Violencia íntima



La decisión del gobierno de impulsar un entendimiento para pacificar La Araucanía no tendrá ningún destino. Y el obstáculo principal no dice solo relación con las complejidades propias de dicho conflicto, sino con algo mucho más profundo: la normalización de la violencia es el gran punto de inflexión vivido por la sociedad chilena en la última década; el vector que en buena medida explica nuestro deterioro institucional, del estado de derecho, del orden público y de la propia convivencia.

Al calor del movimiento estudiantil, un sector relevante de la ciudadanía volvió a considerar la violencia como una manera legítima de expresar su descontento frente a los abusos y las injusticias. Esa tendencia se vio luego reforzada con el estallido social, cuando la destrucción de bienes públicos y privados fue incorporada por muchos al imaginario de lo imprescindible para lograr beneficios sociales. Hace unos meses, en el clímax de la pandemia, la encuesta Criteria constató que todavía un tercio de la gente justificaba la violencia como un medio legítimo para conseguir cambios.

Pero la valoración de la violencia no es algo reciente. Al menos desde la década del ’60 ha habido en Chile sectores que la defienden y reivindican. Unos para imponer transformaciones sociales y otros para impedirlas; tuvimos partidos que justificaron la lucha armada y, también, una dictadura que habiendo violado sistemáticamente los DD.HH., en el plebiscito de 1988 obtuvo un 43% de respaldo. En resumen, el uso de la fuerza ha sido un recurso defendido, justificado o relativizado por unos y por otros en diversas circunstancias.

Ahora es un componente decisivo en el denominado conflicto mapuche, y también del estallido social, con grados importantes de complicidad en amplios sectores. La destrucción de estaciones del Metro, el incendio de iglesias, el saqueo a supermercados y los ataques armados a comisarias, estuvieron lejos de generar un repudio transversal. Por el contrario, no fueron pocos los que minimizaron los hechos o miraron para el cielo. En rigor, cuando hoy una diputada y presidenta de partido explicita sus ganas de quemarlo todo, debiéramos agradecer que ese sentimiento, compartido por muchos en silencio, sea al menos sincerado.

Este es el mar de fondo que no solo impide cualquier acuerdo para abordar el drama que se vive en La Araucanía. También impide que situaciones como la que afectan a Plaza Baquedano puedan ser enfrentadas con alguna perspectiva de solución. La violencia política, acompasada a su vez por los abusos cometidos por agentes del Estado, va a seguir dividiéndonos sin remedio en el próximo tiempo. Y ningún proceso constituyente logrará establecer una base mínima de consensos para poder abordarla.

Parece tentador afirmar que la violencia es un fenómeno del Chile de los últimos años. Pero quizá nunca ha dejado de estar ahí, esperando la ocasión para confirmar que, en realidad, desde hace mucho tiempo no sabemos ni podemos vivir sin ella.

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