El impensado amigo chileno de Truman Capote

MARTIN HUERTA
Huerta junto a un retrato que él mismo tomó de Capote. Crédito: Juan Farías.

Cuando se cumplen 35 años de la muerte del autor de A sangre fría, Martín Huerta recuerda su particular amistad con él. Fue una coincidencia. Una tarde de 1976, en Nueva York, el fotógrafo chileno -cuya existencia había comenzado en un pueblito perdido al interior de Vallenar- conoció a Capote. Hablaron breve, pero acordaron juntarse otra vez. Lo seguirían haciendo hasta que el escritor falleció, el 25 de agosto de 1984. "Cuando Capote murió, tenía listo un viaje a Chile", revela.


Entonces, Martín Huerta se armó de valor y se acercó. Era el momento. Truman Capote acababa de terminar una tertulia literaria en una sala de la Universidad de Nueva York y ya emprendía una veloz retirada. Martín Huerta tenía algo que decirle.

En un inglés menos que básico, "tarzanesco" precisará él años después, le contó a Capote que venía de Chile y que en el camino a Nueva York se había leído uno de sus libros, El arpa de hierba. El escritor se sintió halagado, pero también sorprendido. "¿Chile?, tan lejos… ¿dónde está exactamente? ¿Y hay libros míos allá?, ¿y en español?", dice Martín Huerta que le dijo Capote. Luego el escritor le preguntó si aún tenía ese libro. El chileno le dijo que sí, que lo guardaba en el departamento en que vivía en Nueva Jersey, en la otra orilla del río Hudson.

Capote, aún halagado, aún sorprendido, le propuso que volvieran a juntarse en 15 días, en el mismo lugar. Que trajera el libro, que él le escribiría una dedicatoria. Le dijo que así podrían conversar más tranquilos -ahora estaban rodeados de estudiantes que también perseguían con entusiasmo a uno de los autores norteamericanos más conocidos- y que le interesaba que le contara más detalles de su país remoto.

Cuando se despidió de Capote, Martín Huerta sintió que esa tarde de 1976 había adquirido otro brillo, otra energía.

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Que ese primer encuentro se produjera, era un asunto absolutamente improbable. Inimaginable, incluso: el de un escritor aclamado, best- seller y famoso en Nueva York con un chileno que, de haber seguido sin chistar el derrotero de su vida, de no haber forzado él mismo los puntos de quiebre en su biografía, debería seguir anclado en un pueblito perdido en el norte de Chile.

"Cuando murió, Capote tenía listo un viaje a Chile. Era un viaje inminente y él estaba muy ilusionado. Quería calma, caminar por Santiago, conocer a Nicanor Parra, ir por supuesto a Il Bosco".

Martín Huerta

Martín Huerta nació en la Navidad de 1940. Sus padres vivían en La Pampa, un caserío 75 kilómetros al interior de Vallenar. El día en que él nació, su madre sintió repentinos dolores de parto y el padre la montó en un caballo para iniciar con ella el camino hacia Vallenar. No alcanzaron a llegar: tuvieron que parar en otro pueblito cercano, El Tránsito, donde Noemí Torres, la madre, parió al último de sus ocho hijos.

Martín Huerta creció en La Pampa. Como su madre era la directora y única profesora en la única escuela del lugar, lo metieron desde guagua a la sala de clases. Lo instalaban en un corral, en medio de los pocos alumnos. Aprendió a leer precozmente; y cuando ya era un niño que caminaba, se iba a la orilla del río a devorarse esa enciclopedia que marcó a toda una generación: El tesoro de la juventud.

A los 7 años, con la convicción temprana de que ya sabía todo lo que necesitaba, se escapó a trabajar con los pirquineros de las minas de la región. Posiblemente necesitaba figuras masculinas en su vida: su padre, Rafael, había muerto cuando él tenía 3 años y todos sus hermanos, ya mayores, no vivían en La Pampa. Estuvo cinco años metido en ese trabajo duro, hasta que su madre lo mandó a buscar con carabineros. Segura de que ya no podría mantener al hijo tranquilo junto a ella, Noemí mandó a Martín a estudiar a Vallenar, al cuidado de unos amigos de ella. Lo matricularon en la Escuela Nº 1.

No duró mucho. A los 14 años se montó en un camión y se vino a Santiago, apenas con lo puesto.

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Martín Huerta, fotógrafo chileno, durante los años 70 en Nueva York. Había llegado a esta ciudad a fines de la década anterior. Crédito: Archivo personal de Martín Huerta[/caption]

Para entonces, lejos de ahí, en Nueva York, un cada vez menos anónimo Truman Capote ya había publicado dos novelas -Otras voces, otros ámbitos (1948) y El arpa de hierba (1951)- y comenzaba a dar qué hablar en el circuito literario.

Pero arriba de la carga de un camión, muerto de frío, Martín Huerta ni siquiera podía imaginarse todo eso. Tampoco Capote podía saber de ese adolescente que se iba a la capital chilena a buscarse otra vida.

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En Santiago, Martín Huerta se pasó el primer tiempo cargando y descargando camiones en La Vega. Igual encontraba el tiempo de arrancarse a los museos. El gusto por el arte, los libros, la cultura era algo que su madre le había heredado profundamente. A los 16 años se compró su primera cámara fotográfica y el asunto se le convirtió en obsesión. Tanto, que un día llegó a la oficina del dueño del Teatro Caupolicán, Enrique Venturino, a mostrarle unas imágenes que había tomado del cantante Raphael. Venturino quedó encantado. Y lo contrató como el fotógrafo oficial de los eventos y visitas de este teatro, que en esos años estaba en su apogeo.

Estuvo en eso una década, aumentó sus ingresos, empezó a vivir mejor, pudo armarse una red de contactos. Hasta que en 1969 vino otro punto de quiebre que le viró el rumbo. Martín Huerta se enamoró de una de las patinadoras del Holiday on Ice que se presentaba en el Caupolicán; y cuando ella se fue, él le prometió ir a buscarla a Nueva York. Hizo los trámites para la visa, pero no se la dieron. Entonces habló con un conocido que lo subió a la mala en La Esmeralda. Recuerda que iba escondido en el pañol de víveres. Allí, con mucho tiempo libre, fue que leyó El arpa de hierba, de Capote, que la editorial Zig Zag había publicado en español el año anterior.

"Martín Huerta se enamoró de una de las patinadoras del Holiday on Ice que se presentaba en el Caupolicán; y cuando ella se fue, él le prometió ir a buscarla a Nueva York".

"Yo iba de polizón. Y así me mantuve como tres meses, ayudado por algunas personas en el buque. Pero al llegar a Nueva York me descubrieron, y me bajaron en un bote inflable. La corriente del río Hudson me llevó a la orilla de Nueva Jersey, al frente de Nueva York. Un dominicano me vio y me ayudó a salir del agua. Decidí que en este lugar tenía que instalarme", recuerda hoy Martín Huerta, 78 años, pelo blanco, delgadísimo, sentado en un café del barrio Lastarria.

-¿Sabía, al llegar a Nueva York, que Capote ya había publicado más libros, incluidos Desayuno en Tiffany's y el célebre A sangre fría?

-No tenía ni idea. Yo iba enfocado en buscar a esta chica del Holiday on Ice con que hicimos buenas migas.

-¿Y la encontró?

-La busqué un mes, y nada. En su teatro me dijeron que andaba de gira por Europa. No insistí más.

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El segundo encuentro de Truman Capote con Martín Huerta fue tal como acordaron: 15 días después del primero, en la cafetería de la Universidad de Nueva York.

Ese año, Martín Huerta estaba cursando allí un taller sobre producción de cine. Seguía viviendo en Nueva Jersey -donde había llegado seis años atrás-, se había casado, tenía hijos pequeños y trabajaba por horas en distintas fábricas: partió barriendo y haciendo aseo, luego se hizo cargo de tareas más administrativas. Y si bien había partido como inmigrante ilegal, para 1976 ya tenía todos sus papeles en regla.

De la Universidad de Nueva York, recuerda Huerta, se fueron al bar Jack Demsey's, uno de los preferidos de Capote. Los ubicaron en un rincón que esa mañana estaba desocupado y tranquilo. "Capote era conocido aquí y nos atendieron bien. Yo tuve que llegar con un diccionario bajo el brazo, para poder hablarle en inglés", dice Huerta.

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Huerta y Capote, fotografiados en una terraza de la Universidad de Nueva York, en 1976. Crédito: Archivo personal de Martín Huerta[/caption]

Tal como el escritor se lo había prometido, le puso una dedicatoria en la primera página de El arpa de hierba. Allí escribió: "A un fotografillo del Tercer Mundo con ínfulas de fotógrafo".

Después empezó a preguntarle sobre Chile. "Me interrogaba de Pinochet y cómo era vivir en un país regido por militares. Pero yo obvié la parte política, porque nunca he sido político, y le hablé de la cultura chilena. Le hablé de la Violeta Parra y su carpa de circo remendada, del Canto Nuevo, de Patricio Manns, de Pedro Messone, del grupo musical rebelde de los Amerindios, del teatro Aleph, de todos los personajes que venían al Teatro Caupolicán. Y le hablé del legendario bar y restaurante Il Bosco, donde coincidían los grandes académicos, los artistas de gran nivel, los escritores, las coristas del Bim Bam Bum", recuerda Huerta.

Capote, que era hombre de bares y de bohemia, estaba fascinado. Le pidió que siguieran juntándose a conversar. Martín Huerta le dijo que sí, que cuando quisiera.

Ninguno de los dos podía saberlo entonces, pero esos encuentros se prolongarían durante 8 años. Con una frecuencia de una vez por mes.

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En 2012, Martín Huerta sufrió un accidente cerebrovascular. Estuvo grave, pero sobrevivió. Fue poco después de haber dejado el diario La Nación, donde entró a trabajar en el 2000, cuando ya llevaba unos años de vuelta en Chile. Allí ejercía de gestor cultural: seleccionaba, coordinaba y montaba exposiciones de arte que se hacían en el hall del periódico y en la cercana Plaza de la Constitución. Él fue el último en salir cuando el diario cerró sus puertas.

Todos quienes trabajaron con él en La Nación lo recuerdan con cariño. Como un hombre amable, correcto, buena persona. Él, lamentablemente, no puede recordarlos a todos: su infarto cerebral le dejó frágil la memoria más reciente. Por suerte, dice él, la memoria antigua está bastante intacta. Y en el caso de su amistad con Capote, tiene un valioso respaldo extra: un pequeño libro de 38 páginas que escribió en los años 90; una autoedición de pocos ejemplares que repartió entre sus conocidos.

"Todos quienes trabajaron con él en La Nación lo recuerdan con cariño. Como un hombre amable, correcto, buena persona. Él, lamentablemente, no puede recordarlos a todos: su infarto cerebral le dejó frágil la memoria más reciente".

El librito se llama simplemente Truman Capote; y allí están los detalles de esos años de reuniones en distintos locales de Manhattan, de paseos por Harlem, de caminatas por Lexington Avenue, de llamadas de madrugada del escritor con ganas de hablar, de largas conversaciones acerca de la infancia. Hay también fotografías, porque Martín Huerta fotografió a su amigo y esas imágenes hoy las tiene ampliadas, enmarcadas y guardadas en una sala de la casa donde vive, con dos de sus seis hijos, a pocas cuadras de la Plaza Italia. Hay algunos retratos, algunas fotografías de Capote en conferencias. No son muchas, en todo caso.

"A Capote no le gustaban las fotografías, así que nuestros encuentros eran sin fotos. Lo fotografié poco, porque además pensé que íbamos a tener tiempo de hacer más… nunca me imaginé que se iba a morir repentinamente. Para mí fue una sorpresa muy triste", dice Martín Huerta, y mueve su cabeza como negándolo.

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Las reuniones de Capote y Huerta eran generalmente en bares y restaurantes que el escritor conocía en Manhattan. Como el Jack Demsey's y el Club 21. Duraban horas. A veces eran en la mañana; otras veces en las tardes. Martín Huerta recuerda que mientras conversaban Capote se podía beber fácilmente 4 ó 5 gin tonic y que jamás se embriagaba; en cambio él, abstemio desde siempre, sólo tomaba Coca Cola.

"Capote siempre estaba de sombrero. No hablaba mucho, sino que más bien preguntaba de Chile", cuenta Huerta. Y recuerda una historia que al escritor lo hacía estallar en carcajadas. Había ocurrido en los años 60 en Santiago. En el Teatro Caupolicán se había presentado un espectáculo del Circo Águilas Humanas y era el turno del ballet ruso Moisseiev: entonces eran días que, en el mismo escenario, se encontraban los artistas que salían con los que llegaban. Allí cruzaron miradas el enano del circo y Sergei, el primer bailarín del elenco soviético. "Era un enano desproporcionado en sus partes íntimas. Sergei se cruzó con él y congeniaron con la química del amor. Pero esa noche, al pobre Sergei tuvieron que sacarlo de urgencia para la Posta Central: el enano le había plantado los honores y con consecuencias desastrosas. Se tuvo que aplazar el debut del ballet. Pero no todo quedó ahí. El enano era habitué en las rutilantes jornadas en Il Bosco y se apareció ahí una noche. Estaba triste por Sergei, lo extrañaba. En el bar lo convencieron de ir a buscarlo a la Posta. Así, con otros compañeros del circo, volvieron a las 4 de la mañana con el bailarín a cuestas. Luego llegaron los comisarios soviéticos encargados de su seguridad, quienes se unieron a la fiesta bebiendo vodka. En la mesa de al lado estaban unos marines norteamericanos, y no tardó en armarse una batalla entre ellos. Era plena Guerra Fría. Volaban los vasos, volaban las sillas. Sólo Berta, la costurera del Bim Bam Bum, pudo instalar la paz: parada arriba de una mesa, los convenció de dejar de pelear y los hizo firmar un armisticio en una servilleta", cuenta Huerta, leyendo pedazos de su libro donde está la historia detallada.

Il Bosco se fue transformando en un obsesión para Capote. Quería saber si se parecía a los bares de Nueva York, si la bohemia allí era tan de realismo mágico como se la contaba su amigo chileno. Por eso, asegura Huerta, en 1984 decidieron venir juntos a Chile. Capote quería escribir de este lugar, y además pasear tranquilo por una ciudad como Santiago, donde no fuera una figura conocida.

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Crédito: Juan Farías.[/caption]

"Me pasó dinero y yo compré los tres pasajes: el mío, el de él y el de su amante, Jack Dunphy. Creo que eran en Lan Chile. También les reservé una suite en el hotel Carrera; el depósito que pedían para la reserva lo pagué de mi bolsillo. Ellos venían a Santiago con tiempo, a la suerte de la olla. Podía ser una semana, o meses", recuerda Huerta.

-¿En qué fecha viajaban?

-No recuerdo la fecha exacta. Pero era más o menos en la fecha que Capote se murió (25 de agosto de 1984). De hecho, él viajó ese mes a Los Angeles, una ciudad que odiaba, para despedirse de su amiga Joanne Carson; pero allí murió repentinamente de una insuficiencia al hígado.

-O sea, debe haber sido un viaje para fines de agosto o principios de septiembre de 1984.

-Claro. Cuando murió, Capote tenía listo un viaje a Chile. Era un viaje inminente y él estaba muy ilusionado. Quería calma, caminar por Santiago, conocer a Nicanor Parra, ir por supuesto a Il Bosco.

Como coincidencia del destino, el mítico Il Bosco cerró sus puertas ese mismo 1984, después de 37 años de funcionamiento ininterrumpido, todos los días, las 24 horas. En el espacio que el bar ocupó en la Alameda, casi al llegar a Estado, funciona hoy una tienda Pre-Unic.

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En los años de amistad, Capote y Huerta a veces salían de los bares y se metían en la ciudad. Una tarde, por ejemplo, fueron a Joe's Pizza. "Recuerdo que le hicimos una apuesta al dueño. Él decía que el queso de sus pizzas era tan bueno que jamás se cortaba. Capote entonces lo desafió: le dijo que era imposible que al estirar el queso por más de una yarda, no se cortara. Que si tenía razón, nos debía dar pizza gratis. El dueño aceptó. Entonces yo me puse a tirar de un lado del trozo de pizza, y Capote del otro. Evidentemente el queso se cortó, y comimos gratis", cuenta Huerta, riéndose.

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Uno de los primeros retratos que Huerta le hizo a su amigo escritor. Crédito: Archivo personal de Martín Huerta[/caption]

Otra vez fueron a ver vudú a Harlem. Martín Huerta conocía a un chileno casado con una dominicana que hacía estas ceremonias y se hacía llamar Madame Silvie. Capote, que estaba interesado en el tema desde que visitó Haití en 1948, le pidió que fueran juntos. Lo lograron en 1977. El ambiente era aterrador: mucho hueso, mucho humo, mucha gente en trance, mucho grito. En un momento, hasta degollaron un carnero. Huerta recuerda que Capote se desmayó y que apenas pudo recuperarse, ambos huyeron gateando hasta la salida.

Pero sería incompleto, injusto, reducir esta amistad sólo a momentos eufóricos o divertidos. Había también encuentros muy emotivos. Cuando Huerta conoció a Capote, el escritor no atravesaba tiempos fáciles. Al desgaste personal que significó para él los seis años de trabajo de A sangre fría, se sumaba que a mediados de los 70 había publicado en revistas algunos capítulos de Plegarias atendidas, donde contaba secretos de los ricos y famosos que lo adoraban y que, luego de esas publicaciones, le dieron la espalda, indignados por lo que consideraban una traición. Capote dijo que esto no lo afectaba, pero entró en un período solitario y de sequía literaria. En ese tiempo fue que apareció este amigo chileno.

"Fui el amigo que lo escuchaba, el oído que necesitaba en ese tiempo. Me llamaba por teléfono a las 3, a las 4 de la mañana. Angustiado a veces. Conmigo era muy distinto a cuando estaba de juerga, con los focos encima. Ahí era divo, pesado. Conmigo se ponía a la altura mía. Como uno lo hace con los amigos", dice Huerta.

"Otra vez fueron a ver vudú a Harlem. Martín Huerta conocía a un chileno casado con una dominicana que hacía estas ceremonias y se hacía llamar Madame Silvie. Capote, que estaba interesado en el tema desde que visitó Haití en 1948, le pidió que fueran juntos".

Un tema recurrente en esos encuentros más sentimentales eran sus respectivas infancias. A Capote le gustaba oír una y otra vez que Martín Huerta le contara de su vida de niño en ese pueblo perdido en el norte, de sus años de pequeño pirquinero, de su madre profesora, de su decisión de irse a Santiago. Eso a Capote le recordaba su propia niñez: un chico abandonado por sus padres, criado con apreturas económicas por un tía solterona en lo profundo de Alabama, un niño solitario y frágil que también dio un salto a una gran ciudad como Nueva York. "Es eso, estas infancias que podían compararse de alguna manera, lo que de verdad nos hizo amigos", reconoce Huerta.

Y entonces recuerda una de esas reuniones. Donde después de hablar de sus infancias, Martín Huerta -diccionario en mano- le tradujo al inglés un poema de Parra sobre ese ejercicio de revisitar la propia niñez. Se llama Hay un día feliz. Huerta empezó a leerlo en voz alta a Capote; primero en español, luego traducido. Las primeras estrofas dicen así:

A recorrer me dediqué esta tarde

Las solitarias calles de mi aldea

Acompañado por el buen crepúsculo

Que es el único amigo que me queda.

Todo está como entonces, el otoño

Y su difusa lámpara de niebla,

Sólo que el tiempo lo ha invadido todo

Con su pálido manto de tristeza.

Nunca pensé, creédmelo, un instante

Volver a ver esta querida tierra,

Pero ahora que he vuelto no comprendo

Cómo pude alejarme de su puerta (…)

Dice Martín Huerta que de pronto miró de reojo a Capote. Entonces vio al escritor llorando a sollozos; de esa manera desesperada que lo hacen los niños cuando han acumulado demasiada pena.

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