Paula

El duelo por la muerte en vida: “Busqué una señal que me mostrara que seguía aquí, pero entendí que no va a volver"

Senior man wearing a tartan shirt in profile shot rawpixel.com / McKinsey

El 18 de abril de 2013 la vida de mi viejo y la de toda mi familia cambió para siempre. Él era un hombre fuerte, independiente. Mi motor. Nos reíamos mucho porque era divertido. En su casa siempre había invitados, las personas lo escuchaban hablar y lo adoraban. Era alto y con una voz fuerte. Le gustaba tomar, relajarse, reírse. Lo recuerdo con un puro en una mano y un whisky en la otra, porque tenía la capacidad de sólo disfrutar el momento. Además, era amante de la naturaleza, adoraba su campo y sus animales. Pero ese día, en una de sus típicas salidas a caballo, se cayó. El golpe fue en su cabeza.

Justo dos meses antes, yo me había casado y estaba en una tienda con mi cuñada eligiendo tapices para mi departamento nuevo cuando nos llamó mi hermano para contarnos del accidente. Corrimos a la urgencia donde lo habían llevado. Lo que vino después fue terrible. Estuvo mucho tiempo en la clínica, tiempo en el que nadie nos podía asegurar nada, porque con un golpe en la cabeza no se sabe si la hemorragia puede seguir matando neuronas. Todo es incierto. El tiempo internado se transformó en una espera eterna por la angustia de no saber cuándo ni cómo iba a despertar.

Hasta que un día despertó, pero lo hizo con otra mirada. Y aunque de a poco comenzó a hablar, cuando lo hacía contaba historias del pasado como si las estuviera viviendo. Entre medio de esas paredes blancas de la clínica recuerdo haber estado sentada al lado de él y pensar lo increíble que es la mente. Me impresionaba ver cómo alguien puede ver una escena que no está ocurriendo. Porque eso hacía, revivía escenas una y otra vez. A veces incluso era tragicómico, porque nos contaba historias que nos daban risa, pero que también nos hacían llorar. Esas mismas historias nos hacían ver que él ya no estaba. Que su presente ya no existía.

Aunque ha sido duro verlo así, me es imposible no agradecer que mi papá haya podido volver a caminar y conversar, a pesar de que nunca volvió a ser el de antes, ese hombre grande y fuerte que me protegía y me guiaba pasó a necesitarme a mí y a toda mi familia. El que nos mantenía unidos, el que nos hacía reír, el que nos cuidaba tanto, un día se vistió de niño y nos cambió la vida a todos.

Ha sido complejo no poder contar con él, porque fue fundamental en mi vida. No digo que haya sido el papá perfecto, todo lo contrario, probablemente tenía más defectos que virtudes, pero siempre lo adoré y lo necesité. Era difícil para mí tomar decisiones importantes sin su opinión. Siempre sentí que teníamos una conexión especial y esa es la razón por la que, cuando salió de la clínica, tuve la esperanza de que se recuperara. Busqué constantemente una señal que me mostrara que seguía siendo él, pero luego entendí que él nunca más va a volver. Y ahí comenzó el duelo. Un duelo muy difícil, porque esa persona que a la que amas te mira, te sonríe, le puedes dar la mano y un abrazo, pero ya no está. Es otro. Y eso también duele. Duele buscarlo y no encontrarlo.

Y es que cuando un ser querido tiene un accidente de estas características o una enfermedad que le produce un grave deterioro neurológico se produce algo que a veces se percibe como una situación más cruel que la pérdida de la vida, y es la posibilidad de una muerte en vida. He sentido miedo por la fragilidad de la vida, porque mi papá se levantó una mañana como cualquiera y esa tarde ya nunca más fue el mismo. Y eso me hizo entender que uno aprende a golpes.

Cuando conocí a mi marido, siempre hablamos de vivir fuera de Santiago, pero por mucho que quería, no podía. Algo me arrastraba a estar cerca de mi viejo. Cuando tuvo el accidente algo cambió en mí. Después de un año, me fui a vivir a Puerto Varas, y cuatro años después terminé viviendo en Hong Kong. Y aquí estoy, al otro lado del mundo, lejos de mi papá como nunca antes me imaginé.

Creo que vivir el duelo me permitió soltarlo. Logré darme cuenta de que la vida tiene un curso y que yo no puedo impedirlo. Aprendí a dejar de tener tantos miedos, porque al final nos atan y no nos dejan avanzar. Aprender a soltar y confiar se han convertido en un mantra en mi vida. Porque no tenemos control sobre nada.

Echo de menos a mi viejo todos los días de mi vida. Han pasado siete años desde la última vez que hablamos por teléfono, que fue el día antes de que se cayera. En este tiempo he tenido que tomar decisiones confiando en mí misma, sin poder preguntarle a él. A veces pienso que si pudiéramos conversar sólo por un día le preguntaría qué opina de sus nietas, qué piensa de mi vida y mis decisiones. Y también cómo podría hacerlo feliz”.

Rebeca Herrera tiene 35 años y es ilustradora y peluquera.

Más sobre:Sociedad

COMENTARIOS

Para comentar este artículo debes ser suscriptor.

La cobertura más completa de las elecciones 🗳️

Plan digital $990/mes por 5 meses SUSCRÍBETE