Voluntaria en Calcuta
En 2008, cuando tenía 22 años y recién egresaba de la Universidad, la periodista del programa vivencial 21 Días, María José Terré (28), hizo un viaje iniciático: se fue sola a Calcuta por casi seis meses a trabajar como voluntaria con las hermanas de la Madre Teresa. Esa experiencia quedó plasmada en una bitácora de viaje que, años después, usó de base para escribir una novela que publica en noviembre, Los pies del silencio. Aquí, una selección de esas notas de viaje.
Paula 1132. Sábado 12 de octubre de 2013.
El 1 de diciembre de 2007 fue mi última presentación en la universidad y empecé a pensar qué iba a hacer de mi vida. Quería algo distinto, algo que me marcara. Quería salir de lo normal, de lo cómodo, de lo que hacían todos. Siempre había tenido fascinación por el mundo, con lo que hay más allá de lo que los ojos ven. Eso era lo único que sabía con certeza.
También sentía que tenía de todo en exceso: felicidad, oportunidades y suerte. Necesitaba ayudar, trabajar por el beneficio de alguien que lo necesitara, sentirme útil, hacer algo por la felicidad de otra persona. Había llegado la hora de devolver.
Pensé cuál era el lugar más pobre y olvidado del mundo. Y se me vino a la cabeza la Ciudad de la Alegría, Calcuta, en la India. Fue así como decidí irme a trabajar con las Misioneras de la Caridad, porque, además, siempre fui admiradora de la Madre Teresa de Calcuta. Era una idea media loca, un salto al vacío, porque como las hermanas no usan computador ni tienen página web, para hacer un voluntariado con ellas hay que llegar hasta allá a tocar la puerta.
"¡¿Te vas a la India a hacer voluntariado?! ¡¿Sola?! ¡Estás loca, es muy peligroso para una mujer andar sola por allá!", me dijeron. Pero ni una de estas inquietudes alcanzaba a preocuparme. Algo haría para solucionar cualquier obstáculo o dificultad que se interpusiera en mi camino. Me iba, estaba decidido. Ya tenía mi pasaje, el itinerario, plata y, lo más importante, tenía las ganas. Y sentía que era capaz, porque ya una vez había viajado sola y me había manejado en una ciudad desconocida: Brisbane, en Australia. Es cierto que Calcuta era un destino muy distinto, pero aún así me creía capaz. Por eso, partí.
En marzo de 2008 aterricé en Calcuta. Recogí mi bolso de la cinta transportadora y, al salir, el calor evaporó el último vestigio de ingesta líquida que quedaba dentro de mi cuerpo. Con la sensación de estar deshidratándome, busqué un tanto angustiada al taxista que debía recogerme. Por fortuna, ahí estaba: un hombre delgado, de un color de piel tan oscuro que más que negro se acercaba al morado, y ropa que parecía no haberse cambiado en más de dos semanas. Su hoja de papel decía Kote Tere y después de avisarle que era yo, tomó mi bolso y lo metió en la maleta de un antiquísimo taxi. Debido a que la maleta del auto no cerraba por completo, le pregunté si era "safe" llevar mi bolso ahí, a lo que me contestó: "Yes, madame. Very safe".
Observé lo que sucedía a mi alrededor y me angustié. Bocinas, autos, motos, gritos, y la música que sonaba por la radio del taxi. Todo era un caos. Un tren corría por la mitad de la calle, una micro se desplazaba con brazos y pies que salían de las ventanas con rejas; monos y vacas, autos, rickshaws, bicicletas, perros y gente, muchísima gente caminando en todas las direcciones.
Nos demoramos 40 minutos en llegar al sector de Sudder Street, la calle donde se alojan los mochileros y voluntarios. Estaba intranquila. Tenía calor, cansancio y sed. Me dolía la cabeza y lo único que quería era estar sola en un lugar seguro. Llegamos al hostal que había contactado previamente. Luego de pagar, el indio me llevó a mi habitación.
Bajamos unas escaleras y caminamos por un pasillo subterráneo al que solo le entraba luz por los extremos. Se escuchaban gritos y pasaba gente con baldes y paños.
–Your room, madame –dijo el indio abriendo la puerta.
Le agradecí, cerré la puerta por dentro con candado, y me senté en la cama. El lugar era deprimente y hasta terrorífico: un baño sin puerta y con un hoyo en el suelo como excusado, una cama que se caía a pedazos y muros derruidos eran parte de este espacio desolador. ¿Qué estoy haciendo acá? ¿En qué minuto se me ocurrió venir a meterme a este lugar? Y no encontré respuesta a ni una de esas preguntas.
Primer día que despierto en Calcuta. Abrí los ojos alrededor de las seis de la mañana. Me duché con baldes de agua fría, desayuné un plátano y una barra de cereal aplastada que encontré en el fondo de mi mochila; y partí a la Mother House. Eran alrededor de 20 minutos caminando que hubiera disfrutado de no haber sido por las incómodas miradas que me caían encima. Una vez allí, recordé que era Viernes Santo, motivo por el cual la Casa Madre estaba llena. Al entrar, me encontré con las Monjas de la Caridad. Resultaba muy fácil distinguirlas por su túnica blanca con las tres franjas azules que bordeaban sus cabezas como si fueran parte de una aureola.
"De los niños del orfanato, Abilash es mi preferido. Usa anteojos poto de botella que se le caen a la nariz y tiene que mirar dos veces para poder ver con claridad. Cada vez que me ve, corre a abrazarme. Hoy le pregunté a la hermana Beatina si podía adoptarlo".
La hermana contó que ese día no había voluntariado por ser feriado. Tenía que esperar hasta el siguiente miércoles para registrarme. Fui a ver el convento. Me saqué mis chalas, y entré a la gran sala donde se ubica la tumba de la Madre Teresa. Me senté en un rinconcito de la sala y me puse a mirar. Las mujeres se veían como reinas indias con sus coloridas túnicas y sus muchas joyas. Apenas entraban acariciaban la tumba, las flores y después de cada cosa que tocaban se besaban las manos. Me quedé ahí varias horas porque nadie me miraba como si fuera un bicho raro, pasaba desapercibida. Al fin me sentí cómoda, tranquila.
Caminé de vuelta al hostal, donde en la mañana había negociado con Duvindo, el dueño, para quedarme el primer mes por 200 rupias la noche (unos dos mil pesos chilenos). Pasé por el puesto que ofrecía internet, pero no estaba Hassan, el indio a cargo del local que me había visto llorar mientras les escribía un mail a mis papás el día anterior. Revisé los que tenía en el buzón de entrada. "Hola hija, paciencia y fortaleza, acá estamos todos contigo. Seguro que los primeros días serán más difíciles y probablemente luego te habitúes, pero recuerda que no le tienes que probar nada a nadie, si la cosa es muy mala tienes todas las alternativas y yo te apoyo en lo que necesites. Te quiero, Papá".
Me tranquilicé un poco con esas palabras, pero de todas formas sentí nostalgia y soledad. Volví a preguntarme la razón por la cual me encontraba sentada en esa silla, en un cibercafé de Calcuta, rodeada de indios. Volví a preguntarme qué iba a hacer, cómo lo haría y para qué. Y, entonces, lo tuve claro: no podía fracasar. Menos si no lo intentaba.
Esta mañana tuve mi primer encuentro con lo que vine a hacer. En la casa de la Madre Teresa, dos hermanas y un par de voluntarios daban la orientación en distintos idiomas. El grupo de habla inglesa era bastante más grandes que el de habla hispana, así que me fui a ese.
Me inscribí donde me pareció que podía ser más útil y donde me dijeron, más ayuda necesitaban: Shanti Dan, un hogar de niños enfermos que las hermanas recogen de la calle para mejorarlos. El otro lugar adonde voy a trabajar está en la misma casa donde se realizan las orientaciones de los voluntarios: Shishu Bavan, un orfanato. Nos explican que hay niños sanos, pero también hay niños con alguna discapacidad.
Antes de irme decidí ir a ver las salas donde empezaría a trabajar desde el día siguiente. Subí las escaleras que llegaban al último piso. Me saqué los zapatos y entré. Era una pieza grande, con muchas cunas. En un lado de la sala había alrededor de veinte niños sentados en sillas de guagua, mirando hacia distintos lados, incapaces de controlar sus brazos, piernas o lengua. Eran niños con parálisis cerebral. En el otro lado de la sala había niños ciegos, inválidos o con síndrome de Down.
La sensación que tuve en ese minuto es indescriptible. Me dio susto, me dio rabia. Salí de la sala, me puse mis chalas, bajé las escaleras y, sin despedirme de nadie, salí a la calle. Caminé sin pensar adónde iba. La imagen de los niños se aparecía en mi cabeza y solo pensaba: "¡Qué injusto! ¿Por qué pasan estas cosas? ¿Cuál es el sentido de que un niño sufra?".
Mi día empezó a las 5:15 am. Después de una ducha rápida y heladísima, salí a paso rápido por las calles de Calcuta para llegar antes de que comenzara la misa de las seis. Esta misa es una de las cosas más cautivantes que he visto. Todas las hermanas estaban de rodillas con sus saris blancos; pareciera como que las hubiesen bajado de la parte más celestial del planeta. La tranquilidad me llena de pies a cabeza. La hora pasa rápido y salgo contenta, agradecida y, sobre todo, en paz.
Volví a Shishu Bhavan días después de mi primera experiencia con los niños enfermos. Me pasé la tarde sentada en un rincón, mirando. Crucé un par de sonrisas con otras voluntarias y me contaron qué hacen para estimularlos física y sicológicamente. Al día siguiente volví y me acerqué a jugar con ellos, y así, de a poco, me he vuelto cada vez más útil en las labores de la guardería.
Jugar con los niños, mostrarles colores, olores y cualquier otra cosa que los estimule y ayude para mejorar en sus respuestas y reacciones no es complicado. Lo difícil es hacerlos comer.
A la hora de la comida estuve sentada cincuenta minutos cantando canciones, poniéndome gorros y anteojos de payaso para que Ringku abriera la boca y se tragara una cucharada de la papilla. Fracasé. Me ignoró por completo y solo dos veces abrió la boca pero al instante escupió todo de vuelta. Decidí intentarlo por última vez. Sin darme cuenta que venía hacia mí, su mano me rasguñó como un gato enfurecido. Volví al hostal con tres líneas de guerra en mi cachete izquierdo.
Siguen pasando tantas cosas y emociones nuevas que empiezo a sentir una voz de narrador que relata en mi mente todo como si fuera un libro. Como sé que la memoria es corta, trabajo mi muñeca y mi mano apenas alcanza la velocidad de mis pensamientos mientras escribo. La rutina y la normalidad no existen en este lugar. Todos los días hay algo que me deja pensando, reflexionando lo que es la vida de estas personas que viven en condiciones tan distintas a lo que hasta ahora me había tocado conocer. Me siento en una película de HBO o en un documental del History Channel. Claro que esas películas ni se acercan a lo que es esta cruda realidad.
Con los niños de Shanti Dan ha ido todo bien aunque al principio no fue fácil. Como me voy a quedar reemplazando a Delphie, la francesa que se va el próximo martes, no quieren nada conmigo. En realidad, las niñitas del grupo mayor, que van de 8 a 10 años son las difíciles, sobre todo Locky, la que hoy supe que había perdido a su papá hace dos semanas. Delphie me dice que Phulmony también perdió a su mamá unos días atrás, pero que para ellas no es tan difícil porque la concepción de la muerte en la cultura india es tomada de manera muy distinta a la nuestra. De todas formas creo que cualquiera sea la forma como se la tomen, soy incapaz de imaginar por las cosas que han tenido que pasar estos niños.
Hoy en el orfanato Shishu Bavan conocí a la familia que pasado mañana se lleva a una de las niñas que vive en el hogar. Tiene cuatro años, se llama Kushi y tiene síndrome de Down. La familia adoptiva está conformada por cuatro niños sanos, más otros dos que también tienen la misma condición de Kushi. Todos mezclados entre hijos naturales y adoptados. La vinieron a buscar la mamá, el papá y el hermano mayor, y Kushi, irradia una felicidad y una excitación tan grande que me pregunto si entiende lo que está pasando.
La mamá adoptiva es una mujer con cara de ángel y vestida con un traje de dos piezas rojo. Me cuenta que los trámites de la adopción han demorado dos años. El domingo vuelan de vuelta a Suiza, donde Kushi comenzará una nueva vida, y quién sabe si en el futuro, recordará a los niños del orfanato o alguna de las muchas voluntarias que compartimos con ella.
Kushi corre y ríe. En situaciones como estas le encuentro sentido a este viaje y hasta me pongo más creyente. Pienso que quizás Dios no se ha olvidado de este pedazo del mundo.

"Después de una ducha rápida y heladísima, salí a las 5:40 para llegar a la misa de las seis. Esa misa es una de las cosas más cautivantes que he visto. Todas las hermanas _de la Caridad con sus saris albos estaban de rodillas; pareciera como que las hubiesen bajado de la parte más celestial del planeta".
Abilash es mi indiecito de los anteojos poto de botella al que se le caen a la nariz y tiene que mirar dos veces para poder ver con claridad. Tiene tres años y, cada vez que me ve, corre a abrazarme, y a tirarme los brazos para que lo suba encima de mis hombros. Después me agarra a besos y, tengo que reconocer que, aunque no hay que tener preferidos, este ya me tiene conquistada. Le pregunté a la hermana Beatina al respecto:
–Hermana, necesito preguntarle algo.
–Sí, dime.
–Llevo casi cinco meses trabajando aquí con los niños, y quería saber cuál es la posibilidad de adoptar a uno.
–Sí, puedes. ¿Estás casada?
–Mmmm, no.
–Oh, qué lástima. Solo se entregan los niños en adopción a familias de padres y madres casados –me dijo y con una tierna mirada como excusándose de no poder hacer nada al respecto.
Después me enteré de que habían muchos más requisitos para adoptar uno de estos niños. Si la familia no es india, hay que ser de religión católica. Padre y madre deben tener estudios universitarios y demostrar un nivel socioeconómico estable y acomodado para asegurar una buena calidad de vida para el hijo. Me faltan muchos puntos, así que mejor me olvido de la idea.
Llegué cuando ya estaba de noche. Me senté en un rincón, y abracé mis rodillas mientras miraba a las hermanas rezar como estatuas sobre las suyas. Me impresiona su capacidad de orar por horas en esa incómoda posición. Traté de hacer un resumen en mi cabeza de lo que habían sido todos esos meses en la India. Cuando terminó la adoración, fui a buscar a la hermana Karina. Le dije que venía a pedirle su bendición, ya que partía a la mañana siguiente. Ella me entregó dos medallitas. Le agradecí y sin pensarlo mucho lo dije.
–Tengo un problem, hermana. No estoy bien.
–¿Por qué hija? –preguntó tomándome las manos.
–Quise venir aquí porque sentía una necesidad de devolver lo mucho que me había tocado. El problema es que ahora siento que me llevo más de lo que di. Siento que fracasé.
La hermana me mira, sonríe. Luego dice:
–Entonces ándate tranquila, porque hiciste bien. El amor es así: mientras uno más da, más recibe.
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