En busca de mi perro: “Aprendí a luchar por mis seres queridos sin importar los obstáculos”




“Me fui a vivir a Tierra del Fuego hace dos años en búsqueda de oportunidades laborales. Al principio fue duro porque estaba sola, en una ciudad extraña y con muchas inseguridades. Partí una vida de cero, solo con las ganas y ahorros que tenía guardados para casos de emergencia. Apenas llegué, postulé a un trabajo y quedé seleccionada. Por un lado, estaba contenta porque significó tener ingresos para mantener un hogar, pero algo me faltaba; me detuve a pensar cómo estaba viviendo esta etapa de mi vida y mis días se reducían solamente a trabajar. Extrañaba la sensación de compartir mi tiempo con alguien.

Un martes al mediodía, vi un aviso de adopción de un perro. Pensé que sería una buena idea darle una mejor vida a ese pequeño cachorro y de paso sentirme acompañada. Lo bauticé Barbudo, porque es de raza ovejera y su poblado pelaje no deja indiferente a nadie. Al comienzo, tuvimos complicaciones con el veterinario, porque acá es difícil encontrar uno de cabecera y el Barbudo no estaba acostumbrado a ver médicos. El proceso de adaptación tardó varios meses, le tenía un miedo fatal a las agujas o inyecciones pero venció este temor con mucho esfuerzo.

Siempre he creído que el perro, más que ser una simple mascota, es la compañía que se elige. En este caso, mi perro es el compañero que yo elegí para formar un equipo; es quien me acompaña a la hora del té y en toda aventura. En las tardes, vamos a correr con los flamencos y le encanta perseguirlos y asustarlos. Desde que está conmigo, su energía me devolvió las ganas de empezar un nuevo día. Y es que sus locas travesuras de romper mis calcetines y escaparse en las tardes donde los vecinos, fueron solo un indicio de que algo iba a pasar.

Una tarde muy ventosa llegué del trabajo como de costumbre y me extrañó ver que al entrar, el portón trasero estaba abierto de par en par y que mi perro no me recibiera moviendo su cola o pidiendo comida. Lo llamé por su nombre a todo pulmón, pero no aparecía. Pensé que quizás se había ido donde la vecina, pero ella me dijo que no lo veía desde ayer.

Intenté mantener la calma y pensar rápido sin desesperarme. Llamé a mi amiga de confianza, le avisé a mi vecinos y publiqué en redes sociales que lo buscaba ofreciendo recompensa. Y no dudé en dejar mis pies en la calle para encontrarlo. Hubo una señal que encendió mi alarma de protegerlo a toda costa; y es que en Magallanes la raza del Barbudo sirve para trabajar con animales y es muy cotizada, si lo encontraban por ahí probablemente habría sido un perro de trabajo agrícola.

Con el sexto sentido que nos caracteriza a las mujeres, sabía que estaba cerca y que estaba vivo, entonces fui a buscar mi auto y pregunté en todos los poblados cercanos si lo habían visto, pero pasaban los días y no aparecía. Mis cercanos me dijeron que tuviese paciencia; recuerdo que en el camino un señor de unos 60 años me dijo: “Hija, yo a tu edad daba la vida por mi familia, pero no lo vas a encontrar, probablemente murió de frío el pobre”. Frases como esta se repetían, pero alentaban aun más mi búsqueda. Fueron largas tardes, comiendo sándwiches y lo que encontraba al paso, porque si descansaba un minuto, lo perdía.

Yo estaba cansada y mis piernas estaban acalambradas por dormir en el auto, pero me motivaba pensando que el cansancio era pasajero y todo era por un bien mayor. En realidad, estaba consternada, no podía creer la idea de perderlo. Cuando de pronto escuché una canción de los Eagles en la radio que me recordó las noches de verano de mi infancia y me hizo click qué tenía que ir a una estancia que estaba a un par de kilómetros. Acá en el sur, estos lugares son ocupaciones ovejeras que parecen unas casas antiguas, donde albergan animales, entre ellos ovejas, corderos y perros para trabajo agrícola.

Debo admitir que me asusté porque están en medio de la pampa argentina y no hay pobladores cerca, pero necesitaba salir de la duda o al menos intentarlo. Por curiosidad y esa corazonada que tenía hace días, fui confiada en que estaba allí y hablé con la dueña, doña María. Le conté que mi perro había desaparecido hace una semana y le describí su contextura física y nombre. La mujer un tanto perpleja y moviendo la mandíbula hacia la izquierda mientras masticaba una uva me dijo: “Ahí está, un auto gris lo trajo ayer en la noche y no alcancé a hablar con ellos. Pensaba dejarlo ir a su suerte o matarlo, porque no me sirve para el trabajo en la estancia, ahora lléveselo y tenga cuidado”. La frialdad de la mujer me dejó helada, si me hubiese demorado un minuto más, no alcanzaba a contarlo dos veces.

Reconozco que el episodio fue una cumbre de emociones, mi corazón latió a mil por hora al verlo, no aguantaba la felicidad de tenerlo de nuevo conmigo. Pero a la vez, quedó esa preocupación de no dejarlo nunca más solo. Mi perro me enseñó una lección que es la de luchar por tus seres queridos sin importar los obstáculos. La sensación de encontrarlo fue lo más reconfortante que puedo haber sentido el último tiempo”.

Verónica Bañados (23).

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