¿Por qué el placer tiene que ser culpable?




En la serie documental Pretend It’s a City –que se estrenó a principios de este año en Netflix– la autora e icono neoyorquino Fran Lebowitz le dice al director y cineasta Martin Scorsese, que no logra concebir plenamente el por qué de la existencia del concepto ‘placer culpable’. En uno de los capítulos él le pregunta cuáles son los de ella, si es que los tiene. A lo que responde: “A menos que tu placer sea matar a alguien, no entiendo por qué existe esa frase. Mis placeres son benignos, en el sentido de que nadie se está muriendo. Entonces no, no me siento culpable por sentirlos”.

Esa cita, entre muchas otras que comparte con gracia y humor a lo largo de la serie, fue de las que más llamó la atención de la audiencia, que no se demoró en destacarla. Efectivamente, la idea de que algo que nos produzca placer también nos genere culpa ha sido cuestionada en múltiples ocasiones, pero la franqueza con la que la autora plantea esta disyuntiva es quizás lo que logró que el debate se abriera nuevamente. Y esta vez para analizarlo en profundidad. Porque tal como lo dice ella, y como lo han planteado los especialistas en temas de género, si el placer que sentimos no le molesta a nadie, ¿por qué sentirnos culpables? ¿Por qué, además –y como pasa con todo tipo de culpa– la culpa asociada al placer parece afectar más a las mujeres?

Como explica la académica de la Universidad de Wisconsin-Madison y especialista en estudios de la mujer, Sami Schalk, en un artículo del New York Times titulado ‘Guilty’ Pleasure; No Such Thing, el placer culpable tiene que ver con una acción o experiencia que disfrutamos pero que sabemos o suponemos que no nos debería gustar, porque el solo hecho de que nos guste dice o implica algo negativo de nosotras. “Pero eso se da porque asociamos tales acciones a ciertas categorías identitarias que históricamente han sido menospreciadas o marginalizadas por la sociedad”, explica. “Más allá del miedo que le tenemos a cómo nos va a percibir el resto, esta autocrítica y sensación de culpa encuentra sus raíces en una cultura puritana en la que el placer es considerado pecaminoso, inmoral y autoindulgente”.

Por lo mismo, como explica la autora, doula y activista estadounidense Adrienne Maree Brown, eliminar el concepto ‘placer culpable’ de nuestro vocabulario, e invalidar el mito que establece que las cosas frívolas que nos gustan nos afectan negativamente, sirve para hacerle frente a las nociones impuestas –y erróneas– respecto a quién tiene el derecho de sentir y perseguir el placer y quién no. Así lo explica en su libro Pleasure Activism: The Politics of Feeling Good (2019), en el que plantea que aceptar y abrazar lo que nos produce placer es un paso fundamental en la lucha contra la opresión. “No creo que podamos sentir colectivamente si no podemos sentirnos a nosotras mismas. Recuperar nuestra plena vitalidad erótica o aquello que nos produce placer es una parte fundamental en la lucha contra los actos de opresión y marginalización. Si no establecemos esa conexión inicial, es difícil no ver el placer como algo culpable al que recurrimos de manera oculta o secundaria. Nuestro propósito no es complacer a los demás; a un hombre, a un hijo o a una persona mayor. Hay un propósito con nosotras mismas que tenemos que reclamar”, especificó en una entrevista al medio Color Lines. “Pese a la noción social de que el placer es algo que se gana, y que nos merecemos o no, hay una razón por la que nuestros cuerpos –literalmente a nivel del sistema nervioso– están conectados para sentir placer. El placer es, por ende, una parte natural de la vida cotidiana”. ¿Pero por qué nos ha costado tanto verlo así?

Como explica Mariana Fagalde, psicóloga, fundadora de la Fundación Templanza y especialista en género y derechos humanos, la culpa es parte importante de la experiencia vital de las mujeres y, tanto por cómo fuimos sociabilizadas en este sistema patriarcal regido por ideologías religiosas, morales, económicas y políticas, por los estereotipos que hemos construido –y que a su vez refuerzan– este mismo sistema, estamos condicionadas a sentirla incluso cuando esencialmente hay placer. Así ocurre con el placer erótico, corporal o sensorial, que históricamente ha sido estigmatizado –y tremendamente distorsionado– para las mujeres.

“Cuando uno trabaja clínicamente con mujeres, es muy común ver que en situaciones que claramente son placenteras, casi siempre aparece la sensación de culpa. También aparecen agentes externos, como la pareja, la familia, los educadores, entre otros, que están a la base de esa culpabilización de la experiencia”, explica Fagalde. “Se trata de razones ideológicas que conducen a la opresión y la discriminación de la mujer, y de una anulación o incluso una patologización del placer femenino”.

Es cosa de ver que el pecado original, según se plantea en la Biblia, lo comete la mujer tentadora. Son esos relatos los que incidieron en la construcción del imaginario femenino, en el que el rol principal era y sigue siendo el de servir al marido y criar a los hijos, porque todo lo demás es considerado un pecado (de ahí las tres figuras femeninas que siguen marcando los roles de la mujer hasta el día de hoy; Eva como la tentadora, María como la santa, virgen y madre, y María Magdalena como la prostituta arrepentida). “¿Cómo, entonces, no vamos a creer que estamos condenadas a castigarnos eternamente. Muchas mujeres ocultan los espacios de placeres, de hecho, justamente por lo que pueden llegar a pensar de ellas. Y aunque avancemos, a veces son las mismas mujeres las primeras en criticar. Pensemos en la infidelidad, por ejemplo; casi siempre es culpa de la mujer, porque es ella la que tienta al hombre que no es capaz de resistirse. Así lo percibe la sociedad”, explica la psicóloga clínica de la Universidad de Chile, Patricia González.

Y es que, como explica la especialista, en una cultura altamente patriarcal y judeo cristiana, la culpa pasa a ser un dispositivo de regulación: “En la crianza, cuando la niña es un poco más rebelde o buena para salir, se la castiga más que a un niño en las mismas condiciones. Y así es por el resto de la vida. La herencia de este legado se ha transmitido de generación en generación y aun vive y convive con otras formas de resignificar la postura de la mujer ante sus decisiones”.

Fagalde explica que desde un inicio los mitos religiosos y figuras simbólicas hegemónicas han establecido que la feminidad concibe el amor como algo ligado a la postergación, resignación, cuidado y anulación del deseo propio. “El amor y el cuidado se ven como algo naturalizado en las mujeres, como algo inherente a nuestra forma de ser. Y si no lo hacemos, estamos en falta”, explica. “Lo que hay de base es una regulación del deseo, porque en nuestra cultura el sujeto deseante por excelencia es el hombre. La mujer se llena de estigmas que le dificultan el acceso al placer y al goce, estigmas que la vuelven incluso ajena al propio placer. Por eso las que son deseantes son culpabilizadas por su deseo”.

Y es que, según la especialista, el goce y deseo femenino se estigmatizan –mientras que el placer del hombre se naturaliza– porque la mujer tiene que estar en función de satisfacer las necesidades del otro. “Y la culpa, como decía Freud, es uno de los diques fundamentales para la represión. La instalación de la culpa en las mujeres, por ende, facilita la represión de su voz y deseo, y esto permite que sean los hombres quienes quedan en condiciones de satisfacer sus propias necesidades y las mujeres quienes cumplen ese deseo”.

Como explica González, desde el psicoanálisis más antiguo y hasta la aparición del psicoanálisis feminista, la mujer siempre se ha visto como un objeto de deseo, no un agente de deseo. “Eso pasa por lo sexual pero también por todo tipo de deseo. Por eso surge la gran paradoja; tenemos que ser mujeres deseables, pero no al punto de no ser elegibles y queribles”. Una dicotomía, según explica la especialista, que ha reducido el rol de las mujeres; existen las fieles, cuidadoras y buenas madres, y las que no. “Y para esa mujer madre, si le sobra algo de tiempo o plata, es para comprarle algo al hijo, no para ella. Ella es la última en la lista de prioridades”, explica. “Conozco muchas mujeres modernas que pueden trabajar, criar, comprarse un buen libro, pero la culpa de darse un baño de tina o salir de vez en cuando con las amigas, por ejemplo, no se las saca nadie. Porque si les sobra tiempo, tienen que destinárselo a los hijos o al marido. Y es que tradicionalmente hemos sido culpadas por desear, hemos ido aprendiendo e interiorizando que tenemos que portarnos bien, ser señoritas y amorosas. Si somos mujeres desprendidas, que viajamos solas o que hacemos cosas, somos peligrosas para el otro. O se nos ve como infieles y malas esposas”.

El peso de los placeres culpables, como sigue la especialista, siempre ha estado más presente en las mujeres; desde lo personal e individual de cómo la mujer se castiga por darse un gusto a costa de quitárselo a otro –o así pareciéramos percibirlo–, hasta cómo la cultura nos ha sancionado por eso. Como si el placer fuera algo que hay que ganar o merecer.

Comenta

Por favor, inicia sesión en La Tercera para acceder a los comentarios.