Opinión

Santiago centro en la cornisa

Alcalde de Santiago, Mario Desbordes.

El estallido, la pandemia y la migración masiva cambiaron la comuna de Santiago de un modo tan intenso que la política aún no ha sido capaz de ponderarlo en su profundidad. La alcaldesa Irací Hassler debió enfrentar una realidad compleja que tenía su lado más venenoso en el surgimiento de una criminalidad violenta y resistente al control policial en Meiggs. Logró avances, quizás ralentizar un deterioro, mejorías en seguridad y limpieza, pero no pudo revertir lo que ya sería bueno enfrentar: el centro continúa en franca decadencia y la pobreza del debate político al respecto no permite pensar que esto vaya a cambiar en el corto plazo, menos si la discusión se reconcentra en buscar un responsable a quien culpar de un fenómeno complejo, cuyas variables nadie podría haber controlado en su totalidad. El actual alcalde Mario Desbordes se equivocó en hacer una campaña en la que aseguraba tener la fórmula de revertir la crisis de seguridad. No la tenía. Son sus propias palabras las que le están pasando la cuenta, no las de sus adversarios políticos. El alcalde ha ocupado demasiado tiempo en atacar a su antecesora, distrayéndose en discusiones mediáticas inconducentes, que en nada favorecen ni a quienes votaron por él ni a los vecinos en general.

Santiago es una ciudad mosaico, segmentada, un conjunto de comunas con administraciones autónomas, un rasgo que ya parte de la identidad de la capital. La historia de la ciudad le tiene reservado al centro la vocación de punto de encuentro: allí está el origen de un orden, de un pasado común que puede ser objeto de más o menos críticas, fuente de más o menos injusticias, pero es la referencia de una historia que nos convoca -incluso a los provincianos sin antepasados capitalinos, como este servidor- y que nos explica parte importante de lo que nos fortalece y nos debilita en nuestra convivencia.

En el centro están el poder político, las casas centrales de las universidades más importantes y los edificios que representan los proyectos culturales impulsados en distintos momentos de la historia: desde la Biblioteca Nacional, a la Biblioteca de Santiago. El interés masivo que convoca el centro durante el Día del Patrimonio es un índice de que existe una conciencia generalizada sobre la importancia de esa zona de la ciudad, entendida como el registro de una historia común que persiste en calles y edificios, sin embargo, ese potencial no ha logrado ser encauzado por ninguna fuerza política de un modo consistente. Ciertas miradas progresistas, sobre todo las de quienes no residen en el centro, han fallado al desdeñar la importancia de algo tan pedestre como una fachada limpia, adjudicándole a cualquier mamarracho el estatus de arte callejero o expresión cultural ciudadana, anteponiendo el derecho del grafitero a expresar sus inquietudes al de los residentes y transeúntes a un espacio público libre de arrebatos estéticos espontáneos inconsultos. Algo que suena tan ramplón, como muros garabateados o iluminación vandalizada, puede ser el inicio de un declive de una cuadra, una calle y una esquina, y una pauperización en la calidad de vida de las personas que viven o transitan por ahí. Lo que se supone debería movilizar un ideario de izquierda -mejorar la vida de las personas con menos poder- no es contradictorio con mantener una ciudad limpia y ordenada, muy por el contrario, debería ser una medida de valor de que el respeto a la comunidad es tanto más importante que las pulsiones individualistas de hacer lo que se me dé la gana en el espacio público. Asimismo, tener una mirada crítica sobre las mentalidades de una época no implica desdeñar los símbolos que dejó en la ciudad un determinado período.

La crisis del Club de la Unión es otro síntoma preocupante, para el centro y para el país. No solo por la incógnita sobre el destino que tendrá su edificio, que ya es bastante, sino también porque constata la migración definitiva de una clase alta que desde hace ya más de un siglo buscó refugio residencial en el nororiente de la ciudad: desde los 90 son las casas matrices de empresas, las representaciones de firmas trasnacionales, los locales de ocio -restorantes, bares- y las grandes oficinas de abogados. Si el contacto entre esa élite y el resto de la población ya era escaso, ahora los puntos de encuentro espaciales son aún menos. Tal nivel de segregación no puede ser bueno para una sociedad democrática.

El mensaje persistente de la derecha sobre una fórmula única y simple para controlar la crisis de seguridad tiene en lo que ocurre en el centro de Santiago, específicamente en Meiggs, su mejor desmentido. Ha quedado demostrado que si erradicar una mafia de ambulantes de una calle es difícil, cómo no va a serlo controlar la seguridad en una ciudad completa. Esta semana, además, el hallazgo de droga trasladada por funcionarios de la Fuerza Aérea y en un recinto militar en Colchane vuelve a dejar en evidencia el gran poder corruptor del narco. Los discursos políticos que tienden a idealizar de una manera absurda ciertas instituciones, librándolas de dar cuenta o perfeccionar sus procedimientos, porque consideran toda fiscalización o perfeccionamiento como una insolencia ideológica, solo empeoran la situación.

El centro de Santiago cuenta con un equipamiento urbano de gran nivel. Lo que para muchas capitales de Latinoamérica es una aspiración, en el centro es una realidad. El desafío de frenar la decadencia necesita una voluntad política que se comprometa con una mirada responsable y generosa, y eso parte con elevar un debate al nivel que se merece, dejar la pequeñez del corto plazo y abrirse a un plan más ambicioso que simplemente ganar una elección, para después desentenderse de las promesas que no se concretan y confundir el rol de alcalde con el de polemista en una pelea de la que nadie quiere ser testigo.

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