Mi vida en una funeraria

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Mi papá fundó en 1981 la primera funeraria de Lota. Él había sido jugador de fútbol, pero tuvo que retirarse luego de una lesión. Viajó al sur, consiguió un trabajo y luego de que lo echaran, decidió invertir su indemnización para en este nuevo desafío, ya que una amiga le había comentado que era un buen negocio. Así nació Pompeya.

Crecí entre ataúdes, candelabros y la palabra muerte rondando en cada momento. Y, pese a ello, le tengo pánico al minuto final. Me da miedo pensar en que me voy a morir. Me desespera saber que algún día no voy a estar aquí. Me asusta que mi familia me pueda olvidar. Pero no le tengo miedo a los muertos. Desde chico mi papá nos enseñó que era algo natural que la gente se muriera.

La funeraria queda a media cuadra del hospital de Lota, en calle Caupolicán, en pleno centro de la ciudad. Mi casa queda justo atrás, y para llegar sí o sí tienes que pasar por el negocio. Es una construcción de un piso, angosta y muy larga. La entrada principal es la fachada de la funeraria, y hay que atravesarla para llegar a la puerta que, entre ataúdes, lleva a nuestro espacio doméstico.

Recuerdo de chico jugar con mi hermana entre las urnas, mientras mi papá hacía el engrudo para pegar la piel de madera que en ese entonces se usaba mucho. Recuerdo también las imágenes de santitos y cruces por todos lados. Mi primer encuentro con un muerto fue a los seis años. Era una mujer desnuda en la fría morgue del hospital de Lota, que esperaba para ser vestida. Mi papá, para quien ver esto es algo de todos los días, me explicaba cómo era el proceso, mientras tomaba el cuerpo inerte de una manera especial para que quedara bien presentado cuando llegaran los familiares y la vieran adentro del cajón de madera. Entre llantos y lamentos, él hacia su trabajo casi inmune a lo que pasaba a su alrededor.

También recuerdo la primera vez que presencié una autopsia. No debía tener más de siete años, y con mi hermana Camila llevamos galletas y jugo para ver cómo el doctor Sergio Lagos -papá del animador de Canal 13, médico legista de Lota y muy amigo de mi padre- hacia las incisiones en el cuerpo fallecido. Nunca me pareció raro. Él fue súper explicativo; nos mostró los órganos y luego le pidió a mi papá que lo ayudara a terminar de coser el malogrado cadáver. Es algo que nunca olvidé. Al igual que su frase: "hay que tenerle más miedo a los vivos que a los muertos".

De niño colaboré mucho en la funeraria. Acompañaba a mi papá en los viajes largos para hacer funerales o cuando había que ir a buscar fallecidos. Siempre que él me dejaba, iba a al levantamiento de cadáveres, que es cuando uno persona muere violentamente y el servicio médico legal tiene que ir a constatar el fallecimiento. Vi cuerpos quemados, ahorcados, descompuestos, ahogados. En ocasiones, Carabineros pedía que me retirara, pero mi papá me defendía y lograba quedarme allí mirando lo que pasaba.

Nunca comenté con mis amigos el trabajo de mi familia. Ya era suficientemente raro para ellos que yo viviera en una funeraria, y contar las cosas que tenía que ver seguramente a más de alguno lo podría haber traumado. Tenía amigos que ni siquiera me iban a buscar a la casa por miedo a estar ahí. Decían que en las urnas habían muertos. Pero la verdad es que sólo una vez hubo un cadáver dentro de nuestro negocio, que fue el de una persona sin familia que pasó unas horas ahí antes de ser sepultado.

A medida que crecí, fui perdiendo el interés por el negocio familiar. Ayudaba, pero no tanto como antes. Aún así, aprendí a maquillar a un fallecido; a cerrarle los ojos, la boca. Trucos que mi papá guarda celosamente y hace en el más completo silencio, pero que compartió conmigo. Él es una especie de artista para que la cara de los muertos se vea llena de vida.

Es difícil ser familiar de un dueño de funeraria. Porque no existen vacaciones, días libres, ni descanso. La muerte nunca avisa, solo llega. Por lo mismo, recuerdo habernos ido solamente dos veces de vacaciones con mi papá, ya que él es un trabajador que no descansa. Le gusta hacer todo lo relacionado a su negocio, lo que creo que hace la diferencia a la hora del servicio y la confianza que nuestra comuna tiene en su trabajo.

La experiencia más traumática que he vivido con la muerte fue para el terremoto del 27F. Ese día fallecieron 11 personas en Lota y nosotros los atendimos a todos. Nunca me voy a olvidar cuando un padre llegó a las 8 de la mañana con sus dos hijas muertas en el portamaletas de su auto. No sabía qué hacer, porque en el cementerio le habían dicho que las debían enterrar en fosas comunes, sin velatorio. Fueron las primeras dos muertas de un día sacado de una película de terror. Los funerales de esas 11 personas se hicieron entre saqueos, incendios y caos. Constantemente pensaba que moriría esa semana.

He tenido que hacerme cargo del negocio dos veces, ambas por operaciones de mi papá. Pese a que sido sólo unas semanas, aprendí mucho sobre su trabajo y el enorme sacrificio que significa mantener un negocio en donde todo se basa en la confianza y la contención que uno debe realizar en un momento tan doloroso. A mi papá no le hace daño, no lo asusta. Sabe separar el trabajo del sentimiento. Es muy humano; orienta a las familias, les da aliento. Y jamás se preocupa del tema económico para dar el servicio. Ahora que ya tiene 74 años, se ha tenido que enfrentar a la muerte de sus amigos. Él se ha encargado de muchos de sus entierros; los maquilla, los viste, los mete al cajón.

Actualmente vivo en Santiago, pero nunca me he alejado de mi tradición funeraria. Todos los meses viajo a Lota a ver a mi familia y si hay en que trabajar, lo hago con gusto. Nunca se lo he dicho a mi papá, pero me encantaría seguir con el legado que él creó. Sé que volveré en algún minuto, porque en Lota es donde quiero morir.

Luis Escares es periodista y relator de fútbol.

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