Cirugías bariátricas y trastornos de la conducta alimentaria: cuando el bisturí no alcanza para sanar
Hablar de cirugías bariátricas en Chile es caminar sobre un terreno incómodo. Basta con cuestionarlas para que aparezca la acusación de estar “en contra de la salud”. El problema es que hay una parte de la historia de la que poco se habla: las consecuencias físicas, nutricionales y emocionales, que en no pocos casos terminan mostrando que el remedio puede ser peor que la enfermedad.
No sé en qué momento decidimos que, en salud, solo importan las historias que caben en un “antes y después”. Pero aquí estamos: celebrando transformaciones visibles mientras miramos hacia otro lado cuando lo que se rompe no se ve en una foto comparativa, sino en la relación con la comida, el cuerpo y, en última instancia, con la vida misma.
Hablar de cirugías bariátricas en Chile es caminar sobre terreno incómodo. Si criticas este procedimiento, te acusan de juzgar. Si lo cuestionas, te dicen que estás “en contra de la salud”. Y si intentas matizar, parece que nadie quiere escuchar. Pero justamente por eso escribo esta columna: porque el silencio también es una forma de violencia.
Quiero ser clara desde el inicio: esta no es una columna contra las personas que se han operado. Esa decisión no nace de la nada. Surge de años de estigma médico, de consultas donde todo síntoma se reduce al peso, de dietas interminables, de miedo, culpa y una presión social implacable por encajar en un cuerpo “aceptable”. En ese contexto, la cirugía muchas veces no es una elección libre, sino la única puerta que el sistema deja abierta.
Lo que sí me interesa cuestionar, y con firmeza, es cómo el sistema de salud ofrece estas cirugías como una solución casi incuestionable, bajo el lema de “es por salud”, mientras minimiza o incluso invisibiliza sus consecuencias físicas, nutricionales, psicológicas y sociales. Todo, con tal de que el cuerpo pese menos.
Porque la realidad, aunque incómoda, es esta: los trastornos de la conducta alimentaria (TCA) pueden aparecer o intensificarse después de una cirugía bariátrica. No porque las personas “no se cuiden” o “no sigan las indicaciones”, sino porque se interviene un cuerpo sin hacerse cargo de la historia que ese cuerpo carga. Se interviene el estómago, un órgano sano, pero no se trabaja la culpa, la vergüenza, la obsesión ni el miedo a comer que muchas personas arrastran desde la infancia.
La psicóloga Fernanda Mena, especialista en TCA y cofundadora de la Clínica Libre Vivir, lo vivió desde dentro del sistema bariátrico. Trabajó durante años en el área hasta que decidió irse, porque, en sus palabras, “ya no me sentía éticamente capaz de seguir ayudando”. Acompañaba a personas con hambre real, sistemas nerviosos desbordados, culpa y vergüenza, pero sin herramientas para abordar la cirugía que mantenía al cuerpo en modo supervivencia.
Además, su criterio profesional no siempre era respetado: aunque ella no recomendara la cirugía por riesgo de TCA o porque se trataba de un cuerpo gordo pero sano, muchas veces igual se realizaba. No por consenso profesional, sino porque el tamaño se consideraba “incorrecto” y “el cirujano es quien manda”. Después veía exactamente lo que había advertido: culpa por “no hacerlo bien”, miedo a los controles y un profundo deterioro de la salud mental. Ver ese ciclo repetirse fue lo que la hizo dejar el área.
A esa mirada profesional se suma la experiencia de María Victoria, quien me escribió para contarme su historia: “Desde niña me hicieron sentir que mi cuerpo era un problema. Entre dietas extremas e inhibidores del apetito, desarrollé un TCA. Pensé que una manga gástrica sería la salida, que al ser flaca sería feliz. Bajé de peso, pero el TCA siguió ahí. La cirugía intensificó mi sensación de fracaso por no llegar al ‘peso ideal’. Perdí la vesícula, quedé con piel suelta que afecta cómo me veo, además de sufrir anemia y disautonomía. En terapia entendí que nunca fue mi estómago lo que debía tratar, sino el trastorno alimentario que arrastraba desde niña”.
Como nutricionista especialista en TCA, lamentablemente estas historias no me resultan excepcionales. Son parte de lo que veo una y otra vez en consulta, y que debo abordar siempre con respeto, cuidado y sin juicio.
Y, aun así, seguimos hablando de cirugías bariátricas mostrando solo una parte de la historia. Sí, hay mejorías metabólicas. Nadie lo niega. Pero estos beneficios suelen ser temporales, mientras que las consecuencias son duraderas. Lo que rara vez se dice con la misma claridad es que las deficiencias nutricionales son frecuentes y persistentes, incluso con suplementación: anemia, neuropatías, deterioro cognitivo, alteraciones del ánimo, pérdida de masa ósea y muscular. Y muchas personas quedan sin seguimiento adecuado una vez que la balanza baja y el “objetivo” parece cumplido.
Cuando el foco está exclusivamente en el peso, todo lo demás se vuelve negociable. El cansancio extremo, el frío constante, el miedo a comer, el aumento del consumo problemático de alcohol, incluso la mayor prevalencia de ideación suicida. Si el número baja, el sistema parece dar por hecho que el costo vale la pena.
Y luego está lo social, ese daño silencioso del que casi nadie habla.
Después de la cirugía, alimentos que formaban parte de la vida cotidiana —papas fritas, pizza, torta, una copa compartida— pueden convertirse en una amenaza real: dolor, vómitos, dumping, malestar intenso. Comer deja de ser un espacio de encuentro y pasa a ser un ejercicio constante de control. La comida deja de unir y empieza a aislar. Se evitan reuniones, cumpleaños, celebraciones. Y con eso, se erosiona una de las formas más básicas de vincularnos.
Sé que esta columna incomoda. Ojalá que incomode. Porque no es posible seguir llamando “salud” a un modelo que prioriza la delgadez por encima del bienestar integral, que patologiza cuerpos gordos y que ofrece bisturíes sin hacerse cargo del daño emocional que contribuyó a crear.
Tal vez la pregunta no sea si la cirugía funciona, sino por qué seguimos confundiendo delgadez con salud.
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