Cuerpo, estereotipos y sexualidad: “Ansío el tacto que la vida me enseñó que por gorda no merezco”




“Recién empieza abril y ya bajé por tercera o cuarta vez en el año las mismas aplicaciones de citas de siempre. Aunque todas las veces obtengo el mismo resultado: nada. Y las vuelvo a borrar.

Es raro, crecí siendo una mujer gorda, y siempre he sentido que expresar mi deseo sexual es razón de vergüenza. Pero a pesar de eso, está ahí, como el de casi todos, aunque yo logro mantenerlo en silencio, porque me acostumbré a hacerlo, como si fuera un secreto innombrable. Esto especialmente en las noches, cuando todo está callado, de repente siento a mi cuerpo ansiar tacto, intimidad, ansiar contacto humano o incluso simplemente sexo. Pero ¿por qué aún sin comunicárselo a nadie siento vergüenza?

Escondo mi celular mientras uso las aplicaciones y espero que nadie sepa mi secreto a voces. Yo Rosy, la gorda de siempre, también soy un ser con deseo sexual, también quiero que me toquen, pero de pronto tengo recuerdos de secundaria, donde hasta mi mamá me decía que era peligroso que me gustara alguien porque nadie me iba a corresponder. Además, si yo no era del gusto de nadie, ¿cómo iba a gustarme alguien a mí? Y es que hasta ser el que le gustaba a la gorda, aunque no la correspondiera, era como ser insultado. ¿Por qué querría entonces hacerle daño a alguien por quien me sentía atraída? Mejor lo mantenía en silencio y así llevaba la fiesta en paz.

Así fue como subí mis barreras hasta el cielo. Aprendí que la posibilidad de estar con alguien mientras estuviera gorda era inalcanzable y por lo tanto era mejor no pensar en ella. Yo no lo noto, pero mis amigas dicen que pareciera que voy por el mundo con un letrero que dice: “Cuidado, no tocar”. Y siento tanto terror ante la mirada masculina, que no dudo que sea cierto. Los mensajes de la sociedad me han dicho tantas veces que es imposible recibir esa mirada desde un buen lugar, que cuando un hombre se me acerca, cuestiono sus intenciones, incluso cuando parece ser un poco más que amigable.

Las aplicaciones de citas parecían diferentes, creía que al menos con ellas contaría con la certeza de saber que quien me habla, sabe cómo me veo, y desde ahí acepta los términos del trato. “Está gorda y me gusta”. Pero no, cada vez que interactuaba con alguien, dudaba de las intenciones de esos hombres, al punto de preguntarme ¿merezco su interés?

Los hombres que me han dado más miedo, por mucho, son aquellos que se mostraron realmente interesados en concretar una cita. Leer que un hombre hable del tamaño de mis caderas y cómo quiere tocarlas, que alguien hable sobre el deseo que le genera mi cuerpo me lleva a las lágrimas. Nunca he podido saber si es porque ellos ven en mí una sensualidad que siempre se me ha negado, y eso me da pena, o porque en el fondo, más que tacto, más que simple contacto físico, lo que busco es intimidad. Y eso en realidad es lo que me duele de haberme negado tantos años: la posibilidad de dejar que alguien conozca la grandeza de mi cuerpo sin ropa, mientras le desnudo los miedos de mi alma.

Aunque tengo 33 años, los encuentros sexuales de mi vida no son más de cinco, y todos tienen algo en común: no los pensé mucho. Nacieron de un arranque de locura, con una persona que no conocía, porque aun cuando lo que deseo es tener algo más profundo que solo sexo –busco un espacio de intimidad–, pareciera que solo estoy dispuesta a lo primero. ¿Se imaginan el terror de que alguien sepa que lo dejaste tocarte aunque toda la vida te dijeron que ese cuerpo no se toca, que ese cuerpo no es merecedor de placer? Es muy contradictorio desear y al mismo tiempo sentir miedo.

A veces vuelvo a bajar estas aplicaciones de citas en los momentos en los que mi cuerpo no puede más y se rebela, y a través de mi subconsciente pide a gritos ese contacto, pide igualdad. Mi subconsciente sí recuerda que merezco placer, gozo; él sí recuerda que transita este mundo en un cuerpo y que ese cuerpo merece disfrutar también desde lo sexual, no importa cuantas veces se me haya dicho lo contrario; él a veces ve una ventana de oportunidad cuando estoy sola y con las barreras bajas, e intenta a gritos decirme, ‘Rosy, lo mereces, lo quieres y lo ansias porque te hace falta’. Y ahí sigo yo, intentando hacerle caso”.

Rosy Perez es mexicana, tiene 33 años, y es licenciada en derecho con maestría en derechos humanos.

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