La enfermera de mi padre: “En estos años en los que me he postergado, ella es la única que entiende mi dolor”




“Yo tenía 15 años cuando al fin entendí que mi papá era adicto al alcohol y a las drogas. Antes de eso lo intuía y veía que sus actitudes eran distintas a las de los demás papás, pero parte de mí lo justificaba y negaba que su situación fuera grave. Fue, de hecho, cuando llegó a la casa una noche en auto y casi atropelló a mi mamá –que estaba en la entrada recogiendo el diario– que tuve que asumir a la fuerza que ya no había justificación.

Ese día fue infernal. Mi hermano mayor y yo llamamos a una tía para que viniera a buscar a mi mamá, la llevamos a la clínica y mi papá, sintiendo culpa y vergüenza –él mismo se daba cuenta que había transgredido un límite del cual pocas veces hay vuelta atrás– se la pasó pidiendo perdón durante todo el camino. Quise creer que lo decía en serio. Pero al poco tiempo, y agradezco haber aprendido esa lección temprano, supe que para un adicto, el perdón no significa mucho. Sé también que ese día él genuinamente se sintió mal, probablemente incluso hizo un plan en su cabeza para dejar las drogas y recuperar su vida; no había forma que ese acontecimiento no lo hubiera afectado. Pero su adicción fue más fuerte, y a los pocos días, con mi mamá ya recuperada, lo volvimos a ver tirado en la calle.

Desde entonces, su adicción fue empeorando y fue la causal, finalmente, de accidentes cardiovasculares que hicieron que, de a poco y de manera gradual, perdiera ciertas capacidades cognitivas y físicas, dejándolo en un estado de casi nula autovalencia. En estos años he tenido que bañarlo, vestirlo, ir a comprar sus medicamentos, prepararle la comida y verlo a él reducido a estados en los que uno nunca quisiera ver al propio padre.

Eso fue hace ya más de 25 años. Entre medio mi mamá Graciela falleció el 15 de enero del 2016 y yo asumí el cuidado completo de mi papá. Desde entonces no ha habido un día en el que me he permitido dormir más de la cuenta; no salgo de noche; he tenido relaciones de pareja cortas y esporádicas porque nunca logro del todo desapegarme de esta realidad y, los que han querido asumirla como propia y compartir esta carga conmigo, no duran más de cierto tiempo.

Y es que estar a cargo del cuidado de alguien es de las tareas más duras y extenuantes que existen. Y las cuidadoras estamos solas. Todos mis trabajos han sido temporales, para poder estar la mayor parte del tiempo en casa y ni hablar de viajar. Siento que he perdido gran parte de mi vida en esto, pero a su vez, si decidiera irme –muchas veces lo he pensado y las ganas de arrancar y no verlo nunca más son inmensas– me carcomería la culpa. Porque al final, se trata de esa disyuntiva; si me voy, soy la que lo abandonó, y eso que nadie se lo cuestionaría a mi hermano, por ejemplo, que no hace más que pasar una o dos veces a la semana. Pero al quedarme, asumo que mi vida es esto.

En este contexto, hace ya dos años, apareció Mariela, la enfermera que viene tres veces a la semana a ayudarme y a pasar un tiempo con mi papá. A estas alturas diría que más que con mi papá, viene a estar conmigo.

A Mariela la conocí siendo ya adulta, con pocas referencias, y sin saber mucho de ella ni ella de mí tampoco, más allá del historial de mi padre. Probablemente, de no haber sido por la situación de cuidado, nunca nos hubiésemos conocido. Y a veces lo pienso y me río, con una risa amarga; el cuidado recae únicamente en las mujeres, eso lo sabemos. Y en este contexto precarizado y de desamparo, de dos mujeres dedicadas al cuidado de un hombre, surgió una complicidad única y un vínculo hermoso.

Es ella, a la fecha, la única que sabe lo que he sentido estos años y lo que ha sido mi vida cuidando a mi padre. Es una faceta mía que por más que se acapare de casi toda mi vida, no la comparto hacia fuera. Pocas veces, de hecho, hablo de lo frustrada, triste y agobiada que me siento con los pocos amigos que me quedan. Porque a estas alturas son tan pocos, que quizás hablarles de mi situación sería dar la lata y no quedaría ninguno. Pero Mariela nunca me ha hecho sentir así. En estos años en los que ha sido la única que ha compartido este trabajo conmigo –porque la parte que nadie te cuenta es que por más que una esté agobiada, cuesta mucho ceder y relegar esta carga–, hemos sido compañeras, cómplices y amigas.

No sé, de hecho, si ‘amigas’ es la palabra adecuada. Hay ciertos lazos entre mujeres que van más allá de la hermandad biológica o la amistad. Yo no conozco su intimidad y probablemente nunca compartamos una instancia social y de distención (aunque espero realmente que sí podamos en algún minuto), pero a su vez lo que hemos compartido es tanto más íntimo, que nos conocemos profundamente.

No quiero por ningún motivo romantizar la precariedad a la que estamos sometidas las mujeres cuidadoras, pero fue en esta soledad que nos conocimos y que nos propusimos acompañarnos. Ella es la única que empatiza con mi dolor y cuando llega, parte de mí se acuerda de lo que es sentir alivio, tranquilidad e incluso felicidad por unos momentos. Hablamos de su familia, de sus hijos que ahora están en la universidad, e incluso de su pinche. Ella me insiste que yo salga a tomar aire y cuando le digo que voy a volver luego, me responde con un ‘ojalá que no’. Nos reímos, vemos películas y a veces nos quedamos en silencio. Silencios que duran mucho, pero que no nos incomodan. Es en esos silencios, de hecho, que nos damos cuenta que compartimos una experiencia de vida potente y un lazo que probablemente sea difícil de romper”.

Sibila (41) estudió historia del arte y es traductora.

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