que muchas veces tal disposición es letra muerta. Por eso, tal principio debiese ir acompañado de un mandato positivo de protegerlo, garantizarlo y promoverlo.

Ahora bien, ninguno de los mecanismos constitucionales que elijamos podrá por sí solo producir cambios sustantivos y profundos. El mayor desafío es, entonces, ser capaces de fijar la mirada más allá y asumir las tareas sociales y culturales pendientes. En efecto, la compleja situación de muchas mujeres chilenas tiene una raigambre profundamente social y cultural, que difícilmente cambiará con normas tan generales y abstractas como las constitucionales. Pensemos en la violencia. Sin duda alguna, las leyes que la castigan (que no son normas constitucionales) son fundamentales no solo por razones de justicia, sino también para explicitar la condena que merece una acción reprochable, y así moldear las prácticas sociales. El drama, sin embargo, es cuánto pesa aquella cultura que tiene severas dificultades para reconocer en los demás un igual, que cree que los impulsos del cuerpo no están sometidos al dominio de criterios éticos y que no tiene problemas en cosificar a otros seres humanos. Otro ejemplo es la baja participación femenina en los distintos espacios sociales. Nuestra sociedad ha atribuido el cuidado familiar, por ejemplo, principalmente a la mujer. Junto con eso, ha creado un mundo laboral irracionalmente demandante, que consume todos los espacios de la vida, y ha profundizado el individualismo al punto de que las redes de apoyo son tremendamente insuficientes, cuando no inexistentes. ¿Cómo puede, entonces, una mujer participar activamente en los distintos espacios que supone nuestra vida en común? Se trata de problemas cuya raíz no se encuentra en la Constitución y, por lo mismo, cuya solución excede el ámbito constitucional.

Por eso, resulta fundamental no olvidar cuáles son los problemas reales y cotidianos de las chilenas, cuestión que requiere una fuerte voluntad política y la colaboración de todos los agentes sociales. Hoy, todas las miradas se posan en la convención, y celebramos la paridad como un gran triunfo. Pero ¿quién se hace cargo de las madres sin redes de apoyo? ¿De los hogares monoparentales comandados por mujeres, cuyas cifras han aumentado considerablemente? ¿De la agobiante cultura laboral? ¿De lo difícil que resulta a veces ejercer labores de cuidado (hoy, una madre no tiene permiso laboral para cuidar a una hija que padezca una enfermad terminal si es que ésta no tiene la edad establecida por ley)? ¿De la necesidad de la corresponsabilidad? ¿De la violencia?

El gran riesgo de las sobreexpectativas en el proceso constituyente es que abandonemos necesidades apremiantes, y el drama es que muchas mujeres ya no pueden seguir esperando.

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