Ser la eterna amiga: “Cada vez que me gusta alguien, termino siendo la confidente que le dice qué hacer con la que le gusta”




Cada vez que me ha gustado o he intentado coquetear con un hombre, he terminado siendo su amiga. Con esto no quiero decir que no he tenido relaciones sexoafectivas, pololeos y vínculos que traspasan la amistad, o que mezclan la amistad y el deseo, pero lo que sí puedo decir es que en mi proceso de ‘conquista’, algo se desvirtúa y el desenlace ya es repetido; quiero algo más, pero por falta de verbalización y honestidad, termino cumpliendo el rol de la amiga, de la confidente y de la que termina diciéndole a esa persona qué hacer con la que le gusta. Y como si fuera poco, me conformo con ese rol y nunca me atrevo a decir realmente lo que sentí.

A estas alturas, con mucha terapia y conversaciones con amigas, he identificado el patrón, y creo que también he podido identificar, hasta cierto punto, el por qué. En mi vida, he sido una persona poco confrontacional. No me gusta incomodar y siempre trato de caerle bien a todos. Esa ha sido mi narrativa. Y sé que lo estoy diciendo con mucha ligereza, pero si hoy día estoy acá pudiendo comentarlo abiertamente y de esta manera -casi con humor-, es porque ha habido trabajo y reflexión. También doy fe de que esto no es algo que me determina de por vida. Si lo pude identificar, también lo podré seguir trabajando.

Mi papá se fue de la casa cuando yo tenía ocho años y mi hermana mayor tenía 10. Antes de irse nos llevó al jardín, cerca de un árbol en el que solíamos jugar los tres, y nos dijo a ambas que nos quería pero que no podía ser padre. Por supuesto que cada una interpretó de eso lo que quiso o lo que le sirvió para poder hacer frente a ese largo duelo. Mi hermana se enrabió y nunca lo perdonó; cargó con esa bronca de por vida y le costó confiar y entablar relaciones cercanas durante mucho tiempo. En mi caso, yo me lo tomé muy a la personal; mi padre se estaba yendo porque yo no había sido suficiente para él; no había sido la hija perfecta y no había logrado retenerlo. En mi mente aun precoz, algo había hecho mal y su partida era responsabilidad mía, porque claro, ¿quién se va ir de una situación que le gusta y le acomoda?

Esa noche, aun recuerdo, hice una lista mental de todo lo que había hecho mal ese último tiempo; recordé que había sido caprichosa, que le había pedido un par de zapatos nuevos y que no había sido una alumna eximia. Todo esto, por supuesto, cosas que me inventé y que usé para justificar su partida, pero que poco y nada tenían que ver. Tenía ocho años y simplemente estaba siendo una niña. Pero en ese momento me convencí de que él volvería si yo cambiaba. De ahí en adelante asumí otra actitud. El cambio fue gradual e inconsciente, pero fue sentando las bases de mi personalidad.

Me costó mucho identificarlo pero finalmente pude; en general, y por más que he podido asumir luchas, causas y hacer escuchar mi voz, he sido una persona complaciente, que evita el conflicto por miedo a no ser aceptada. Y eso, por más que suene salido de un libro de psicoanálisis, condicionó la manera en la que me relaciono con los hombres.

Tengo 25 años y cuando me gusta realmente alguien, o cuando siento que conecto, asumo un rol. No es que sea sumisa, pero evito a toda costa incomodar a esa persona. Entonces cualquier comentario o situación que pueda generar incomodidad o enfrentamiento –por más necesaria que sea–, me la reprimo. Es por eso que muy pocas veces he podido decir realmente cómo me siento. Y es por eso también que estos hombres que deseo me terminan viendo como una amiga buena onda y comprensiva. No quiero desmerecer que esa también es parte de mi personalidad; soy simpática y tengo una habilidad social y adaptativa que ha hecho que hacerme amiga de la gente se me dé fácilmente. Pero acá el problema está en que muchas veces ellos también sienten algo afectivo por mí, y yo, por miedo a que se vuelva complejo y complicado, me alejo.

Tiene que ver, finalmente, con no abrirme a la posibilidad por miedo de que se vuelva complicado, porque claro, probablemente pase eso, pero así es la vida. No es que una pueda pasarse los días evitando las complejidades para siempre. Tampoco nunca les digo que me gustan o que estoy sintiendo algo más. Y ahí el desenlace es el que ya conozco bien; eventualmente, terminan considerándome la súper amiga a la que le pueden contar todo. Pocas veces, creo, se dan cuenta de que detrás de mi expresión amigable, me duele escuchar sus anécdotas con otras mujeres. Y no me culpo a mí, pero sí identifico que también hay responsabilidad mía. Porque ninguna de esas veces he sido capaz de decirles ‘me gustas y no me siento cómoda dándote consejos sobre otra persona’.

El día que lo haga se va romper un patrón y una narrativa. Me da susto hacerlo porque con ese acto puede que pierda la ventaja –porque también da ciertas ventajas– de ser la amiga incondicional. Pero a su vez, va ser un acto de honestidad y amor propio, porque por una vez no me voy a estar transgrediendo a mí misma”.

Natalia Plati (25) es estudiante de medicina y vive en Nueva York.

Comenta

Por favor, inicia sesión en La Tercera para acceder a los comentarios.