
¿Réquiem al centro?

Imaginemos un país donde el centro político ha desaparecido y la vida pública se reduce a un pulso entre dos visiones irreconciliables.
La idea puede parecer seductora: las reglas se simplificarían (estás con la derecha o estás con la izquierda) y los votantes no tendrían que lidiar con dilemas espinosos, complejidades ni alianzas. Los programas de gobierno no estarían limitados por la necesidad de construir mayorías, lo que permitiría propuestas “valientes”. Al desaparecer “los dialogantes”, la política se llenaría de pasión y los discursos serían más inspiradores. Sin necesidad de buscar buenos acuerdos, los líderes políticos podrían actuar con más rapidez, implementando reformas, o impidiendo otras.
Pero no todo sería tan sencillo. A corto plazo, el nuevo espíritu contagiaría otros sectores: el cine, las ferias del libro y los teatros se teñirían de una sola sensibilidad. La vida social devendría en una montaña rusa de entusiasmo y resentimiento. Celebraríamos cuando nos tocara presidir el tablero, convencidos de que “por fin” todo encaja; pero cuando el péndulo girara, esa misma pasión se transformaría en sensación de expolio. Las políticas públicas se hundirían en arena movediza. Hoy se privatizaría la salud, mañana se estatizaría. Hoy se bajaría el impuesto corporativo, mañana se incrementaría. Para blindarse ante el riesgo del contrario, el bloque ganador capturaría tribunales, prensa y órganos de control, y ese instinto de autoprotección terminaría por vaciar la democracia que pretendían renovar.
Leerlo parece un ejercicio retórico, alarmista y desmesurado para llevar las cosas al absurdo, pero no lo es. No hablamos de hipótesis abstractas. Cuando la socialdemocracia venezolana se desplomó, el chavismo llenó el vacío y, sin contrapesos, condujo al país a la hiperinflación, el colapso y al éxodo de millones. En la Italia de entreguerras, la implosión del centro liberal dejó el camino libre a la marcha sobre Roma. El patrón se repite: si la balanza pierde su eje, los extremos cargarán más peso para inclinarla, hasta que la rompan.
A la centroderecha le toca asumir la urgencia de esta señal con acciones concretas: no subestimar al contendor ni caer en la trampa de las peleas fratricidas. Pero también (y esto es extendible a los votantes) debe aprender de lo que sucede cuando el centro se desmorona, como ya ha ocurrido en la izquierda, preservando su identidad sin renunciar al desafío de adaptarse a los nuevos tiempos. Celebrando con orgullo los logros alcanzados, pero sin perder de vista la necesidad de autoanálisis. Mantenerse fiel a los principios de moderación estratégica, que requieren una enorme determinación. Desarrollar tolerancia a la frustración cuando las circunstancias se ponen difíciles. Este es el momento para aportar con contenido sólido, peso, experiencia y equipos comprometidos, proponiendo y soñando el Chile que queremos.
Un centro amplio y vigoroso no es refugio de mediocres: es la columna vertebral de cualquier democracia. En el Chile de hoy, la firmeza y la decisión son indispensables para enfrentar las urgencias, pero no bastan: la política debe conjugar acción eficaz y visión de futuro, emoción y razón, y hacerlo con propuestas sólidas, capaces de inspirar y, al mismo tiempo, dar resultados.
Antes de brindar celebrando la adrenalina de un país sin centro, conviene detenerse a pensar: “cuidado con lo que deseas”.
Por María José Naudon, decana de la Escuela de Gobierno de la UAI.
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