Opinión

Tal vez la gente tenga razón

Foto: Andrés Pérez Andres Perez

“La gente se compra esto”, afirmó Michelle Bachelet en la Reunión de Alto Nivel “Democracia Siempre” que se realizó hace algunas semanas en nuestro país. La instancia fue profusamente comentada en su minuto, pero lo fue menos esta frase de la exmandataria. Y vale la pena detenerse en ella, pues nos permite entender mejor su ya conocida preocupación –que no es solo suya– por la extensión de la ultraderecha en Chile y el mundo. Subrayando una vez más las características que definirían a los liderazgos emblemáticos de ese movimiento, Bachelet agregó ahora una hipótesis respecto de los motivos que explicarían su éxito: la gente se compra lo que le dicen.

La hipótesis es reveladora de un problemático sesgo que no es exclusivo de Bachelet ni de su entorno. Y consiste en la tendencia de las elites políticas e intelectuales a caer en el paternalismo (si no el desprecio) cada vez que enfrentan fenómenos que escapan a sus categorías. Los cambios repentinos en el comportamiento político de “la gente” –que es siempre la gente común–, en sus adhesiones, en sus apoyos no se deben a otra cosa que al hecho de haber sido manipulada. Eso explica la obsesión por identificar las estrategias comunicacionales ocultas de los adversarios, tan de moda en nuestros tiempos: noticias falsas, campañas sucias, bots hostigadores en redes sociales, una serie de recursos que permiten destruir prestigios consolidados, despertar bajas pasiones e instalar discursos fáciles y voluntaristas.

Nada de esto es falso. Todas esas técnicas operan y probablemente la era de la inteligencia artificial solo radicaliza su eficacia. La dificultad está en que a eso se reduzca el análisis, y que el énfasis exclusivo en esa dimensión se traduzca en la construcción de esquemas donde los adversarios son tan sofisticados y peligrosos, como básicos y elementales son sus seguidores. Mientras los primeros logran persuadir de lo que sea, los segundos se tragan lo que les presenten.

Por eso hablamos de un sesgo: se fracasa sistemáticamente en explicar y entender las razones por las cuales “la gente” piensa y actúa de una manera u otra, pues se tiene una comprensión demasiado pobre justamente de esa gente. Vulnerable, ignorante, pasiva, determinada por sus carencias, la gente común termina convertida en una suerte de envase disponible para ser llenado por el líder de turno. Y la tarea es entonces desnudar al adversario y subrayar las propias bondades o debilidades (luego de la frase citada, Bachelet dice, en una mezcla de lamento y defensa, que la izquierda ha usado menos que la extrema derecha las redes sociales), pero nunca mirar a la gente. Ya se ha resuelto lo que explica su comportamiento: se compran todo y por lo mismo no vale la pena considerarlas en el análisis.

No hay ingenuidad o idealización en la crítica aquí planteada. Existen riesgos objetivos en las estrategias comunicacionales disponibles, y la gente puede ser engañada y llegar a moverse por las peores razones. Pero algo muy distinto es que la política opere en función de esas únicas conclusiones. En tal caso, se estará destinado al castigo de los que se confirman despreciados, que advierten con enojo fundado la comodidad y complacencia de quienes los desprecian. Porque no hay forma más eficiente de evadir la revisión de las propias acciones que afirmar que la gente se compra lo que le dicen. Tal vez bastaría recordar el derrotero de la Convención Constitucional para modificar esta lectura, cuyo pack perfecto de ofertones voluntaristas (y peligrosos) que se justificaban por la ilegitimidad de las estructuras de opresión del pueblo, fue sin embargo rotundamente rechazado. Pero el ejercicio es muy difícil: exigiría ponerse en el dramático escenario de que en aquello que “la gente” (sensatamente) se compró haya algo de verdad.

Por Josefina Araos, investigadora del IES

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