‘Gaslighting’ en salud mental: cuando nos tratan de locas, histéricas o paranoicas




Hace unas semanas la psicóloga y autora de Querida Violeta (2021), Nerea de Ugarte, compartió en sus redes sociales –resguardando la confidencialidad requerida– el testimonio de una de sus pacientas. La historia es la siguiente: había vivido una relación de violencia física, sexual, económica y psicológica durante un año y medio. Al terminar, según le contaba a su terapeuta, todo le daba miedo y no podía caminar tranquila sin mirar hacia atrás. Frente a la pregunta de Nerea si él había vuelto a aparecer en ese tiempo, respondió que solía pararse afuera de su preuniversitario y que por lo mismo ella tuvo que dejar de ir. Además, le mandó un mensaje que decía ‘no sé qué te haría si te viera’. Ella empezó entonces a sufrir de ansiedad, angustia, crisis de pánico y autolesiones, hasta que finalmente fue internada en una clínica psiquiátrica por intento de suicidio. Su tratamiento farmacológico en ese entonces incluyó 75 miligramos de Venlafaxina, 5 miligramos de Rize dos veces al día, Quetiapina y Zolpidem, y en las indicaciones, sus psiquiatras tratantes especificaron: ‘Trabajar la paranoia’.

Es ese el punto en el que enfatizó la psicóloga feminista. No se trata de una experiencia en particular, como explica, porque ese relato podría haber sido de cualquiera. De muchas. Quizás, de todas. “Esto no es paranoia, es supervivencia. Toda la sintomatología es una consecuencia, no es el origen. El origen no es otro que crecer siendo mujer”, precisó en la publicación luego de exponer la historia. “Transmito rabia porque esto es lo que escucho en mi consulta cuatro veces al día; mujeres que perdieron las ganas de vivir porque otro se las quitó, y ese otro está viviendo tranquilamente”, siguió. “Vivir así, de internación en internación, de fármaco en fármaco, de terapia en terapia, de pensar cómo morir sin dolor cada día, no es vivir. Esto también es urgente. Dejó de ir al preuniversitario, por miedo”.

Y es que, como grafica claramente en su publicación, el abuso de poder –que en tiempos de feminismo hemos aprendido a identificar y visibilizar– no se limita únicamente al ámbito privado. Hay ciertos terrenos, rubros y disciplinas que han reforzado estas asimetrías, reproduciendo y poniendo en práctica una violencia de género cada vez más sistemática. Históricamente, la medicina y la salud mental han sido de esos rubros en los que se ha ejercido una lógica de violencia. Y es porque, como explica la socióloga de Corporación Humanas, Pía Guerra, la apertura de mujeres en esos campos es muy reciente. Por eso, como señala, es importante ejercerla con perspectiva de género. Porque de lo contrario, se incurre en un ‘gaslighting’ –concepto de la psicología que se refiere a una forma de manipulación de la percepción de la realidad del otro, que se aplica mucho en situaciones de abuso entre parejas– institucional.

Como explica Lorena Astudillo, vocera de la Red Chilena Contra la Violencia hacia las Mujeres, mucho se ha hablado de la manipulación masculina de hacer sentir a las mujeres que están locas o que imaginan cosas, sin embargo es poco lo que se ha dicho respecto a cuánto ha contribuido la institucionalidad a esto. “Desde la salud mental se tiende a patologizar síntomas y a plantear falsas creencias de que por el solo hecho de ser mujeres tenemos cierta sintomatología más acentuada. En vez de analizar el motivo de por qué reaccionamos así. Se acusa de paranoica o histérica a una mujer sin considerar que cualquier persona que esté siendo amenazada y acosada tiene miedo y angustia”, explica. “En ese sentido hay un desconocimiento, o más bien una negación, por parte de la institucionalidad a reconocer la violencia que vivimos las mujeres. Se nos culpa a nosotras y se nos enferma, responsabilizándonos de lo que nos pasa”.

Eso, en gran parte, tiene que ver con que a lo largo de la historia nuestros relatos han sido puestos a la deriva e invisibilizados. La filósofa británica Miranda Fricker plantea en su libro Epistemic Injustice: Power and Ethics of Knowing (2007) que no todos tienen el mismo acceso al proceso de construcción del conocimiento. Se trata de una injusticia epistémica que se produce cuando se anula por completo la capacidad de un sujeto de transmitir sus propios conocimientos y dar sentido a sus experiencias. Esto, a su vez, se logra mediante la injusticia testimonial –es decir, darle espacio y validar algunas historias y experiencias personales por sobre otras– y la injusticia hermenéutica, que implica que algunas personas no cuenten con los recursos de interpretación necesarios para dar a entender sus propias experiencias.

Así, a lo largo de la historia, son solo algunos los que han contado con la plataforma y validación social para compartir sus testimonios. Una gran parte de la población –en particular las mujeres y los pueblos originarios– no han tenido esa misma oportunidad, y por lo mismo han sido invisibilizados y relegados a un único espacio. En ese sentido, los relatos femeninos no han sido tomados en cuenta como sí lo han sido los relatos del hombre blanco. Y por eso, cuando una mujer habla, su palabra siempre es mayormente cuestionada.

Esa idea, como explica Pía Guerra, ha sido reforzada por ciertas disciplinas. “Históricamente, la psicología clínica tradicional ha estado al servicio del Estado para reproducir sus prácticas. De hecho, los Estados siempre se han valido de las herramientas que tiene la psicología para poder controlar las masas o para poder generar, como decía Naomi Klein, el shock. Pero también para reproducir las pautas que al orden o al ‘establishment’ más le convienen, y así mantener el estatus quo”, explica. “En este caso, diagnosticar que hay que trabajar la paranoia implica reforzar la idea de que la culpa y la responsabilidad es de ella, y no de la violencia estructural que sufrimos las mujeres. Esto se da particularmente en sistemas neoliberales, en los que toda la responsabilidad de lo que ocurre dentro de ese mismo sistema tiene que ver con las acciones individuales del sujeto. Pero la violencia no es privada, es una problemática pública y social”.

Como explica Nerea de Ugarte, cuando entendemos que la cancha está mal repartida y que las vivencias entre hombres y mujeres han sido desiguales, se vuelve fundamental pensar la salud desde ese lugar. “No podemos descontextualizar o abducir a un ser humano de su contexto sociocultural, porque esa realidad en la que está inserto atraviesa sus experiencias, emociones, conductas y lo que le ocurre. Cuando individualizamos la experiencia, se la privatiza y eso mantiene el estatus quo”, explica. “La gran problemática que tenemos respecto a los profesionales de la salud es que no toman en consideración esa desigualdad estructural y sistémica en la que vivimos las mujeres; no ven lo que significa ser mujer; y por lo tanto patologizan experiencias que no son patológicas”. De ahí que se nos trata de locas, histéricas o paranoicas.

Hay mujeres, como explica la especialista, que dejan de circular, se cambian de domicilio o ciudad y dejan de lado sus vidas como la conocían porque no hay un sistema que las proteja. “Por lo tanto, tenemos que protegernos como sea y eso muchas veces significa dejar nuestra vida de lado con el fin de estar alertas y de sobrevivir. No se puede entonces decir que hay que trabajar la paranoia, porque eso lleva a que las mujeres se sientan culpables y avergonzadas de las experiencias que viven. Hay que tomar en cuenta el contexto”, explica. “Por eso cuando hago clases, postulo esta pregunta; ‘si la construcción social de ser mujer conlleva una realidad completamente diferente de habitar la sociedad, ¿podemos obviar esas diferencias estructurales en la práctica clínica?’ Es imposible”.

Nerea explica que dentro del ‘gaslighting’ institucional desde la salud mental entran prácticas como invisibilizar o justificar las experiencias de abuso o maltrato por el solo hecho de ser ejercidas dentro de una relación de pareja; cuestionar el trabajo de una mujer –si es bailarina erótica o trabaja en un café con piernas, por ejemplo, se pone en duda su relato; cuestionar lo que llevaba puesto cuando ocurrieron los hechos; recurrir a la cantidad de alcohol o drogas para razonar un acoso, abuso o violación; cuestionar o relativizar la orientación sexual; culpar o responsabilizar a las madres por los cuadros clínicos de sus hijos; o, por ejemplo, postular que una infidelidad puede tener que ver con el no cumplimiento del rol de esposa. “Esto último lo he escuchado en muchas pacientes, o que les fueron infieles porque ellas se dejaron estar como mujeres”.

Y la principal consecuencia de una salud mental sin perspectiva de género, que no internaliza la desigualdad existente y que no considera la arista interseccional, es que la mujer sienta vergüenza de su propia historia. “Se vuelve una historia capturada por la privatización del dolor psíquico y también alejada de la posibilidad de hacerla colectiva. Esa es la consecuencia. Si se colectivizara, la industria de la salud mental se cae a pedazos”, señala Nerea. “Porque es precisamente la vergüenza la que mantiene la salud mental en lo privado. El no poder socializarla y que esa misma vergüenza sea obviada desde el terapeuta, lleva a que se siga perpetuando. Pero cuando le muestras a esa pacienta que lo que ella vive le pasa a otras y no es su culpa sino que tiene que ver con la construcción sociocultural a la que pertenece como mujer, eso genera alivio, pertenencia y, en muchos casos, pasa a ser una causa social”.

Porque aunque nos quieran hacer creer que se trata de algo particular, lo que le pasa a esa pacienta no es un caso aislado. Y lo que hay es una falta de protección hacia la mujer que denuncia, que busca ayuda y que finalmente tiene que encontrar la manera de sobrevivir. “Se naturaliza que solo es válido sentirse mal cuando estás dentro de una relación violenta. Si te sales, te tienes que olvidar y no puedes tener secuelas de ese hecho tan traumático”, explica Pía Guerra.

Es la misma negación que ocurre con los suicidios femicidas; estas son mujeres que se suicidan para escapar del acoso y la violencia permanente que ejercen sus parejas, o de la impunidad frente a la violencia vivida. Y como explica Lorena Astudillo, esos suicidios se los termina asociando a una depresión. “No es depresión, esa mujer estaba viviendo una violencia y no contó con protección. Lo que hay ahí es una violencia ejercida por el agresor pero también por las instituciones”.

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