Dejar para mañana lo que puedes hacer hoy: ¿Por qué procrastinamos?




Hace un mes la autora y ex editora del medio estadounidense City Pages, Emily Cassel, le preguntó a sus seguidores en Twitter cuáles eran algunas de las tareas o acciones que habían postergado durante meses y que finalmente, cuando estuvieron dispuestos a hacerlas, se dieron cuenta que no les habían tomado más de 15 minutos. Explicó que su búsqueda era para escribir un artículo, pero también para corroborar que no era la única que pasaba sus días evadiendo su cada vez más larga lista de pendientes cotidianos.

Lo que se evidenció en las más de 100 respuestas que recibió, fue que evitar los deberes que en realidad podríamos completar en poco tiempo, es mucho más común de lo que pensamos. Y pese a que a ratos nos sintamos únicos en eso, o como si se tratara de una dificultad individual, el tedio que sentimos al tener que enfrentar esa tarea postergada –que con el tiempo se vuelve más inabordable en nuestra mente– es una sensación compartida por muchos. “He estado pagando más de lo que debería por mi plan de celular solo por no querer llamar a la compañía y solucionarlo”, fue una de las respuestas. “Hace unos días me detuvieron por manejar con mi licencia vencida. El papeleo para renovarla ha estado en mi habitación desde marzo del año pasado”, fue otra. “Si se trata de algo que no manejo bien, me vuelvo más evasivo. Y cuanto más ‘oficial’ parece ser ese trámite, más ansiedad me genera y menos lo puedo enfrentar”, fue una tercera.

Actividades postergadas hay millones, pero lo que parecían compartir todas estas respuestas era que la procrastinación, entendida como el acto de posponer acciones y sustituirlas por otras menos relevantes y más placenteras o agradables a corto plazo, es pan de cada día. Una última respuesta, de hecho, planteaba: “Hago esto a diario. No conozco otra manera de existir”.

¿Pero por qué, si muchas veces se trata de acciones sin mayor complejidad, las ponemos de lado durante tanto tiempo, a tal punto de transformarlas en acciones mucho más inabordables de lo que realmente son? ¿Por qué sentimos un rechazo profundo –tanto físico como mental– frente a la idea de completar esas tareas? Y por último, ¿cómo lo hacemos para que no se vuelvan agobiantes?

En su artículo publicado en el medio estadounidense Vice, Emily Cassel resuelve finalmente que más que la organización del tiempo, la procrastinación tiene que ver con la administración de nuestro estado anímico y nuestras emociones. Por ende, racionalizarla –o, por ejemplo, dividir esa tarea postergada en subtareas para ir completándolas de a poco– no es la solución permanente, aunque pueda ser una solución parche.

Porque, en definitiva, el postergar una tarea que no queremos hacer –o que creemos que no podemos hacer–, se vuelve un mecanismo de evasión que nos ayuda a tramitar lo que sentimos en torno a esa tarea. “¿Cómo manejo los sentimientos incómodos que me genera ese papeleo que tengo que hacer? ¡Ya sé! Poniéndolo de lado y sintiéndome mejor de manera inmediata. Así, terminamos gestionando nuestro ánimo a través de la procrastinación”, relata en el artículo.

Y es que, como explica la psicóloga clínica UC especializada en técnicas de FotoTerapia, Joanna Galimany –quien se ha dedicado a hacer talleres sobre las dificultades que pueden aparecer en los procesos creativos y productivos–, la procrastinación es una manera de regular las emociones que uno puede estar teniendo en momentos determinados de la vida. No tiene que ver, por tanto, únicamente con una precaria gestión del tiempo. “Hay un no querer hacer, entonces nos damos varias vueltas antes de hacer la tarea, para no enfrentarla de manera directa. O bien perdemos el tiempo haciendo otra cosa así no queda tiempo para hacer lo que hay que hacer. En ese sentido, se trata de una evasión, y de poner otras actividades que ofrecen una recompensa inmediata a modo de refugio y protección, para no enfrentar ese otro deber que realmente no queremos enfrentar”, explica. “Y es que en el no querer hacer aparece el mundo emocional, los recuerdos, o las sensaciones que nos suscita esa tarea. Todo eso participa en la decisión de si nos damos tres o cuatro vueltas antes de hacerla o si de frentón procrastinamos hasta no ejecutarla nunca”.

Esto puede darse con actividades chicas y cotidianas, así como también con otras más grandes. Pero, generalmente, el no hacer las chicas, da cuenta de una dificultad por enfrentar algo más grande. Es decir, ambas están encadenadas porque si no hacemos una, es poco probable que podamos lograr la otra. “Frente a cosas simples o aparentemente simples, puede haber un problema de antemano con aceptarlas; quizás porque no nos generan gratificación o placer o porque nos den lata o nos aburran. O no las queramos hacer por miedo a que nos salgan mal y nos juzguen. Por otra parte, cumplir con las actividades más grandes o más demorosas, como no tienen el factor de recompensa inmediata, sino que a mediano a largo plazo, pueden ser menos atractivas. Quizás por nuestro estado de ánimo de ese momento no estamos para postergar lo placentero y queremos la recompensa inmediata. El problema ahí es que sentimos culpa por no estar haciendo lo que deberíamos estar haciendo y entramos en una espiral”, explica la especialista.

De hecho, como explica Galimany, la procrastinación suele aparecer en los proyectos personales que no tienen plazo o que dependen netamente de uno; sean cambiar de estilo de vida, independizarse, hacer la tesis, escribir un libro o retomar un pasatiempo. Porque en torno a un proyecto propio que uno quiere hacer y que nos puede beneficiar, surgen las emociones y fantasías respecto a lo que podría pasar si es que resulta o no. ¿Qué pasa si fracasamos? ¿Qué pasa si resulta? ¿Vamos a tener que asumir más responsabilidades? ¿Cómo seremos vistos?

Todos escenarios adelantados y fantasiosos en los que hay altos componentes de idealización y mayor auto exigencia, y eso puede ser poco aterrizado. “Nos volvemos más auto exigentes porque nos empezamos a pedir demasiado y nos frustramos antes de empezar. Y si nuestro estado de ánimo no está sintonizado con eso, va servir para inhabilitarnos y no vamos a lograr hacer ese proyecto, porque ya nos hicimos la idea de que es muy difícil”, sostiene.

La coach neuro-ontológica Paulina Manzur (@paulimanzur) explica que dado que nos hemos acostumbrado a la recompensa inmediata –estamos inmersos en el mundo de la inmediatez, de las redes sociales, el shot de dopamina y serotonina–, cuando se nos presentan tareas que creemos que son difíciles o que no se ajustan a la lógica de lo rápido y desechable y por ende a primeras son más desagradables, tendemos a hacer otra cosa que sí nos de ese impulso a corto plazo. Y pone como ejemplo: “Tenemos que hacer una presentación para mañana y nos da terror que no salga bien, que nos cuestionen o invaliden –todas variables que nos detienen–, entonces decidimos ir a limpiar los condimentos de la cocina que no hemos limpiado en años. Es una tarea que igualmente teníamos que hacer, pero que nos da una primera satisfacción visual, no nos es tan difícil, y cuando llegue alguien probablemente lo va notar y nos va felicitar. Pero más que eso, al hacerlo logramos postergar lo otro”.

Así mismo, la psicóloga de la Universidad de Chile y miembro del Instituto Chileno de Terapia Familiar, Patricia González, postula que la procrastinación no se puede descontextualizar: vivimos en una sociedad exitista centrada en el trabajo y en el rendimiento, y en la que el valor de las personas está determinado, en gran medida, por la capacidad productiva. Es por eso que si bien se la suele definir como algo totalmente individual, no lo es. Y tampoco es lo mismo que la flojera, porque el que procrastina sí hace, solo que hay cosas que no logra hacer o dilata. Cosas que no le gustan tanto o que generan displacer.

En esto, según explica la especialista, también influye el estado de ánimo; si uno está mayormente depresivo, ansioso o angustiado, lo displacentero es lo que más va a postergar. “Es imposible no pensar en que somos personas súper exigidas que tenemos mil tareas a diario. Los que estudian tienen pruebas y tienen que ser los mejores, porque de eso depende que vayan a la universidad. Y así con todas las etapas de la vida. Estamos cansados y aunque a veces se trate de una escasa administración del tiempo, a veces realmente no lo tenemos”, explica.

“Además, estamos programados para huir de lo que nos genera temor o displacer. Así como estamos programados para buscar el placer, entre otras cosas. Y ahí hay personas que tienen mucho menos desarrollada la capacidad de postergar la gratificación inmediata y desde ahí poder procrastinar menos (porque todos procrastinan en cierta medida). Hay personas que son más impulsivas o personas con déficit atencional que no pueden concentrarse en tareas que les son aburridas. Hay personas que pasan por una etapa más depresivas también, y ahí les va costar más acercarse a esa tarea. Y hay personas más evitativas en general”. Pero por sobre todo, como sigue la especialista, las personas somos cíclicas y hay muchos factores externos que influyen.

Por último, como explica Joanna Galimany, no hay que olvidar que estamos en una cultura en la que se castiga lo negativo, pero no se premia lo que se hace mejor. Se parte de la base que el trabajador no va a hacer las cosas a menos que se las exijan, pero no hay una recompensa por hacerlas bien, entonces ciertas cosas se relativizan o se dejan de hacer. Como explica Emily Cassel en su artículo, no vivimos en una sociedad que nos aliente a hacer las cosas temprano. Y cuando internalizamos el mensaje de que no tiene sentido llegar temprano, no lo hacemos.

Por eso, como sugiere Galimany, algunas estrategias a considerar pueden ser establecer tareas realistas, chicas y que no agobien. No hay que no hacer nada pero tampoco hay que sobre exigirse. “Yo sugeriría, además, enfrentarse a sí mismo y preguntarse qué pasa que no estamos logrando hacer esto; qué representa para mí; y cuáles son las fantasías que le estoy atribuyendo”. Para eso, la especialista sugiere un ejercicio basado en una técnica que se llama Fotoproyectiva, que consiste en pedirle a un cercano (es mejor que lo haga otra persona, pero lo puede hacer uno mismo) que seleccione una cantidad de fotografías, imágenes o recortes de revistas y diarios, y las deje desparramadas en una mesa. Ahí nosotros podemos ir proponiendo temas que nos dificultan, como por ejemplo esa tesis que no hemos logrado cerrar. La idea es preguntar por qué nos está costando hacerla, mirar las imágenes y sin pensarlo tanto elegir una o dos. En base a esa selección casi espontánea, se puede ir dilucidando las emociones asociadas a la dificultad, y entender cuál es su origen. Todo lo que se nos venga a la mente se puede ir anotando. “Este es un ejercicio exploratorio que permite que frente a la pregunta surjan los recuerdos asociados a esa tarea y así poder ir viendo cuáles son los miedos, las inseguridades o a qué se debe la dificultad por realizarla”.

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