Revista Que Pasa

Malvinas: chilenos en la guerra

Cuando, dentro de algunas semanas, se cumplan 30 años de la guerra que enfrentó a argentinos y británicos, el Reino Unido deberá desclasificar archivos que contarán la historia con detalles inéditos. Chile vivió este conflicto en una posición incómoda, entre un vecino con el que aún buscaba la paz y un poder global que siempre había sido cercano. Pero, para algunos chilenos, esta guerra fue algo más que política y diplomacia.

Se llamaba Daniel. De su apellido no se acuerda. Pero el nombre todavía resiste en la mente del doctor Ruperto Miranda. Aún hoy, treinta años después. También entre sus recuerdos queda algo de esa fecha que Daniel tenía inscrita en su anillo: algún día de marzo de 1982. Probablemente era su matrimonio o su postura de argollas. Pero esa historia se acabó ahí, en las heladísimas aguas del Atlántico Sur. Miranda tenía la labor de identificar su cuerpo ya sin irrigación, congelado después de flotar en esas aguas un par de días.

Los oficiales del buque chileno Piloto Pardo, en el que navegaba Miranda, miraban los restos de la balsa que traía al cuerpo. Era una de las que habían usado los marinos del crucero argentino Belgrano, hundido hacía pocos días por los ingleses. En sus caras se notaba el impacto de ver la guerra de las Malvinas resumida en un rostro congelado, un joven de no más de 22 años, como muchos de ellos. No quedaba más que guardar silencio.

El silencio se repetía en el hogar de un profesor rural chileno, Claudio Muñoz, en el estrecho de Magallanes. Él vivía tranquilo, haciendo sus clases en el internado de Agua Fresca, a veinte kilómetros de Punta Arenas. La guerra era algo que ocurría lejos, al otro lado de Tierra del Fuego y más allá. Ya había pasado la época de su servicio militar. Atrás habían quedado también sus años en una escuela en el Beagle, cuando Chile estuvo cerca de ir a la guerra de Argentina y debía estar preparado todos los días para afrontar un conflicto bélico. Pero la recuperada tranquilidad se interrumpió con la estridencia de un helicóptero que vio aterrizar desde su casa. El hecho no lo alteró demasiado. Hasta que la nave explotó.

El resto de los chilenos seguiría la guerra de las Malvinas por televisión, radios o diarios, pero unos pocos -como Claudio Muñoz y Ruperto Miranda- fueron testigos cercanos de los hechos que marcaron este conflicto, desarrollado en abril y mayo de 1982. Hasta hoy existen preguntas sin responder, como el detalle de la ayuda que prestó Chile al Reino Unido. En unas semanas más, cuando se cumplan treinta años de los hechos, el gobierno británico deberá, por ley, desclasificar los documentos relacionados al conflicto. Mientras tanto, un grupo de chilenos relata a retazos sus memorias de una guerra que puso al país en una incómoda posición.

La guerra que nunca se declaró

A partir del 2 de abril de 1982, el teléfono del embajador chileno en Londres sonó como nunca antes. "Yo pasé a ser el equivalente de lo que podría haber sido un canciller de país petrolero", dice Miguel Schweitzer, quien ejercía ese cargo. Las tropas argentinas invadieron las Malvinas -o Falkland para los británicos-, el embajador trasandino pasó a ser persona non grata y los parlamentarios británicos empezaron a llamar a Schweitzer para almorzar o simplemente consultarlo.

A partir del 2 de abril de 1982, el teléfono del embajador chileno en Londres, Miguel Schweitzer, sonó como nunca antes. Los parlamentarios británicos empezaron a llamar a Schweitzer para almorzar o simplemente consultarlo.

Al día siguiente, Margaret Thatcher acudió al Parlamento. Los embajadores tenían asientos reservados en el segundo piso, los cuales no eran muy solicitados. Schweitzer, sin embargo, iba constantemente. Mientras Thatcher explicaba que las comunicaciones estaban cortadas con las Falkland y que condenaba esta "agresión sin provocación", los parlamentarios manifestaban su apoyo con un "yes!" y Schweitzer observaba, junto a sus pares de Francia, Alemania y Egipto. De la misma forma que Galtieri no dio aviso, la Dama de Hierro nunca declararía la guerra. Sólo anunció que una flota partiría hacia el Atlántico Sur a recuperar las islas. "Muy poca gente creyó realmente que Margaret Thatcher lo iba hacer, pero dijo que frente al uso de la fuerza, no quedaba otro camino que la fuerza", recuerda Schweitzer.

Terminada la sesión, el embajador salió del salón y envió un télex al gobierno chileno contándoles lo que había pasado. "Les dije que esto significaba una declaración de guerra", recuerda Schweitzer.

Lo segundo que hizo el embajador chileno fue reunirse con sus agregados militares en esa época: Ramón Vega, de la FACh, y Sergio Cabezas, de la Armada. "Les dije que, para los efectos de resguardar la seguridad nacional, todo lo que ellos hicieran lo debían hacer sin conocimiento del embajador. De la misma manera, yo no los contaminaría con lo político".

Mientras tanto, el Ministerio de Relaciones Exteriores chileno enviaba instrucciones a sus embajadores de mantenerse neutrales. René Rojas, el canciller de la época, era un diplomático de carrera y su posición, que fue la oficial del gobierno, era de apoyar la demanda argentina, pero condenar sus métodos. "Pero los dos embajadores éramos políticos, actuamos libremente, cada uno haciendo lo que creía que era mejor para el país", dice Schweitzer. Sergio Onofre Jarpa, en la embajada en Buenos Aires, declaraba a los argentinos que "sus espaldas estaban cubiertas" y que no había nada de qué preocuparse.

En paralelo, oficiales chilenos se reunían con los británicos y se coordinaban con los chilenos para colaborar. La actitud de Galtieri tenía preocupadas a las Fuerzas Armadas. El proceso de paz tras el conflicto por las islas Picton, Nueva y Lennox aún no estaba terminado y el presidente de la Junta de Gobierno argentina había dicho que con esto se comenzaba la recuperación definitiva de las islas del Atlántico Sur. Para los argentinos, esas tres islas en el Beagle que Chile reclamaba eran parte de ese conjunto.

En el Pacífico, mientras tanto, un petrolero de bandera británica se acercaba a las costas chilenas. Era el Tidepool, que había sido comprado por el gobierno de Pinochet. Entre su personal venía una parte de la nueva tripulación chilena, como se acostumbra en las transacciones navales. Llegando a Valparaíso, el buque debía cambiar de nombre y pasar a ser el Almirante Montt. Sin embargo, la guerra comenzó y el gobierno de Thatcher solicitó el buque de vuelta. Así, el 2 de abril los ingleses llegaron al puerto de Arica, la tripulación chilena descendió y el barco enfiló hacia el canal de Panamá -había que evitar la zona cercana a las Malvinas-, para unirse a la flota inglesa. La bandera chilena sólo flamearía en el Tidepool en agosto, cuando la guerra terminó. Ahí, el petrolero pasó por el Estrecho de Magallanes y fue entregado en Talcahuano a sus nuevos oficiales.

¿Vas a seguir leyendo a medias?

NUEVO PLAN DIGITAL $1.990/mesTodo el contenido, sin restricciones SUSCRÍBETE

VIDEOS

Servicios