De pronto, el infierno: un relato de Jaime Bayly

¿Era justo culpar a su esposa del tráfico? No. ¿Era justo reñir a su hija por haber salido a la mitad de la obra de teatro? No. Entonces, ¿por qué Barclays no podía encajar con paciencia, con humildad, con sabiduría, el golpe insidioso que le propinó aquella noche el azar? ¿Tan consentido era, tan envanecido era, que no podía resistir una hora detenido en el tráfico, sin poder avanzar?


Ese día empezó a arruinarse hacia las dos de la tarde, cuando Barclays salió de su casa, celebró el buen tiempo de marzo, se dispuso a entrar en su camioneta y de pronto advirtió que alguien había estacionado indebidamente frente a su casa. Era un auto eléctrico negro. Estaba encendido. Su conductora, una mujer de mediana edad, también parecía encendida: hablaba con gestos exasperados en su teléfono móvil, como si estuviera discutiendo con alguien.

A unos pasos del auto mal estacionado se encontraba el jardinero de los Barclays, un joven salvadoreño, tratando de barrer las hojas que el auto eléctrico le impedía barrer, procurando recortar la hierba que el auto le impedía recortar. Por eso Barclays le pidió al jardinero que le dijera a la señora que debía mover su vehículo. El jardinero habló con la mujer de gestos enardecidos. De inmediato volvió donde Barclays y le dijo:

-Dice la señora que no se va a mover.

Sorprendido, Barclays, que había dormido bien, que se sentía espléndido, que no tenía ganas de discutir con nadie, se acercó al auto eléctrico negro, tocó delicadamente la ventanilla y le dijo a la señora eléctrica, que seguía hablando de un modo vehemente en el celular:

-No quiero ser pesado, perdona por interrumpirte, pero te ruego que muevas tu auto.

Entonces Barclays comprendió que estaba frente a una mujer peligrosa, de cuidado, una criatura irritada o amargada que acaso era siempre así, o que estaba teniendo un mal día:

-No me voy a mover -dijo ella-. Estoy estacionada en la calle. Y la calle es pública, no sé si sabés.

Sorprendido por la agresividad de la mujer, que hablaba con acento argentino, Barclays comprendió que debía ser delicado, pues no quería escalar la confrontación.

-El problema es que el jardinero no puede barrer si estás acá, en la puerta de mi casa -le dijo-. Te ruego que muevas tu auto para que él pueda trabajar tranquilo.

-¿Quién te creés que sos? -se excitó todavía más la mujer, levantando la voz-. Primero me mandás al jardinero a decirme que me mueva, re mala onda. Y ahora venís a decirme que la calle es tuya. La calle no es tuya, ¿entendés? La calle es pública. Y si yo decido estacionar acá, es mi problema, no es tu problema.

Barclays se asustó por la mala energía que despedía la señora.

-Qué ironía -pensó-. Yo que amo a las argentinas, y viene una argentina a discutirme a gritos en la puerta de mi casa.

-No pasa nada -le dijo-. Pero estás mal estacionada. Estás estacionada en plena calle y estás bloqueando el trabajo de mi jardinero.

-¡Podrías habérmelo pedido en buena onda! ¡Pero venís re mala onda, como si la calle fuese tuya! -dijo la mujer, acalorada-. ¡No, no me voy a mover!

-No hay problema -dijo Barclays-. Mil disculpas por la molestia.

Y se retiró profundamente afectado por la virulencia de la mujer, mientras el jardinero salvadoreño se reía a carcajadas, viendo cómo su jefe había sido vapuleado, humillado.

-Pero fui buena onda con ella -pensó Barclays, ya tarde, manejando su camioneta, alejándose de la mujer peleona-. Se lo pedí con suma delicadeza, con buena educación. En fin, debe de estar teniendo un mal día.

Esa noche Barclays no tenía que salir en televisión, así que fue a cenar con su esposa a un restaurante argentino de la isla en que vivían. La hija de los Barclays, Zoe, de once años, estaba en el teatro con unas amigas. Era el cumpleaños de una de ellas y la había invitado a ver un musical en el centro de la ciudad.

A mitad de la cena, Zoe le escribió un mensaje de texto a su madre:

-Estoy aburrida. Quiero irme. Me muero de sueño. Por favor ven cuanto antes. No aguanto más.

Eran las diez de la noche. El musical terminaría pasadas las once. Luego las niñas irían a casa de la cumpleañera.

-Vamos ya mismo al teatro -dijo Barclays.

-No hay apuro -dijo su esposa Silvia-. Que espere a que termine el musical.

-No, pobre Zoe -dijo Barclays-. Se está quedando dormida. Vamos a buscarla.

Pidieron la cuenta, pagaron con premura y salieron a toda prisa. Era un sábado por la noche. Barclays condujo tan rápido como podía, sin correr el riesgo de ser detenido por la policía. Era un experto manejando, o así se sentía él. Si el límite de velocidad era de cuarenta y cinco millas, podía ir a sesenta, no más. Condujo a sesenta millas por hora.

No fue fácil llegar al teatro, tampoco resultó sencillo estacionar, el teatro estaba en el centro mismo de la ciudad, y a pocas calles, en un coliseo moderno, estaba jugándose un partido de baloncesto, de modo que las calles cercanas se encontraban todas obstruidas.

Una vez frente al teatro, Silvia entró deprisa, encontró a su hija medio dormida en la platea y la llevó a la camioneta.

Entonces comenzó la pesadilla. De pronto, el infierno.

Silvia consultó con su aplicación en el celular y le dio instrucciones a Barclays para que tomase determinada ruta, obedeciendo a la aplicación.

-¿Pero no ves que por ahí hay un tráfico endemoniado? -observó Barclays.

-Sí, pero las otras rutas son peores -alegó Silvia, mirando su celular.

-Es mejor si manejamos hacia el norte y evitamos el tráfico del centro -insistió Barclays.

-No, es peor -dijo Silvia-. Hazle caso a Waze. Está todo rojo por acá, pero después mejora.

Para evitar una discusión, para no quedar como un majadero, Barclays cedió y obedeció a su esposa, es decir obedeció la ruta que les marcaba Waze.

Quince minutos después, treinta minutos después, comprendió que había cometido un grueso error: el tráfico simplemente no se movía, debido a que estaban saliendo del coliseo moderno los espectadores del partido del baloncesto. Era el infierno, un nudo de coches, un fragor de bocinazos, un enjambre de peatones malhumorados, un vasto mar de infelicidad humana, todos apiñados, todos atrapados, todos sin poder escapar.

Fue imposible que Barclays mantuviera la calma, preservara el aplomo, sonriera a pesar de todo. Fue imposible. Sintiéndose un prisionero de tan aciagas circunstancias, un rehén de su esposa y su hija, que lo habían metido en esa maldita pesadilla, explotó, reventó, aireó a gritos su amargura y su frustración:

-¡Hoy es sábado, me toca descansar, estar tranquilo en la casa, no manejar! ¡Y me traen a este infierno, joder!

Silvia permaneció en silencio. Zoe no dijo nada.

-¿Por qué carajo tenías que ir a ese musical, si ni siquiera eres amiga de esa chica? -le dijo Barclays a su hija-. ¿No podías quedarte en la casa, tranquila? ¡No, tenías que venir a un musical que a la media hora te puso a dormir!

De pronto Zoe empezó a gritarle a su padre:

-¡Vine porque tengo amigas! ¡Yo sí tengo amigas! ¡No soy como tú, que no tienes un solo amigo!

Barclays sintió el golpe en el corazón.

-¿Y si ya estabas en el teatro, viendo el musical, no podías quedarte tranquila y esperar al final? -insistió-. ¿Tenías que escribirle a tu madre en medio de la comida y decirle ven a buscarme ya mismo?

-¡Sí, tenía que escribirle! -gritó Zoe, furiosa, empequeñeciendo a su padre-. ¡Y le pedí que viniera ella, no tú!

-¿Pero no podías esperar tranquila al final, joder? -dijo Barclays.

-¿Y tú no puedes esperar tranquilo a que pase el tráfico? -replicó Zoe.

La niña era más inteligente que su padre y tenía razón: por lo visto, eso de “esperar tranquilos” no era una virtud que corría en los genes de la familia.

Barclays condujo como un energúmeno, como un poseído por el demonio mismo. Maldijo, insultó y amenazó a medio mundo: de pronto, era su padre pistolero reencarnado, un hombre devorado por la furia, echando lenguas de fuego por la boca, odiando a cada conductor, cada peatón, cada auto en su camino.

No chocaron de milagro. Sabiamente, Silvia permaneció en silencio. Zoe se quedó dormida.

Una hora después, llegaron a la casa como si llegasen de la guerra, como si viniesen del infierno.

Barclays se encerró en su dormitorio y maldijo su existencia. ¿Por qué una súbita contrariedad, un problema inesperado, un atasco vehicular lo ponían de tan mal humor? ¿Era justo culpar a su esposa del tráfico? No. ¿Era justo reñir a su hija por haber salido a la mitad de la obra de teatro? No. Entonces, ¿por qué Barclays no podía encajar con paciencia, con humildad, con sabiduría, el golpe insidioso que le propinó aquella noche el azar? ¿Tan consentido era, tan envanecido era, que no podía resistir una hora detenido en el tráfico, sin poder avanzar? Una vez más, quedó en evidencia que Barclays se convertía en un monstruo cuando sentía que lo habían despojado de su libertad, en este caso de su libertad para moverse a su aire, conducir tranquilo y volver pronto a su casa.

Al día siguiente, domingo, Barclays no salió de su dormitorio ni habló con su esposa y su hija. Estaba furioso con el mundo, sin razón para estarlo, y avergonzado de sí mismo, con razón para estarlo.

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