Columna de Matías Rivas: espectros del presente

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El escritor chileno Manuel Rojas.

Hago este recuento de lecturas sin ambiciones de explicar nada. He vuelto a estos libros para sentirme menos solo. El desasosiego que me habita tiene parentescos, ha sido representado en la ficción, está detallado.


El aire parece de vidrio, corta al caminar. Las calles que recorro están de nuevo tapiadas. Las amenazas de cesantía, caos y enfermedad concentran la atención. Cuesta ver caras amables. Algunos están afligidos, otros exaltados. Noto que el tono ha cambiado a la hora de acentuar y subir la voz para decir lo mismo. La sensación que me invade es de incomodidad ante el fanatismo que percibo.

Joaquín Edwards Bello narra en sus crónicas épocas equivalentes en las que la desconfianza entre chilenos impregnaba la ciudad. También Aniceto Hevia, el personaje central de Hijo de ladrón, de Manuel Rojas, se desenvuelve en situaciones de convulsión. Desde su encierro en la cárcel narra las manifestaciones conocidas como la huelga de los tranvías de 1888. Pienso que hoy estaría inmiscuido en la revuelta. O deambulando urgido por encontrar alguna transa para salvar la plata, siempre escasa y fugaz.

Por lo mismo, se me vienen a la mente dos novelas de Carlos Droguett: Eloy y Patas de perro. Retratos internos de un delincuente y un deforme, cuyas vidas son contadas de forma torrencial. Remece descifrar la conciencia de los marginales, los diferentes, sujetos que se mueven fuera de la ley, con otros códigos y afectos.

En Ídola, Germán Marín cuenta una pesadilla apocalíptica en la que Santiago es incendiado y asolado por el pillaje. Describe una situación fácil de reconocer en los videos que circulan mostrando zonas de la ciudad al amanecer, con restos de fuego y mugre. Sumar, de Diamela Eltit, es el libro que prefigura lo que ocurre desde el 18 de octubre del 2019. Acontece en una marcha de vendedores ambulantes. Son voces distintas, en las que se alternan lo culto y lo popular. Todos van tras unas moneditas. El acierto mayor de este texto radica en ubicar el problema social en el plano del lenguaje, donde se está dando la verdadera batalla cultural a la que asistimos. Ya no da lo mismo qué palabras se ocupan, ni cómo. La pérdida de una lengua común es una fractura esencial, que se nota en el odio que despiertan ciertos términos, los usos antiguos y la tensión que produce la incapacidad de comunicarnos.

Hago este recuento de lecturas sin ambiciones de explicar nada. He vuelto a estos libros para sentirme menos solo. El desasosiego que me habita tiene parentescos, ha sido representado en la ficción, está detallado. Al menos puedo discurrir. Que exista una tradición literaria que se engancha con el presente permite tomar distancia, revisar la historia. Incluso, me he dedicado a ver los primeros trabajos de Raúl Ruiz. Películas precarias que ayudan a esclarecer el nivel de parodia y exageración en la que nos movemos, sobre todo cuando conversamos. Ruiz desarma la seriedad impostada de la política en películas como El realismo socialista, que empieza con una asamblea en la que se debate hasta el delirio. Trata de cómo cambiar de posición: un publicista de derecha termina en la izquierda, y un obrero de izquierda dura pasa a la extrema derecha.

En ¿Qué hacer?, un filme que Ruiz consideraba fallido y que filmó junto a Saul Landau y Jim Becket, registró lo que acontecía en las elecciones de 1970, en las cuales ganó Salvador Allende. Se muestran desfiles, marchas, protestas y declaraciones contundentes de próceres de la época. El miedo, la incertidumbre, la pasión y las conspiraciones hierven en la atmósfera de la película que se salva en calidad de documento.

No he sacado en limpio de estas incursiones. Solo he encontrado compañía, espejismos, semejanzas y un humor reservado que me asiste en estos días raros.

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