El enigma coreano

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¿Qué quiere Kim? No podemos saber todo lo que quiere, pero sí intuir, a partir de sus actos y dichos, que tiene una prioridad: la supervivencia de su régimen.



En pocas semanas, hemos pasado de estar al borde de una guerra entre Corea del Norte y sus múltiples enemigos (Estados Unidos, Corea del Sur, Japón, incluso China, su exaliado) a celebrar los gestos con los que Kim Jong-un pretende, o eso necesitamos creer, una distensión duradera con todos ellos.

Todo empezó cuando Kim, para sorpresa general, hizo saber que estaría dispuesto a participar en los Juegos Olímpicos de Invierno en Corea del Sur. Desde entonces hasta ahora, una vertiginosa sucesión de acontecimientos ha hecho desfilar ante nuestras retinas a la hermana de Kim convertida en vedette política durante aquellas olimpíadas; al propio Kim reuniéndose con su homólogo Moon Jae-in en la zona desmilitarizada que separa ambas entidades políticas, más exactamente en una localidad llamada Panmunjom que la comunidad occidental apenas sabe deletrear, para firmar un documento promisorio; a los portavoces de la surcoreana Casa Azul (y al propio Moon) anunciarnos toda clase de buenas intenciones adicionales por parte de Pyongyang y al propio dictador norcoreano coquetear disforzadamente con la idea de reunirse con Donald Trump, cosa que el mandatario estadounidense ha aceptado con impaciente interés.

La fantasmagoría de esta sucesión de golpes de efecto diplomáticos puede hacernos perder de vista lo esencial, de manera que sería bueno tomar un poco de aire, ponerlo todo en su justa dimensión y tratar de entender lo que es posible entender en el vuelco ocurrido en las relaciones entre Pyongyang y sus enemigos, si no en los hechos concretos al menos en la atmósfera.

Por lo pronto, no debemos perder de vista que la iniciativa, a inicios de año, partió de Kim y que por tanto el origen de este proceso que podría (o no) llevar a una distensión real está en el impenetrable, abstruso "reino ermitaño" de Corea de Norte. ¿Qué podría haber llevado a Kim, después de seis ensayos nucleares y pruebas con misiles de distinto alcance que amenazaban con llegar hasta las casas estadounidenses, y de una verborrea hostil contra todos sus adversarios internacionales, a convertirse ahora en poco menos que candidato a Premio Nobel de la Paz? Existe la tentación de pensar que ha sido la línea dura de Donald Trump la que ha provocado el cambio de actitud del norcoreano. Tiendo a pensar que un factor más determinante ha sido China (lo que, por cierto, fue un constante objetivo de Washington tanto durante la administración Trump como en las anteriores). Por primera vez Pekín ha aplicado sanciones reales y abarcadoras contra ese país vecino que tiene a los chinos como casi sus únicos interlocutores comerciales. Más de 80% de los intercambios han desaparecido en virtud de esas sanciones drásticas, que después de los últimos acuerdos en Naciones Unidas, incluyen los principales productos norcoreanos. En diciembre de 2017, por ejemplo, las importaciones chinas desde el otro lado de la frontera habían caído ya a apenas 54 millones de dólares, una bicoca. Pyongyang solía exportar carbón y recibir petróleo refinado, entre otras cosas. Este comercio, vital para Pyongyang, se ha visto directamente afectado.

No solo eso: la presión política china se ha hecho sentir través de una diplomacia, ahora sí, intensa. La prueba de ello es que Kim realizó un viaje secreto a Pekín para reunirse con Xi Jinping hace pocas semanas, en una clara demostración de que Corea del Norte empieza a sentir que sus desplantes contra China tienen un límite.

El cálculo de Kim parecía ser que la tensión entre China y Estados Unidos lo beneficiaba y que podía utilizar a uno contra el otro. Pero esa tensión, que es real y ha vuelto a aflorar en la disputa comercial reciente entre Washington y Pekín, no condiciona, como hubiese ocurrido en otros tiempos, la línea de Pekín respecto de Pyongyang. China es hoy una potencia que quiere ser hegemónica en su zona y tanto sus objetivos como su estrategia chocan con el díscolo y temerario proyecto de Kim. Por tanto, en ese asunto cada vez hay menos diferencias con Washington.

Pero hay más. A diferencia de lo que las cancillerías y la prensa occidentales vienen diciendo desde hace mucho, Kim no está loco, o por lo menos no del todo. Tiene la sofisticación suficiente, por ejemplo, para hacer una lectura correcta de la política interna surcoreana. Él entendió de inmediato, tras la elección relativamente reciente de Moon Jae-in, que estaba ante una "paloma" y no un "halcón". La política surcoreana se divide, en gran parte, entre quienes quieren adoptar una línea dura contra Pyongyang y quienes quieren apaciguarlo (como antes Alemania Occidental se dividía entre "duros y "blandos" de cara a Alemania Oriental y Moscú). Exactamente igual que ocurría con los países europeos durante la Guerra Fría, por momentos el péndulo va hacia la contemporización y a ratos va en sentido contrario. Moon Jae-in se vio, en sus primeras semanas, obligado a emitir señales de línea dura porque Kim había planteado un desafío que había puesto los pelos de punta a toda la península (y al resto del mundo). Pero en realidad Moon es una "paloma" en lo que a Corea del Norte se refiere y, por tanto, alguien con quien una política de gestos seductores por parte de Kim podía tener eco.

De allí que Kim iniciara, a comienzos de año, esa sucesión de gestos dirigidos a bajarle la guardia a su vecino. Moon recogió el guante que le lanzó Kim y desde entonces todo parece avanzar en dirección opuesta a los tremebundos meses en que Kim, haciendo ensayos con misiles intercontinentales, había puesto al mundo al borde de una guerra.

El norcoreano también sabía que Trump es un negociador nato, no un ideólogo, y que en tanto que líder con pulsiones populistas, es capaz de modificar su política con relativa facilidad. En otras palabras, entendía bien que en el espacio de media hora un hombre como Trump es capaz de burlarse de Kim con gruesos calificativos y amenazas de obliterar su país y poco después declararle amor eterno. Con un buen sentido de los tiempos, una vez que tuvo a Moon cerca suyo, inició la seducción de Trump. Sabía que necesitaba que Moon hiciera de correo, cosa que el surcoreano hizo gustoso en una conversación con el Presidente estadounidense de más de 75 minutos poco después de la reunión de los dos líderes coreanos. Finalmente, quedaba algo muy complicado: embarcar al primer ministro japonés, Shinzo Abe, en la política de distensión.

También aquí los tiempos fueron manejados con sofisticación. Kim sabía que Abe no pasaría por el aro si Trump no lo hacía antes y que Trump dependía, a su vez, del guiño de Moon. Una vez que Moon y Trump aceptaron negociar, Abe era una manzana madura que estaba al caer. Y cayó, como había previsto Kim, en una llamada, también larga, de Moon a Tokio.

Hasta ahora no ha ocurrido nada determinante, pero nos han prometido una "península coreana desnuclearizada". No una Corea del Norte, sino una península sin armas nucleares, lo que abarca ambas Coreas. ¿Qué quiere decir? Que, en el supuesto de que Kim vaya en serio, él pretende que, a cambio de renunciar a su programa nuclear, Estados Unidos retire a los más de 28 mil soldados de la península y, sobre todo, la garantía de protección conocida como "paraguas nuclear". No hace falta añadir que implícita en el retiro de ambas cosas está también la prohibición de mantener en Corea del Sur el sistema de defensa antimisiles THAAD anunciado por Washington en su día.

Para dar pruebas de que no hay trampa, Kim ha ofrecido desmantelar su central de ensayos nucleares de Punggye-ri. Los expertos occidentales dicen que después del último ensayo nuclear esa central quedó destruida y, por tanto, la promesa es engañosa. Kim responde que solo uno de los tres túneles de la central fue destruido. Para comprobarlo, los organismos, gobiernos y periodistas extranjeros podrán acudir al lugar cuando se desmantele (en este mes de mayo).

Todo apunta, pues, a que Kim va a lograr lo que necesita: una negociación con Trump, que arrancará en la reunión que ambos planean tener en las próximas semanas (hace poco, en un viaje secreto, el ex director de la CIA y actual secretario de Estado, Mike Pompeo, visitó Pyongyang para reunirse con el dictador norcoreano, allanando el camino para la cumbre).

Todo iba viento en popa hasta que los chinos hicieron saber que se sentían excluidos por unos contactos que confinaban todo dentro de un cuadrilátero Corea del Norte-Corea del Sur-Estados Unidos-Japón que excluía a Pekín. Por eso Xi Jinping acaba de enviar a su ministro de Relaciones Exteriores, Wang Yi, a visitar Pyonyang. China se siente la potencia de la zona Asia-Pacífico y no admitirá unos acuerdos de los que no sea parte.

¿Qué quiere Kim? No podemos saber todo lo que quiere pero sí intuir, a partir de sus actos y dichos, que tiene una prioridad: la supervivencia de su régimen. Gran parte de su programa nuclear -una herencia que viene de dos generaciones anteriores a él- ha sido un instrumento para garantizar la perpetuidad de la dinastía. Pero tener armas nucleares y al mismo tiempo una economía devastada es algo que, a mediano plazo, pone en peligro la continuidad de la dictadura comunista. De allí que el arsenal sea también, potencialmente, un arma de negociación. Si Kim obtiene lo que él entiende por una península desnuclearizada -y estamos lejísimos de semejante desenlace en caso de que la negociación llegue a darse-, podrá fortalecer económicamente a su régimen con las garantías de que no será hostilizado o desestabilizado, y menos invadido. Para ello, claro, exigirá unas salvaguardas muy estrictas, pues existe el precedente de Libia, donde Muammar Gaddafi renunció a las armas nucleares y en 2011 las potencias que le habían garantizado la continuidad a cambio de ello ayudaron a los rebeldes alzados contra él en plena Primavera Árabe a acabar con el susodicho.

Trump, como bien sabe Kim, necesita un gran éxito de política exterior en este año de elecciones legislativas y cuando ya no falta demasiado para que arranque la larga campaña electoral de las próximas presidenciales. Por tanto, a pesar de la resistencia del sector de los "halcones" en el Partido Republicano, las posibilidades de que se reúna con Kim son muy grandes. También lo son las posibilidades de que inicie una negociación. Pero lo que Kim necesita para asegurar la supervivencia de su régimen a cambio de acabar con su programa nuclear es mucho más de lo que sus vecinos y sobre todo Estados Unidos están dispuestos a darle. De allí que convenga moderar el entusiasmo y prepararse para un largo proceso en el que habrá marchas y contramarchas, rupturas y amistes, grandes palabras y muchas imprecaciones, y al final… no sabemos qué.

Kim, un hombre cuyo ego no es menor que el de su par estadounidense, está hoy en el centro del mundo. Y vaya que está gozando de su estrellato.

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