Aprendices de chilote

Hay una nueva moda en Chiloé: navegar en rústicos veleros chilotes construidos a la usanza tradicional con ciprés y alerce y velas de lona. Una docena de millonarios, y otros no tanto, se los han construido con los pocos carpinteros de ribera que dominan la técnica. El periodista Roberto Farías navegó con José Mautor y Artemio Soto, los últimos constructores de esas embarcaciones. Y este es su relato de esa travesía mar adentro.




En un segundo una vela se desató y el velero sin movimiento parecía una cáscara de nuez a merced de las enormes olas del Golfo de Ancud. Corrí a la proa, tiré de la driza con fuerza y el foque se infló. Al segundo siguiente, el velero se estabilizó y volvimos a navegar.

–La mar casi nos vuelca–, dice José Mautor. El viejo, a punto de cumplir 69 años, sujeta firme el timón. Es elástico como un gato. Sus ojos son del color de un mar en calma.

Llama al mar, "la mar". Le pregunto por qué.

–No sé. Será porque la quiero. Como a una amada–, dice y lanza una carcajada.

Más bien es una vieja bruja, pienso. Esta es la tercera ocasión en que casi nos come vivos. El día anterior el viento rompió el mástil de 14 metros y en la madrugada, un imprudente lanchero de Quellón, que nos remolcaba, casi nos hunde en medio de la noche. Ahora se soltó el foque sin previo aviso.

–Otro accidente más y sálvese quien pueda–, le grito a Mautor sobre el ruido del viento y las olas.

–¡Siempre el último clavo es el más difícil!–, responde él con un refrán de carpintero. Después me explica que por el apuro por terminar ocurren todas las desgracias.

Y más o menos por eso ocurrió todo. ¡Vamos cansados de regreso a casa después de 8 días en "la mar"! Un día de grandes olas y fuerte viento sur. Los puertos están cerrados. Pero la lancha chilota que él construyó, la Lily III, se porta bien rumbo a Mañihueico, el sector de la Carretera Austral que está a 70 km al sur de Puerto Montt, donde vive.

–¿Se quedó pensativo?–, me dice Mautor riendo–. No piense tanto, mi amigo, no se aflija. Ahora vamos navegando bonito.

El mástil cruje. Las enormes velas empujan la lancha a 7 u 8 nudos, unos 20 kilómetros por hora, lo que es casi la velocidad máxima de una embarcación de madera. Pero así y todo es como ir navegando en un silencioso diván que se desliza por el mar y que naturalmente lleva a la contemplación.

Es raro para mí escribir de estas embarcaciones. Hay historias que uno debe buscar y buscar y otras caen en nuestros hombros como inevitables hojas de otoño. ¡Pero no sé qué es más difícil! Durante 15 años navegué la lancha Quenita I, con mi entrañable amigo Quémil Ríos, por las aguas de Calbuco. Días de vientos espléndidos como ese y noches de temporales terribles.

Pero entre tanto timón, vela, maderas, reparaciones y viajes, nunca me di tiempo para escribir sobre esa lancha. Otros editores me pedían que lo hiciera. Pero nunca tuve el tiempo, el pretexto necesario o el valor para escribir de la Quenita I, porque tendría que enfrentar la muerte de mi amigo Quémil.

Han pasado seis años desde que dejé de navegar y justo ahora nombraron a dos constructores de esas lanchas chilotas, Tesoros Humanos Vivos por la Unesco y el Consejo de la Cultura. Me digo: "Son el pretexto que necesitaba. Es el momento".

*

El término Tesoros Humanos Vivos sugiere artesanos de telar, talladores de madeas o recolectores de sal marina. ¡La primera diferencia con esos otros tesoros es que, José Mautor y Artemio Soto, los constructores de lanchas chilotas, un par de veces al mes arriesgan la vida en el mar! Son hombres rudos. Hombres de mar.

Construir una velera chilota cuesta desde 20 millones o más según las terminaciones y comodidades. Y mantenerla en buen estado, desde un millón al año. Para navegarla se necesitan dos personas y es pesado y difícil. Pero una vez que se domina, es como haber domado a un caballo.

En los 70, José Mautor trabajó en la forestal británica BIMA, de triste recuerdo. Con incendios, sierras y hasta dinamita taló millones de alerces en la cordillera de Puerto Montt a Coyhaique, desde 1945 hasta fines de los 80. Cuando el alerce se convirtió en monumento nacional, Mautor deambuló por distintos oficios hasta que se lanzó a construir con un vecino una embarcación a vela: la Anaconda, con las técnicas que antes usó su padre y su hermano Carlos Mautor.

–¿Y por qué hicieron una velera, en vez de una embarcación a motor?

–Porque me gustaban. Como veía que eran pocas y a la gente le gustaban, dije: hagamos una para probar ¿Por qué no?

Cuando niño, su padre lo llevaba de Contao a Puerto Montt a vela. Eran días de viaje que ahora hace en bus en unas horas.

Ya construyó siete lanchas chilotas tan excelentes que todas navegan y los entendidos se las pelean.

Junto a él su vecino Artemio Soto también fue nombrado Tesoro Humano Vivo. Él solo ha hecho dos lanchas para sí mismo: las Marisol del Carmen I y la II, con las que transporta madera desde la cordillera hacia Puerto Montt, Calbuco y Chiloé.

–En verdad Artemio es realmente el último chilote navegante a vela –me confiesa el propio Mautor– porque yo las construyo y las vendo, pero no navego. Él todavía hace fletes.

Efectivamente en el mes de octubre, en Calbuco vieron llegar una vieja lancha chilota por el mar frente al mercado municipal. Traía largas varas de madera nativa para vender. En la cubierta venía Artemio, su hijo Julio "Ñeñé "y su perro. Parecía una postal de otro tiempo.

Artemio Soto (arriba) solo ha hecho dos lanchas para sí mismo: las Marisol del Carmen I y la II, con las que aún transporta leña y madera. Abajo, José Mautor, el otro carpintero de ribera.

Mautor y Soto, son distintos como el agua y el vino. Mautor es calmado y sabio. Soto, impulsivo y bebedor impredecible. Habla un chilote tan enrevesado que voy adivinando lo que dice. Los dos cantan cuando están felices: pero uno como Paul McCartney y, el otro, como Mick Jagger.

Y las lanchas también retratan su personalidad. La Lily, fabricada por Mautor, es ordenada, pulida y parece una guitarra flotante. La Marisol, en cambio, está pintada de azul a brochazos y parchada con lo que Artemio encontró a mano.

*

Una lancha chilota son solo 72 palabras. Cada una, un componente del puzzle: botalón, estay, obenque, foque, mayor, amantillo, botavara, caña, quilla, roda, obra muerta, entablado, cuadernas, espejo, guardaplayas, cabilleros, burdas, motones, poleas, drizas, escotas, relingue, culebrilla, lastre, codesta, pique, primera tabla, última tabla y otras 44 partes que cuesta años reconocer.

El casco debe ser de madera de ciprés. La cubierta de alerce. Las cuadernas –las costillas de su panza– de coihues torcidos. El timón de luma. Y el resto de mañío macho.

Un carpintero de ribera como Mautor mira los árboles y dice: "Aquí tengo una quilla. Acá el timón. Este es mi mástil".

–En mi bosque me quedan como 5 o 6 mástiles buenos. Después, ya no tendré madera para más lanchas.

El mástil es un palo recto, duro y elástico que no puede elaborarse con cualquier madera. Ya probó en esta Lily, el olivillo es quebradizo, no lo usará más. El mejor sería de alerce, pero hoy está prohibido sacarlo.

–La Quenita tenía el mástil de alerce–, le digo a don José Mautor. Un bello madero de catorce metros, recto y liso. Es lo único que queda intacto a pesar de sus 50 años en el mar.

Mi amigo Quémil Ríos también era periodista. Se compró esa vieja lancha chilota de pura melancolía: recordaba cuando los días de buen tiempo se llenaba el mar de Calbuco de velas blancas que venían de la cordillera lejana. En la escuela básica él se paraba en el asiento a ver esas naves, que como gaviotas venían trayendo leña, madera, papas y frutos exóticos del campo. Los hombres en sus cubiertas saltaban a tierra cansados, pasados a humo y maltratados: los viajes que hoy duran una hora a motor, a vela podían tardar días o semanas según el viento. La navegación era brutal y muchas veces trágica.

La Quenita había sido construida en 1960 y era la mejor lancha de todas: ganó 4 de seis regatas a Laguna San Rafael que se hicieron entre 1981 y 1986 patrocinadas por el Almirante José Toribio Merino para celebrar el 11 de septiembre a su modo. Mil millas. Un mes navegando.

Cuando mi amigo Quémil la encontró botada en la cordillera, hacia 1993, la Quenita estaba vieja y maltrecha. A punto de morir. Lo ayudé a repararla.

En esa época, 1993-1994 se veían todavía algunos chilotes navegantes: Eliseo Calbucura, Artemio Soto, Carlos Mautor, Gilberto Calbucura.

Un tiempo después apareció por Calbuco la primera embarcación construida por José Mautor: la Lily I.

Nos divisamos en el mar a lo lejos y, como en un combate naval, nos acercamos, nos pusimos a la cuadra y nos trabamos a competir quién llegaba primero adonde fuera.

Quémil, su hermano Yin y yo nos agitamos, arreando las velas, izando las drizas, poniéndonos a contrapeso. Poco a poco la Lily fue ganando en velocidad y llegó antes a Calbuco.

Cuando tocamos tierra supe que Carlos Mautor –el hermano mayor de don Pepe– era el archienemigo jurado del dueño anterior de la Quenita, Gilberto Calbucura. Siempre fueron rivales en las regatas a la Laguna San Rafael. ¡Esta era su venganza! los Mautor habían construido esa bella lancha pensando únicamente en ganarle a la Quenita.

Pocos años después, en 1997, mi amigo Quémil murió trágicamente en un incendio en la isla Quihua. Los bomberos no pudieron llegar y la casa se consumió hasta los cimientos y su alma se deshizo en una nube de humo.

Junto a sus hermanos y sus padres para combatir la tristeza decidí mantener la Quenita a flote. Siempre sin motor, navegando en las aguas de Calbuco por 15 años y como Quémil: sacando a pasear al calbucano que lo pidiera. Sin cobrar jamás un peso. "Era la mejor postal del pueblo", decía su padre. Aprendí a navegar en solitario.

No sabía entonces lo importante que era rescatar esas embarcaciones del olvido. Una vez se detuvo junto a nosotros un velero de acero que venía de cruzar el Cabo de Hornos, era el Apsara del Sur, timoneado por el franco-argentino Óscar Perales, que, además, colaboraba con el programa de televisión y museo náutico, Thalassa.  Saltó a la Quenita extasiado. Miraba las velas con la boca abierta. La bodega intacta. Las maderas de casi 50 años, moviéndonos en silencio, integrados a las olas.

Había recorrido casi todo el mundo y podía dar fe que las embarcaciones de trabajo a vela, habían desaparecido. Había visto –me dijo– en Brasil unos cuantos Saveiros restaurados dedicados al turismo en la bahía de Guanabara; en África unos dhow y en Vietnam y Hong Kong veleros sampanes con velas de junco. ¡Nada más, hasta que vio la Quenita!

El periodista Roberto Farías, autor de este reportaje, tuvo su propia embarcación chilota: la Quenita junto a su amigo Quémil (en la foto). Tras la muerte de este en un incendio, la conservó varios años, hasta dejarla morir en una playa de Calbuco por falta de recursos para mantenerla.

Otro investigador, Juan Antonio Garnham, escribió en 2004 el libro Lanchas chilotas: un patrimonio histórico y cultural de Chile y confirmaba lo mismo. El rescate comenzó en Calbuco.

Durante otros 12 años la Quenita navegó casi mes a mes en Calbuco y fue sin duda la lancha más fotografiada, pintada, dibujada, hecha agenda, calendarios, maquetas que yo conozca. Y de pronto, tras dos años malos, con enfermedad incluida hacia 2009, ya no tuve el presupuesto para repararla y terminó muriendo en la playa. La Quenita I murió a los 49 años.

Todavía conservo regalos, maquetas, pinturas, fotos, recuerdos y sobre todo amigos por montones de esas aventuras. Cada tanto sueño que navego. Y despierto en paz, sonriendo y hasta con lágrimas en los ojos.

*

–Me quedé pensando –le digo de pronto a Mautor mientras seguimos navegando por el Golfo de Ancud– en las embarcaciones que he conocido en estos años.

Casi paralelo a la Quenita otros no-chilotes se atrevieron a comprar otras lanchas chilotas. El chef Coco Pacheco se compró la Flor del Mar y la convirtió en un yatecito de paseo. La Lily II la compró el agricultor de la Zona Central, Andrés de Terán; la Esperanza, de Germán Martínez, un empresario cultivador de ostras y esquiador que antes tuvo la Alondra. Agustín Edwards, propietario de El Mercurio se mandó a construir El Trauco. Y hace poco Nicolás Ibáñez el ex dueño de Lider, se hizo la Kuyuf.

Las lanchas chilotas se convirtieron en moda. En refinado gusto de millonarios. Claro que son lanchas chilotas de lejos: tienen velas de yate, interior con baño, instalación eléctrica, radio, GPS y motores turbo.

Aunque también las hay feas: La Javy, un tosco barco con vela de apariencia chilota de un empresario gastronómico de Castro y El Brujo, otro engendro marino mandado a construir en Calbuco, por un cirujano de Viña que hasta le colocó dos ridículos cañones en la cubierta.

También conocí a la Luna; la Kuyulche; La Voladora; la Peregrina, del empresario Fernando Baviera en Puerto Montt. Todas dedicadas al turismo. Y la Catalina, también de Mautor, que compró la Municipalidad de Puerto Montt como lancha escuela.

Y, por último, la Lily III donde vamos navegando. La última lancha chilota que hizo José Mautor.

–Oiga Mautor, ¿y por qué a casi todas sus lanchas, les pone Lily?

–Por mi hija que está en Estados Unidos–, dice Mautor –mi hija mayor, Liliana.

Los chilotes le dicen la mar y las lanchas tienen nombres de mujer y punto.

Tener una chilota es caro. Construirla cuesta desde 20 millones o más según las terminaciones y comodidades. Y mantenerla en buen estado, un millón al año por lo bajo.

Pero navegarla es pesado y difícil. Se necesitan dos personas. Y es más parecido a timonear un galeón que a dar un paseo en un yate moderno. Pero, una vez que se domina, es como haber domado a un caballo. La lancha pasa a ser tu hermana, tu querida.

–Quizás ahí está el gusto –dice Mautor pensando en los millonarios que las mandan a hacer–. ¿Echarán de menos el olor a madera bruta, la incomodidad?

–"Así es mi compañera/La he tomado de entre los rostros pobres/Con su pureza de madera sin pintar…", le recito a Mautor los versos de Efraín Barquero y hace un salud con un largo trago de moscatel.

*

Cada tanto a alguna municipalidad, a algún aficionado o a algún organismo de cultura le da por revivir la tradición de las lanchas chilotas en un encuentro. En 2010, incluso, se llevaron varias lanchas chilotas en un barco de la Armada a participar en la regata del bicentenario en Valparaíso.

Ahora vamos de regreso después de 8 días en el mar tras una regata que reunió a varias de las lanchas chilotas que existen y que recorrió medio Chiloé, visitando Quemchi, Dalcahue, Mechuque, Castro, Rilán, Puqueldón y Chonchi.

Una verdadera maratón que empezaba todos los días a las siete de la mañana, navegábamos al pueblo siguiente, participábamos de una recepción municipal, hacíamos una regata y luego seguíamos navegando hasta la noche hacia otro punto en el mapa. Navegaciones de hasta 8 horas sin parar. ¡Agotador!

El casco de las veleras chilotas debe ser de madera de ciprés. La cubierta de alerce. Las cuadernas –las costillas de su panza– de coihues torcidos. El timón de luma. Y el resto de mañío macho. Un carpintero de ribera, como Mautor, mira los árboles y dice: "Aquí tengo una quilla. Acá el timón. Este es mi mástil".

Pero a esos encuentros pintorescos los propietarios más pudientes no van: no fue la lancha de Ibáñez, ni la de Edwards, ni varias otras. Coco Pacheco fue el único famosillo que llegó el primer día. Posó para mis fotos en el muelle de Quemchi con botas y poncho. Por ir whatsappeando al timón a los pocos minutos se estrelló con una roca que todos esquivamos y su lancha casi se desarma. Después la vi colgando de un barco y un trabajador sacando colchones y enseres como de una mediagua anegada.

En cada municipalidad en que nos detuvimos había una recepción y los Tesoros Humanos Vivos eran la atracción principal. "Damos la bienvenida a los dos tesoros humanos vivos", decía el animador en casi todos los actos. Al principio Artemio Soto y José Mautor subían al estrado y hasta daban sus pies de cueca. Pero Artemio, cual Mick Jagger, se perdía por ahí a empinar el codo como buen chilote y no reaparecía hasta que salíamos a navegar.

–Otro galvano más. ¡Ya no me caben más en la pared!

En efecto, su humilde casa en Mañihueico tiene media docena de fotos y diplomas. Hasta una con Bachelet.

Artemio tiene cataratas en los ojos y su visión se ha deteriorado. Pero cuando trabaja la madera con sus herramientas es como si viera con las manos.

El último día el mar lucía bravo, pero es justamente eso lo que uno busca para llegar pronto. A pesar que habían cerrado los puertos por temporal de viento, nos largamos igual.

–Yo sé, yo sé –le dije confiado a Mautor– viento en popa.

El último día, cuando no estoy al timón, me paseo en cubierta como un león enjaulado. Repaso las drizas, acorto la escota, vigilo el mástil roto. Enrollo las cuerdas.

Por fin después de casi 8 horas llegamos a Mañihueico. Las casas de Soto y Mautor comienzan a destacarse de entre las montañas. Un jardín limpio y ordenado, el otro lleno de cachureos.

Arrojamos el ancla, bajamos las velas y, con la velocidad que lleva, la lancha se desliza sobre la playa hasta quedar de costado.

Mautor salta a tierra y se pone de rodillas. Es creyente. Y agradece a su modo que la sacamos barata. Sus perros se le abalanzan encima y él los deja lamerle la calva y la cara.

Mick Jagger, en vez de llegar a su casa, se desvió en la noche a Dalcahue, a las cantinas y baruchos con colombianas que –él asegura– puede reconocer al tacto en la oscuridad.

Son las dos caras de los chilotes. Por eso en sus puertos hay siempre prostíbulos e iglesias: es la adrenalina del mar. Ocho días encerrado en esos pocos metros cuadrados, con la posibilidad de morir por un simple tropiezo, a merced de las olas y el viento. Saltan a tierra firme como lobos hambrientos: quieren comer, beber, hablar sin parar, hacer el amor, dormir y, de pronto, volver al mar. ·

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