Hablemos de amor: si no fuera por mi perra, no sería quien soy hoy
Cuando Jacinta apareció, Catalina no imaginaba lo mucho que cambiaría su vida. El amor y la complicidad con su perrita la guiaron hacia lo que de verdad quería hacer.

Jacinta llegó a nuestras vidas un domingo 12 de octubre de 2014. Una de mis hermanas la encontró en una parroquia cerca de nuestra casa; era chiquitita y estaba llena de garrapatas y pulgas. A todos nos conmovió su fragilidad.
Siempre tuve la idea de que mi primera mascota se llamaría Jacinta y quería que fuese una salchicha, pero cuando vi a esta perrita supe que el nombre que había guardado por tanto tiempo, por fin había encontrado a su dueña.
Por esos días regresé a la universidad —estudiaba en Concepción—, y mi familia todos los días me compartía fotos de ella.
Cuando comencé el tercer año de Odontología, sentía que algo no estaba bien: mi carrera ya no me apasionaba y no quería seguir estudiando algo que me hacía sentir vacía. A eso se sumaba que, desde los 18 años, estaba en una relación tormentosa que poco a poco fue debilitando mi amor propio. En abril de 2015, decidí dejar la carrera.
Volver a casa no fue fácil, pero el lazo con Jacinta fue mi remedio y mi refugio. Una complicidad nueva para mí: disfrutaba cada segundo juntas, desde leer bajo los árboles hasta bañarla. Por las mañanas, cuando salía corriendo al patio, bastaba con que escuchara mi voz para que volviera a mi lado. Sin darme cuenta, Jacinta empezó a mover cosas dentro de mí que no sabía que existían.
Recuerdo la primera vez que pensé en estudiar Medicina Veterinaria. Esa mañana habíamos llevado a una perrita, de la que fuimos hogar temporal, a una clínica donde la doctora ofrecía atenciones solidarias. La dulzura con que trató a la cachorra me quedó dando vueltas. Comprendí que esa inquietud, que ya venía rondando, empezaba a tomar forma.
Esa noche le confesé a mi hermana Francisca que ya no estaba segura de querer estudiar Medicina. “La Jaci me ha cambiado tanto”, le dije. Hasta entonces, la carrera significaba para mí asegurar el futuro, mantener un buen estándar de vida, pero nunca había sentido que se tratara de ayudar, sanar o contener.
Comencé a ver distintos programas sobre médicos veterinarios y a investigar cuál era la mejor facultad en Chile para estudiar esa carrera. Lo único que me frenaba era el poco reconocimiento que tiene esta profesión en nuestro país. Siendo honesta, me daba pánico estudiarla.
Y justo cuando esa idea empezaba a tomar fuerza, la vida nos puso a prueba. Aunque mi amor con Jacinta era perfecto, tenía otros planes para nosotras. Al tener dos perros machos y ella ser hembra, decidimos que lo mejor era esterilizarla. Jacinta entró a su cirugía un martes 12 de julio de 2016, y ese fue nuestro último día juntas. El doctor, que conocíamos hace más de 10 años, llegó a nuestra casa para contarnos que Jacinta había sufrido un paro cardiorrespiratorio en la cirugía. No la resistió.
Ese martes, mi corazón se rompió y quedó con una herida permanente. Jacinta no era solo una perrita; era mi mejor amiga, mi cómplice. Bastaba con mirarla para entendernos. Era caprichosa y un poco molestosa, pero tan dulce. Y, por sobre todo, ella me amó incluso cuando yo misma no podía hacerlo. Me demostró que alguien podía quererme tal como era: no más flaca, ni más alta, sin importar si estudiaba Medicina o no. Nada de eso le importaba. Solo le importaba que yo fuese yo, y que nos encontráramos en este plano, en esta línea, en esta vida.

Los meses pasaron y, cuando estaban por dar los puntajes de la PSU, un hombre muy sabio me preguntó por qué quería estudiar Medicina. Obviamente fui políticamente correcta y dije que para ayudar a las personas, y luego me preguntó: “¿Y cuál es tu segunda opción?”. Yo solo recuerdo que hablé y hablé sobre veterinaria, él me miró y dijo: “En esa segunda opción veo mucha alma”. Yo jamás olvidé eso.
Así fue como, en enero de 2017, al finalizar las postulaciones, la decisión ya estaba tomada. Hoy, a mis 30 años, soy Médico Veterinaria titulada de la Universidad Austral de Chile. Soy encargada de crianza en un fundo y, en cada ternera que necesita un tratamiento un poquito más largo, un empujoncito, ahí está mi Jacinta. En cada mariposa que me acompaña, sé también que está ahí.
Aunque hoy mi vida es algo totalmente distinto a lo que imaginé, solo puedo darle infinitas gracias a mi porota por haberme mostrado este camino, por haber despertado mis inquietudes y apagado temores. Si mi perrita Jacinta nunca hubiera llegado a mi vida, hoy no sería médico veterinario, ni estaría tan feliz y agradecida.
Ella, con tan poco, me enseñó tanto. Mi más grande maestra. Por siempre estaré agradecida de nuestro amor y, aunque me hubiese gustado haber compartido con ella todas las grandes hazañas que he logrado en mi profesión, sé que nunca me ha dejado. A veces me acompaña en sueños y otras la siento cerquita, de una u otra forma siempre manifestando su presencia.
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