Magdalena Zamorano, 40 años: “Me siento como un soldado que volvió de la guerra”




Me detectaron el cáncer cervicouterino a los 36 años, en agosto del 2018. En noviembre del año anterior me había hecho mi último PAP y había salido normal, pero después del verano comencé a sentirme cansada y adelgacé muchísimo. Mi marido trabajaba y yo había decidido criar a mis hijos, que en ese tiempo tenían 2 y 4 años, así que atribuí esos síntomas al estrés y a lo ajetreado del día a día. Me daba mil explicaciones de lo que podría ser.

Eso es lo maldito de esta enfermedad, que tiene síntomas “comunes” que pueden asociarse a cualquier factor. Soy una mujer bien activa, nunca había tenido problemas de salud ni antecedentes familiares, pero en ese momento no me podía mi cuerpo y me estaba costando hacer cosas. En junio de ese año fui a control con mi ginecólogo y me dio vitaminas. Al mes siguiente empecé con sangramiento. Fui nuevamente, me revisó, vi su cara y no hubo nada más que decir: me mandó a hacer una biopsia porque había detectado un tumor de 5 centímetros y medio en el cuello del útero.

Mi mamá se vino de la playa a ayudarme con los niños y, de hecho, ella estaba conmigo mientras esperábamos el resultado de la biopsia. Yo estaba súper tranquila. Nunca pensé en algo malo, me imaginaba que sería un quiste o algo simple. Había escuchado sobre el cáncer cervicouterino, pero sin prestarle ninguna atención. Uno contrata un seguro para enfermedades catastróficas, pero jamás piensas que lo tendrás que usar.

Estando una tarde de compras, me llamó el doctor: “Magdalena, lo que tienes es malo, es un cáncer grado 3″. Mi reacción inmediata fue preguntarle: “Ya. ¿Qué hay que hacer?”. Llamé a mi marido y le conté. Nos devolvimos a la casa, abrí una botella de vino y, paradójicamente, fui yo quien los tranquilizó. Me gusta mirar el vaso medio lleno. Sabía que tenía una enfermedad, pero jamás la asocié a algo mortal. Yo creo que uno no sabe cómo va a reaccionar hasta que está ahí. Personalmente, me bloqueé y solo pensé en que había que echarle para adelante. “Lo que haya que hacer, hagámoslo”, dije. Y esa premisa me acompañó durante todo el tratamiento. Nunca pensé que me iba a morir ni me cuestioné por qué a mí.

Mis papás se vinieron a vivir conmigo, porque sabíamos que el tratamiento iba a ser duro. Esa red de apoyo fue fundamental y es lo que más agradezco hoy en día. Pensaba una y otra vez lo afortunada que era, y que soy. De ahí en más fue todo muy rápido. Me llamaron el jueves y el lunes empecé mi tratamiento: exámenes y luego radioterapia, quimioterapia y braquiterapia. Yo seguía muy positiva, a ratos incluso me tomaba esto con bastante humor negro, pero las sesiones iban dejando consecuencias: un cansancio extremo, algunos órganos deteriorados y, en mi caso, quedé estéril porque los ovarios prácticamente se me calcinaron. Haber tenido ya dos hijos también lo agradecí enormemente.

Las únicas veces que lloré fue porque quería hacer cosas y no podía. Sufrí por sentirme débil más que por el cáncer en sí mismo. El tratamiento duró dos meses. Fue muy intenso. Desde principios de agosto hasta principios de octubre de 2018. En la casa me estaban esperando con globos ese último día, pero yo sabía que el “alta” no era inmediata. Debía seguir sagradamente con mis controles. En mi caso, son cada tres meses para ver cómo está el cuello del útero. También me hago un PAP cada 6 meses y el PET, por cualquier ramificación que exista. Los controles son importantísimos para prevenir o tratar a tiempo.

Y aunque siempre he sido una mujer tiradora para arriba, siento miedo de tener nuevamente esta enfermedad. El cáncer cervicouterino es propenso a volver, especialmente los dos años posteriores al tratamiento. Reconozco que, si me volviera a pasar, no sabría cómo enfrentarlo, entre otras cosas, porque cuando me diagnosticaron no sabía que al año mueren 600 mujeres a causa de este tipo de cáncer, ni menos que –erróneamente– se estigmatiza a quienes la padecen por estar relacionado con la vida sexual.

Soy privilegiada y, al mirar atrás, mi agradecimiento es aún mayor. En octubre de este año cumplo 5 años sin cáncer y desde esta etapa disminuyen harto las probabilidades de que vuelva, aunque no me hago la fuerte: los días previos a los exámenes siempre estoy muy nerviosa.

Finalmente, y aunque suene cliché, esto me ayudó a ver la escala de prioridades en mi vida. No me proyecto a futuro, vivo el aquí y el ahora aún más que antes. Le quité peso a los problemas. Siento que soy como un soldado que volvió de la guerra, con huellas que quedarán para siempre, pero feliz y agradecida de lo que me ha tocado vivir.

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