Vivir allegadas y hacinadas: Aprender de los espacios de los otros

Instalarse en una casa ajena por problemas personales o económicos muchas veces produce situaciones de hacinamiento, lo que implica que hay dos o más hogares conviviendo en el mismo espacio. El derecho a la vida íntima y privada se revela como un privilegio que, cuando no se tiene, invita a cuestionar los límites de lo que consideramos propio. ¿Podemos aprender a vivir así?




Josefina Fuentes (35) es diseñadora gráfica y tiene dos hijos pequeños. Hace dos años se separó de su pareja y volvió a la casa de sus padres en Puente Alto. “Tenía una relación que se volvió insostenible y que solo le hacía daño a mi hija”, recuerda.

Al volver vio que la casa había sido remodelada, y ahora su dormitorio era el cuarto de lavado. “Es una habitación abierta que quedó como un lugar donde todos transitan para llegar a sus habitaciones. No tengo privacidad, mis hijos tampoco. En la casa, además, viven dos hermanos menores. En total somos siete”, dice Josefina.

De acuerdo al Censo de 2017, un hogar es una o más personas, parientes o no, que comparten el presupuesto para la alimentación en una misma vivienda. En un hogar hacinado hay desde 2,5 -e incluso,en los casos más críticos- 5 o más personas por dormitorio de uso exclusivo. En Chile, de acuerdo a la encuesta Casen 2017, existe un déficit habitacional cuantitativo de casi 500.000 viviendas, lo que quiere decir que sería necesaria esa cantidad de casas para acoger a hogares allegados, núcleos secundarios hacinados y reemplazar viviendas irrecuperables.

Para Josefina, volver a la casa de los padres significó renunciar a su independencia, ya que vive en una situación donde se siente juzgada. “Actualmente no tengo pareja, se me haría muy complicado tenerla en la situación en la que estoy, sin privacidad, en una casa que no es mía”, piensa.

La situación de vivir allegada a veces le parece frustrante, pero dice que le ha enseñado a desprenderse de lo material. “En este tiempo he aprendido a vivir con lo justo. Uno junta y junta cosas materiales que no sirven, que ocupan espacio. Además, lo positivo es que tengo una casa sólida, techo cómodo y calor de hogar para poder juntar el dinero necesario para mi casa propia, y el apoyo de mi familia en este proyecto”, dice. “A mis hijos les enseño que, aunque el espacio que tienen es pequeño, es su hogar”.

La importancia de la privacidad

Marcela Ulloa (37) es presidenta de la junta de vecinos de la Villa Nueva Salvador Dalí 0126, de La Pintana. Una villa de 22 pasajes con casas de concreto y segundo piso, de 3 metros cuadrados. Hace tres años, y tras una separación, Marcela y su hijo comparten la casa con sus padres. “Tuve que hacerme una pieza aparte, más atrás, para poder estar bien con mi hijo y tener mi espacio, porque llegamos a vivir en el comedor que tenía mi mamá”, cuenta la dirigenta.

La situación de Marcela es una de tantas. “Dentro de la villa tenemos muchos allegados, con casos más graves. Hay un comité de 70 familias que viven en esta situación. Familias compuestas por mamá, papá, hermano o hermana, y ellos con sus propias familias. Incluso hay casos en que contamos hasta con 15 personas en una casa. No tienen pieza propia, duermen apretados”, cuenta Marcela.

“En Chile 377.572 hogares viven hacinados”, denuncia la geógrafa Paz Zúñiga de Fundación Vivienda, organización que trabaja, en su mayoría, con hogares liderados por mujeres que requieren de una solución habitacional. “El hacinamiento es un problema que la política habitacional actual no ha logrado resolver y que trae consecuencias negativas que evidentemente significan un deterioro en la calidad de vida de las personas, por ejemplo, problemas de higiene y de privacidad”, explica Zúñiga.

Las condiciones de hacinamiento y confinamiento, además de sumir a las comunas periféricas y precarizadas en una situación desventajosa, produce situaciones donde “las mujeres estarían en mayor desventaja” según explica Patricia Retamal de Ciudad feminista, ONG que trabaja por el acceso igualitario de las mujeres a la ciudad. Retamal recuerda la metáfora del cuarto propio de Virginia Woolf, para decir que “las mujeres necesitamos de este espacio privado donde podamos tener una posibilidad de generar una mayor reflexión, de sobrellevar esta carga cultural o para sacarnos la carga del trabajo doméstico. Para la trascendencia de las mujeres tener espacios propios es fundamental, pero en estas circunstancias eso no existe y la delimitación es imposible”, explica.

Mientras la junta que preside Marcela trabaja coordinadamente con la municipalidad y el Serviu, la vida pasa para ella y sus vecinos y vecinas en espacios confinados. “Es complicado, ya que las casas son demasiado chicas y por la situación de allegados tienen que ampliarse. El costo es quedar sin patio, dejando a los niños sin un lugar donde jugar”, dice Marcela.

Mientras que para algunas mujeres retornar a la casa paterna producto de una separación puede significar una primera salida de un conflicto, en los hechos las deja en una situación subyugada. “Quedan en un núcleo secundario al interior de otra familia en una situación de desprotección frente a la posibilidad de acceder a una vivienda propia”, explica Patricia Retamal.

Para salir de ahí, actualmente Marcela no tiene la opción de optar a un crédito hipotecario. Trabaja en armado y pegado de sobres. Le gustaría tener libertad y más espacio. “Pienso en mi hijo y todo lo que le gusta jugar, pero en realidad no hay espacio para que lo haga”.

Distintas formas de hacer familia

Para Vania Muñoz (38), psicóloga y madre, fueron solo unos meses. Producto de una fuerte depresión que le hizo perder su trabajo, ella y Claudio, su pareja, se trasladaron a la casa de los padres de él. En ese momento ambos estaban endeudados y pensaron que era arriesgado seguir pagando un arriendo.

Vania y Claudio dejaron el departamento que arrendaban cerca de Los Héroes y se trasladaron a un dormitorio en Renca. “Teníamos una pieza relativamente grande, donde cabía nuestra cama y la cama de mi hija Violeta. Todo lo demás lo guardamos”, cuenta Vania, quien quiso integrarse a la dinámica familiar de la casa. Pero no contaba con que, al poco tiempo de su mudanza, una cuñada llegaría a vivir al mismo lugar junto a su hija pequeña, a causa de una separación.

“De a poco empezaron las dificultades en marcar ciertos límites, diferenciarse. Éramos tres familias; los papás de Claudio, su hija con su nieta y nosotros. Todos almorzábamos en el mismo lugar, veíamos tele, compartíamos, pero teníamos distintas formas de entender las dinámicas cotidianos”, explica.

“Las niñas jugaban y cuando había conflictos a mi sobrina no le ponían límites. También pasó con la alimentación. Yo sugería comer más verduras y menos carne, y aunque las sugerencias eran súper bien recibidas, había que llegar a un acuerdo. Son cosas cotidianas, pero que dan cuenta de cómo uno quiere llevar la vida”, explica Vania.

Para ella y su pareja la experiencia duró siete meses. Hacia agosto de 2017, encontró trabajo, lo que le dio seguridad. Además, los roces con sus suegros aumentaron. “Por una situación que se dio entre las niñas, mi suegro retó fuerte a mi hija y yo sentí mucha rabia, porque cuando pasaba al revés, la reacción no era igual. No me parecía que se hiciera esa diferencia”, dice Vania. En ese momento su familia tomó la decisión de irse.

“Recurrí a un hermano que estaba dejando un departamento y me propuso ocuparlo. Incluso los primeros meses nos apoyó para pagarlo. Y es que ya era necesario recuperar nuestro espacio”, recuerda Vania. “Con esa experiencia aprendí que hay que cuidar tu espacio y que la crianza no es solo darle comida, cama y ropa a tu hijo, sino un sinfín de otras cosas afectivas. Hay una responsabilidad enorme en mostrarle a ese niño a mirar el mundo y relacionarse con él. Ahora podemos criar a la Violeta como nosotros queremos, y eso se valora mucho”, reflexiona.

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