David Bowie: por qué aún nos duele tanto su muerte

La última foto que se tomó el artista.

Este sábado 8 se cumplieron 75 años del nacimiento del cantante, pero el lunes 10 se conmemorará un hito mucho más definitivo y doloroso: su muerte hace seis años debido a un cáncer al hígado. Una noticia que sacudió al mundo y que hasta hoy asoma como una pérdida insuperable en la historia del rock. ¿Por qué seguimos extrañando tanto al Duque Blanco y por qué pareciera que nunca nos recuperamos de su partida, como si se tratara de una resaca infinita? Aquí algunas pistas.


En la mañana del lunes 11 de enero de 2016, el planeta tuvo que frotarse varias veces los ojos para digerir lo que estaba leyendo: un día antes había muerto la figura más relevante en la historia del rock desde el asesinato de John Lennon en 1980.

Con Frank Sinatra (1998) y Michael Jackson (2009) remitidos a la canción pop, y con Kurt Cobain con un legado más abreviado, por primera vez en décadas nos enfrentábamos a la desaparición de una leyenda del género más representativo del siglo XX. Fue el día en que despertamos enterándonos que David Bowie ya no existiría más.

Por eso hasta hoy seguimos moviendo la cabeza con resignación. Por eso hemos convertido ese luto en un epicentro telúrico que ha irradiado otras tragedias, como si a partir de su muerte el mundo sólo hubiera seguido una inexorable marcha hacia el despeñadero, con malos gobiernos, pandemias y, por sobre todo, el adiós de otros colosos provocadores y seminales, de Prince y George Michael hasta Leonard Cohen o nuestro Juan Gabriel.

Bowie inauguró una seguidilla de pérdidas emblemáticas, como si con su deceso la cultura popular hubiese caído frágil y herida para nunca más levantarse. Bowie anunció el principio del fin. Bowie creó una tendencia incluso cuando ya no estaba para patentarla como tendencia.

Ahí está la magnitud de su vacío: hace seis años se fue un creador irrepetible. Brillante e influyente no sólo después del final; también desde antes del principio.

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David Robert Jones nació el 8 de enero de 1947 en Brixton, al sur de Londres, y ya a los 17 años -todavía faltaba mucho para rebautizarse como David Bowie- era consciente de las vías para transformarse en un personaje único. Un hombre que incluso suscribiera su huella más allá de la música.

En 1964, cuando los Beatles recién inventaban las reglas que definirían al marketing del espectáculo, el británico desplegó un truco magistral para que Inglaterra supiera de su nombre: el espacio Tonight de la BBC lo entrevistó como líder de la Sociedad para la Prevención de la Crueldad contra los Hombres de Cabello Largo. Cuando un periodista se puso a recorrer los cafés londinenses, se encontró con un joven de largos y radiantes cabellos dorados que de inmediato se presentó como jerarca de un colectivo dispuesto a derrotar los prejuicios estéticos.

El artista en el programa de la BBC

Todo muy noble, salvo por un detalle: la organización era una farsa. Nunca existió. A David simplemente se le ocurrió la idea cuando una cámara y un micrófono se posaron frente a él. La BBC cayó en la trampa y también otros medios que después fueron tras el futuro artista, como el Evening News, donde el músico aprovechó de presentarse como una víctima del sistema, un hombre que reclamaba su sitio en la sociedad pese a ser y parecer diferente.

¿No sería precisamente eso en lo que convertiría su carrera artística un tiempo después? ¿No es eso lo que millones de fanáticos le agradecieron en el curso de las décadas?

“David Bowie fue un héroe para cualquiera, en cualquier ciudad del mundo, que alguna vez se sintió raro y fuera de lugar. Como niña negra y amante de la literatura, que creció en un vecindario completamente blanco, la vida se me hizo cada vez más difícil en la década de los 70. Pero él fue un salvavidas, un emblema del individualismo que parecía capaz de trascender lo comercial y el estilo fácilmente desechable de la industria. Amé y amo a David Bowie”, es el primer mensaje que se puede leer en el espacio en la web que The New York Times abrió inmediatamente después de la muerte del inglés, para que la gente pudiera expresar de forma libre su dolor y admiración, en este caso firmado por Mia Carter, de Austin.

Pero si tuvo la astucia de manipular los medios para su beneficio -y para quien quisiera sentirse representado- siendo casi un anónimo, cuando empezó a conseguir notoriedad como artista su ingenio publicitario fue mucho más sagaz. Lo diría tiempo más tarde siendo una celebridad: para él, la industria de la publicidad tuvo un efecto en el siglo XX tan profundo como el del rock and roll.

Hacia mediados de los 60, cuando fue invitado por la BBC a tocar con su banda The Manish Boys en el programa Gadzooks! It’s all happening, junto a su mánager propagaron el rumor de que la televisora le había pedido que se cortara el cabello. Hasta organizaron una protesta fuera del estudio en que un grupo de fans se presentó con carteles que exigían “un trato justo para el pelo largo”, lo que nuevamente le valió entrevistas con periódicos como Daily Mail o Evening Standard. A todo ello siguió otra noticia, también inventada, de que el veto se había levantado, pero sólo bajo la condición de que, si los televidentes se quejaban, los honorarios de la banda serían donados a una sociedad de beneficencia.

Como un hechicero enamorado de sus propia fantasía, los artificios del cantante tuvieron su cima en 1972, cuando al ver que su suceso en Estados Unidos no era similar al de Inglaterra, decidió dar una entrevista en la revista musical más célebre de la época, Melody Maker, para declararse abiertamente gay. Era un golpe de efecto enorme... y una verdad a medias. Pero también -igual que la treta del pelo largo- era un riesgo en el que jugaba al todo o nada: el establishment rockero de esos años miraba con recelo y distancia a los homosexuales.

El ejercicio funcionó y tanto su fama como su obra -nuevamente con la capacidad de representar a grupos marginados- empezaron su escalada sin retorno hacia la popularidad y el estrellato.

Por lo demás, a diferencia de gruñones como Lou Reed o Bob Dylan, Bowie siempre vio en las entrevistas un hábitat cómodo para reproducir y consolidar sus principios. El desconocido que hacía preguntas no era un rival, sino que un aliado. Los periodistas caían embrujados por su inteligencia y lucidez, pero a cambio él les lanzaba de vuelta un anzuelo irresistible: cuando la conversación ya cumplía el tiempo acordado, el cantante exclamaba que no podía ser, que se lo estaba pasando demasiado bien, y le exigía su mánager que le diera cinco minutos más para seguir con tan estimulante diálogo.

En su libro Jinetes en la tormenta, el periodista español Diego A. Manrique cuenta que, cuando entrevistó al británico, miró de reojo la planificación de su agenda promocional y le corrió el velo a tanto encanto: los cinco minutos extra -ese “¡me lo estoy pasando tan bien!”- estaban contemplados de antemano en todas sus entrevistas.

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Pero reducir sus primeros años a un grupo de estrategias solventes resulta estrecho e injusto. La mayor lección de su etapa formativa -y de la gloria que le siguió- fue otra: la perseverancia como el gran motor para alcanzar una meta. Bowie es quizás el único ejemplo en la historia del rock donde un cantautor, tras demorar tantos años en asestar el triunfo, no sólo logra disfrutar de un fenómeno mayúsculo, sino que también consigue inmortalizarse como el número uno de su generación y como un ícono de su era.

En él no hay narraciones de un productor flechado de modo fulminante por su talento juvenil ni un hit espontáneo que de un minuto a otro modifica un futuro completo. Lo suyo fue, digamos, lo normal en cualquier trabajador: un tranco lento donde se convive mayormente con el esfuerzo, el fiasco y la frustración.

Desde la formación de su primer grupo en 1962, The Konrads, hasta la victoria en 1969 con su primer gran éxito, Space Oddity -simbólicamente la historia de un astronauta que al fin lograba despegar-, pasaron siete años donde el cantante acumuló tres discos y trece singles. Además, formó, integró y disolvió a una media docena de bandas, todas con nombres poco memorables y de escasa resonancia, como The Lower Third, The Buzz, The Riot Squad o Feathers. En medio editó canciones que ni siquiera ganaron un espacio considerable en la ya abundante y generosa escena inglesa de esos días: The laughing gome, donde con distorsionada voz aguda imitaba a un personaje mezcla entre duende y Topo Gigio; o Love you till tuesday, una encantadora pero ligera melodía que posee ecos de jingle televisivo.

En 2002, ya en su adultez, le reveló al periodista británico Michael Parkinson que su personalidad pública y privada se había levantado precisamente a modo de un puzzle donde las piezas tardan en ensamblarse: “No me convertí en quien quería ser quizás hasta hace doce o quince años. Me pasé una grandísima parte de mi vida buscándome a mí mismo, intentando comprender el por qué de mi existencia, qué cosas me hacían feliz en la vida, quién era yo exactamente y de qué partes de mí intentaba huir”.

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A la caza de su destino, Bowie concibió una vida unidireccional donde el mundo externo que lo rodeaba debía ir modificándose cada cierto tiempo para generar en él cambios profundos, y no al revés. También ahí hay otra forma de mirarlo: era un tipo de nulo arraigo nostálgico. No trepidó en expulsar y fichar a colaboradores, productores y compañeros de banda según la dirección creativa que anhelaba para sus discos. Entre lo más recordado está barrer con el elenco que dio vida a su obra maestra, The rise and fall of Ziggy Stardust and the Spiders from Mars (1972), buscando otros instrumentistas para el acento menos glam que adoptarían sus álbumes posteriores.

También cada cierto tiempo se mudaba de ciudad para que el espacio que habitaba le sugiriera otras fases artísticas: empacar, llegar, dejar fluir, ver qué te proponía lo nuevo, y volver a empacar. Bowie no sólo es el paradigma del autor alérgico a suspirar por el pasado; también encarna a la persona que persigue el movimiento, el desafío y hasta la incomodidad como métodos de supervivencia. Sus discos durante los 70 se grabaron en Inglaterra, Holanda, Filadelfia o Los Angeles, aunque ningún vínculo fue tan famoso e idealizado como su residencia en Berlín para despachar la trilogía Low (1977) - Heroes (1977) - Lodger (1979).

En todo caso, ninguna decisión en el historial del artista fue tan radical como elaborar un disco en torno al acto más supremo e insondable de todos, la mudanza al lugar inhóspito por excelencia: tu propia muerte. Su discografía puede inscribirse como el testimonio de un hombre adquiriendo los roles más disímiles -el alienígena, el astronauta, el aventurero sexual, el caballero reflexivo, el cyborg de fines de siglo-, pero en ninguno el papel resulta tan culminante como cuando sin que lo supiéramos se presentó como el hombre que a sólo días de su final decidió retratar su trayecto al adiós.

Blackstar se llamó el disco aparecido dos días antes de su fallecimiento por cáncer al hígado, donde tanto los videos como la estética y las letras (“algo pasó el día en que murió/ el espíritu se elevó un metro y luego se hizo a un lado/ alguien más tomó su lugar y gritó valientemente”, narra en el tema del mismo nombre) exhiben a un ser que parece haber perdido la batalla contra la finitud de la existencia. Ahí anotó otra proeza increíble: fue algo así como realizar su propio funeral antes que lo hiciera el resto.

Siendo un joven de pelo largo, David Bowie inventó a uno de los más grandes personajes de nuestra era. Siendo un caballero de 69 años aún inquieto e insurrecto, él mismo tenía que encargarse de sepultarlo y contárselo al mundo.

Sigue leyendo el especial David Bowie en Culto

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