Urgencióloga del hospital Luis Tisné: “Nunca quise estar enfrentada a la disyuntiva de decidir quién vive y quién no”

“Cuando estudiaba medicina tenía muchas dudas de si esta era o no una carrera para mí, porque era demasiado estudio. Pero bastaron un par de años trabajando en Urgencias para darme cuenta de que estaba hecha para este trabajo. Soy urgencióloga del hospital Luis Tisné y puedo decir que la asistencia pública es lo que más me llena.
En un año normal, a esta altura del invierno, los hospitales suelen estar saturados. Se nos mueren abuelitos de influenza y tenemos muchos niños internados. Pero lo que hemos visto durante el peak de esta pandemia no lo había vivido nunca. Nunca quise estar enfrentada a algo así. No quería estar en la disyuntiva de decidir quién vive y quién no, tenía la esperanza de que no me iba a tocar a mí.
Uno de los peores días fue cuando recibimos en el reanimador -la sala que tenemos para atender a los pacientes más graves- a dos personas en estado crítico por Covid. Una mujer de 79 años, sana, lúcida, totalmente autovalente, y un hombre de 40, esquizofrénico, que venía de un hospital psiquiátrico. Ella estaba muy mal, la teníamos dada vuelta, boca abajo, en “prono”, que es la posición en la que ponemos a los pacientes como último recurso antes de intubarlos. Al hombre lo venían ingresando de un SAPU, y se estaba ahogando.
Yo venía de descansar antes de terminar mi turno. En total a la semana trabajo entre 60 y 90 horas. Lo máximo que me tengo permitido trabajar, por salud, son 24 horas seguidas; no existe ser humano ni súper héroe que pueda pensar bien después de eso. Durante el peak de la pandemia, durante tres semanas, estuve sin parar hasta por 12 horas seguidas. Con suerte, mientras preparaban a algún paciente para intubarlo, tenía un momento para sacarme el traje, correr al baño, tomar agua, comerme lo que encontrara, un yogurt o unas papas fritas, y volver al reanimador. Ese día, cuando volvía de mi descanso, una enfermera me agarró y me dijo “doctora, tenemos un ventilador y dos pacientes”.
El médico que estaba a cargo había decidido intubar al hombre de 40, porque era más joven. Yo ya conocía al paciente, había tratado de comunicarme con él y solo respondía con gestos. Decía “ahh” fuerte y señalaba dónde tenía dolor. Si le pedíamos un abrazo, él lo daba, así que algo de interacción tenía. Había sido abandonado en el psiquiátrico, no tenía padres, ni nadie que pudiera cuidarlo. La mujer de 79 años tenía familia, era activa profesionalmente. El criterio del doctor a cargo era intubar al que fuera más joven.
La enfermera que trabaja conmigo se quebró ante mí. La abuelita la había conmovido y me pedía por favor que la entubara. Yo ya había terminado mi turno, no me correspondía decidirlo; le supliqué que no me hiciera decidirlo. Era demasiada carga, necesitábamos un comité de ética. Ella lloraba mientras yo le pedía que fuera fuerte, que la necesitaba como enfermera. “Después lloramos juntas”, le dije. “Ahora te necesito dura”. Finalmente decidí hacerlo. “Busca el suero y la ketamina, porque la vamos a intubar”.
Me puse firme, salí del reanimador hacia donde estaban los doctores y les dije que lo sentía, que esta señora cumplía con los criterios de intubación. Los criterios son muchos, la edad es solo uno de ellos. Están definidos por la OMS, por el MINSAL, y por los propios hospitales. Los protocolos existen porque no hay una ley que lo regule. Pero finalmente la decisión recae en nosotros. Y quién es uno para decidir quién vive y quién no. Finalmente los doctores respetaron mi decisión.
Cuando volví a la sala, me acerqué a la mujer de 79 y le dije: “Soy Marcela Catalán, la doctora”. Yo asumía que no estaba consciente, pero se volteó a mirarme. “Hola doctorcita”, me dijo.
- ¿Cómo se llama?
-Ana, mi niña. Quiero vivir
- ¿Estás cansada? ¿Te cuesta respirar?
- Me estoy agotando
La mujer era enfermera, aún ejercía. Había entendido todo lo que estábamos hablando. Había escuchado al doctor decir “tiene 79 años, no la vamos a entubar”. Le recordé mi nombre, le dije que no lo olvidara. “Te voy a poner un tubo y cuando te lo saque me vas a venir a ver y me vas a traer una torta. Con azúcar para mí y sin azúcar para la enfermera, que es diabética”, le dije. Logré sacarle una sonrisa y eso para mí fue una inyección de energía. Luchó durante tres semanas, pero no logró sobrevivir. El hombre de 40 también murió.
Ese día, cuando terminé mi turno, me subí al auto de vuelta a mi casa y lloré. Comúnmente pongo la música que me gusta. El camino a mi casa es bonito y corto, y cuando voy de vuelta me pregunto qué valió la pena de mi turno, cuál fue esa razón para levantarme un domingo temprano, no comer, no dormir. Siempre encuentro una causa. Esta vez lloré. Lloré de rabia, estaba enojada. Es injusto, y era muy injusto para mí. Pensaba por qué no puedo estar en mi casa, con mi familia, y no decidiendo si alguien vive o muere. Sentí rabia con el virus de mierda, con la gente que no entiende, que veo afuera del supermercado fumándose un cigarro, preguntándose si realmente será para tanto. Al llegar a la casa abracé a mi marido y seguí llorando. No podemos abrazarnos apenas llego, porque debo sanitizarme entera, pero lo necesitaba. Luego, más tarde comiendo con mis hijos, les conté lo que había vivido. Ellos lloraron conmigo. Los doctores no tenemos apoyo psicológico, no tenemos contención. Mi marido, mis hijos, mi nana y mis dos perros son mi contención, mi núcleo, mi refugio. Lloro con ellos y al otro día vuelvo a mi turno, contenta, para subirle el ánimo al equipo y seguir adelante.
La gente cree que por ser médico de Urgencias estamos acostumbrados a estas cosas. Pero yo intento que no me sea habitual, que no me deje de conmover el dolor, la rabia, la angustia, la pena. Es difícil no conmoverse, solo he contado esta historia dos veces. Por supuesto que la decisión que tomé me hizo dudar camino a mi casa. Pensaba, si la señora muere, ¿será señal de que me equivoqué? ¿Quién soy yo para juzgar que una vida es menos valiosa que otra? Trabajar en Urgencias no es fácil. Siempre digo que hay que estar un poco loco, y el que no sabe que lo está, está más loco. Pero ahí estamos, con lo bueno, con lo malo, lo alegre y lo triste, lo bonito y lo feo. Ahí siempre estamos”.
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