Mis hijos salieron el mismo día de la clínica, uno sano y el otro en un cajón




Mi primer hijo, Esteban, nació en 1997 y a los seis meses de vida le detectaron granulamatosis crónica, una enfermedad ligada al gen X que se caracteriza por una mayor susceptibilidad a infecciones bacterianas. Es decir, todo lo que respiraba le hacía daño a sus pulmones, porque se transformaba en hongos. Es prácticamente imposible que más de un niño lo padezca en una misma familia, pero diez años después nació Daniel y fue diagnosticado con lo mismo. Mis dos niños estaban enfermos. La Belén, en cambio, que era la de al medio, nació sana. Si bien tiene el mismo problema en el gen X, como las mujeres tenemos dos, no hubo problemas.

Daniel tuvo la suerte de llegar a nuestra vida cuando ya sabíamos algo sobre la enfermedad. Entonces, supimos de inmediato cómo tratarlo y ganamos 9 años. Él partió a los 3 con su tratamiento y Esteban a los 12. Ambos tenían que inyectarse todos los días un medicamente que se importaba de Austria y que costaba 3 millones doscientos mil pesos al mes. La isapre nos reembolsaba gran parte, pero siempre pienso que si no hubiese podido pagarlo, mi hijo mayor hubiese vivido hasta los 13 años. Porque ese era su diagnóstico y la salud pública no hace nada por ellos.

Con ambos lo viví de una manera súper diferente, hasta el final. Para Esteban fue terrible, porque su enfermedad fue muy asintomática. Yo lo veía bien, corriendo como un niño feliz, pero por dentro se estaba muriendo. A veces lo llevaba a control y ni siquiera tenía fiebre, pero resulta que en verdad tenía una neumonía. A él, lo que respiraba, lo iba matando día a día. Su vida era un diario vivir de incertidumbre. A Daniel, en cambio, lo atacó al hígado, pero sanó rápido y su cuerpo era de enviar señales todo el tiempo, por lo que nos facilitaba para saber cuando algo no iba bien. Vi las dos caras de la moneda, por un lado un hijo que reaccionaba mal al tratamiento y por otro uno que se mantenía estable.

Las cosas empeoraron cuando en la adolescencia, en vez de salirle espinillas, a Esteban le brotaron unas pelotas de carnes enormes. Y una de esas, apareció en el cráneo. Lo operaron dos veces en una semana y a los tres meses se le abrió la herida. Ahí mi hijo se rindió. Yo intentaba que se aferrara a la vida, pero él me decía que estaba cansado, porque cada vez que había una buena noticia, algo pasaba y todo volvía a ser negro de nuevo.

Durante ese periodo, llevé a control a Daniel al inmunólogo y el doctor me dijo que había que trasplantarlo. Yo lo veía como algo muy lejano porque él se veía muy bien, sin embargo, si queríamos deshacernos de la enfermedad, teníamos que hacerlo. Y, a diferencia de su hermano mayor, él estaba en buenas condiciones para soportar la operación. Pero, sorpresivamente, me pidió que también viéramos la posibilidad de trasplantar a Esteban. Hacerlo era un riesgo, pero si no hacíamos nada podría morir. El doctor nos puso en contacto con la fundación DKMS, que es un registro de donantes de células madre para personas con enfermedades en la sangre. Eso era lo que necesitaban mis hijos: encontrar a alguien compatible con su médula para que pudiese donarla en vida, ya que es solo a través de la sangre, situación que en Chile muy pocas personas conocen.

El problema fue que de las 30 millones de personas suscritas en el mundo para donar células madres, Esteban no era compatible con ninguna. Mi hijo era único. Daniel, en cambio, tuvo siete donantes y nos pudimos dar el lujo de encontrar al mejor para él. Todo, para variar, era totalmente opuesto.

La espera de Esteban fue desesperante. Junto a la fundación hicimos una campaña en el colegio para inscribir gente, fuimos a radios, movimos todos los contactos que teníamos. Pero no aparecía nada. Era como luchar contra el mar, porque aunque quisieras dar la batalla, siempre algo te tiraba de nuevo hacia afuera. Y así, con el paso del tiempo, mi niño fue deteriorando.

En esa espera, Daniel fue ingresado a su trasplante. Su donante era de Estados Unidos y fue maravilloso. Lo recuerdo como un día hermoso dentro de toda la tragedia. Y mientras él se recuperaba, el día del Estallido Social, Esteban tuvo que ser hospitalizado por un ganglio que se le inflamó. Pero meterlo a una cirugía era como matarlo. Solo recuerdo pasar todos los días turnándome de una pieza a otra. Recuerdo la angustia, la pena, el dolor.

El viernes 22 de octubre, Esteban estaba en la pieza y empezó a tener mucha fiebre. Las enfermeras lo pudieron controlar, pero el panorama no era bueno. Su cuerpo ya no daba más y sus pulmones menos. Al día siguiente me desperté destruida, dándome cuenta de que su partida podía ser una realidad. Sin embargo, mientras iba caminando por uno de los pasillos, una doctora se acercó a mí y me dio la noticia más maravillosa del mundo: la médula compatible había aparecido. Y, lo más insólito, era un donante de Talca. Lo tuvimos siempre al lado y la buscamos durante tantos años. Me acuerdo de llorar de la felicidad, de llamar a todo el mundo, de sentir que por fin esto había terminado.

Mi marido me pidió que por favor lo esperara para darle la noticia a Esteban. Él quería estar presente y le hicimos una sorpresa que pudimos grabar con el celular. Le brillaban sus ojitos, nunca lo había visto tan feliz. Todavía sigo teniendo esa sensación guardada en mi mente. Estábamos todos tan alegres, las doctoras nos abrazaban y se emocionaron mucho también. Esteban estaba tan feliz que empezó a planear su vida. Me decía que quería estudiar algo con medicina, que quería viajar. Él nunca antes se proyectó mucho, pero con esta noticia se le abrió el mundo entero, se dio cuenta de que había un futuro.

Pero todo se vio negro otra vez. Le empezó a faltar oxigeno y lo tuvieron que pasar a la UCI. El doctor hizo lo posible para acelerar la llegada del trasplante, pero al cuarto día me dijeron que Esteban estaba en las últimas. Tenía una falla renal e iba a morir. Sentí que el mundo me estaba comiendo. Por un lado tenía a Daniel recuperándose, sin poder tenerme a su lado, y por el otro Esteban me decía llorando “mamá, no me quiero morir. Mi medula me está esperando”. Solo recuerdo que le pedí al doctor que por favor no sufriera. Que mi hijo no se ahogara. Le quitaron los medicamentos y se fue apagando de a poco.

Al día siguiente, a sus 22 años, Esteban nos dejó. El mismo día a Daniel lo dieron de alta. Salieron el mismo día de la clínica, uno sano y el otro en un cajón.

El 6 de noviembre nuestra vida cambió para siempre. El niño más tierno, servicial y ayudador ya no estaba con nosotros. Y lo echamos de menos todos los días. Él era el organizador de esta familia. Le encantaba dirigirnos la vida, pero en el buen sentido. Era el líder de la casa y hasta de mis hermanas. Sus tías lo amaban y sentían que él era como su hijo. Todavía tengo su pieza intacta y no la quiero cambiar, porque necesito sentir que está aquí.

Lo único que me tranquiliza es saber que mi hijo fue feliz. Si bien tuvo una vida súper limitada por la enfermedad, disfrutó con lo que tenía y se preocupó de entregar amor. Sus hermanos lo veían como un ídolo. Muy pocas veces se quejó y si lo hacía, era solo conmigo y generalmente por no poder hacer las mismas cosas que sus amigos, porque todo aire contaminado le hacía daño. No podía compartir el mismo espacio con un fumador, ir al mall por el aire acondicionado. Me acuerdo que un día le dijo a una de mis hermanas que sentía que tenía un león encima de su cuerpo y que no se lo podía sacar.

He tenido que aprender a vivir con este dolor. Me duele el corazón, las entrañas, el útero. Pero por mucho que me quiera echar a morir, no puedo. Tengo a mis otros dos hijos y necesitan de mí. Daniel tiene 12 años, está bien, pero sufre por la pérdida de su hermano. Sobre todo porque pasaron por lo mismo. El otro día me dijo que él no se debería haber salvado, sino que Esteban. Y Esteban, cuando estaba con nosotros, me decía lo mismo pero al revés. Que Daniel tenía que sobrevivir. Los tres eran súper unidos. Mi marido también ha sido un gran apoyo para mantenerme en pie. Dicen que algo así te fortalece o todo lo contrario. Y nosotros nos fortalecimos.

La verdad es que nada de esto hubiese pasado si el trasplante hubiese llegado antes, cuando mi hijo se encontraba estable. Y creo que nunca llegó por la falta de educación respecto al tema. No puedo creer que había alguien compatible con Esteban en el mismo país. Y que estuvo siempre. Quizás, como él y mi hijo, hay muchos más. Es un trasplante tan fácil, un proceso muy sencillo que le puede cambiar la vida a una familia entera. Es donar sangre en vida.

Esa es ahora es mi misión: hacer lo posible para que esto no vuelva ocurrir. Me cuesta abrir esta herida, pero la contaría mil veces más con tal de lograr que alguien se inscriba. Porque no quiero que otras personas pasen por lo mismo que mi niño. Porque no quiero que haya gente experimentando esa agónica espera. Antes de que Esteban muriera me dijo que cuando todo esto terminara, yo me iba a levantar como las águilas. Y eso es lo que estoy tratando de hacer. Por él, por mi familia. Porque no hayan más como Esteban.

Perla Medina (45) se dedica al cuidado de sus hijos.

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