La insolente libertad artística: un relato de Jaime Bayly

AP Foto/Brynn Anderson

Entonces comprendí que, debido a “Los genios”, por culpa de esa novela revulsiva y guerrillera, me había quedado solo, sin agente literario, sin editora. Confieso que me sentí triste, abatido, descorazonado. Por un lado, pensaba que la novela no estaba tan mal y merecía llegar a los lectores. Por otro lado, solo me había provocado decepciones.


Eran las tres de la mañana en mi casa en Miami, las nueve de la mañana en Barcelona. Yo nunca había hecho una conexión virtual vía zoom ni quería hacerla. Pero mi agente literario en Barcelona, un señor de apellido Palomares, insistió tanto en hacer el bendito zoom, que me rendí. Mi esposa se dio el madrugón conmigo y se aseguró de que el encuentro cibernético ocurriese tan puntualmente como en efecto ocurrió. Luego, sabia ella, se fue a dormir. Pero antes me había dicho, al ver el rostro mofletudo de mi agente en la pantalla:

-No me gusta su cara. Tiene cara de pavo.

Esa agencia me representaba desde 1994, cuando mi primera novela, “No se lo digas a nadie”, apadrinada por Vargas Llosa, tuvo un éxito inesperado en España, agotando doce ediciones en un año y siendo traducida a numerosos idiomas, incluyendo el chino mandarín. La dueña y fundadora de la agencia, la mítica Carmen Balcells, inventora y domadora del circo de sus genios salvajes americanos, me escribió con su fuerza huracanada y me fichó en un santiamén. Es una de las personas más fabulosas que he conocido, fue mi agente hasta que murió, todos los diciembres me enviaba cajas de chocolates rellenos de naranja. Pero yo era un autor menor en su agencia: los grandes vendedores eran García Márquez (“un pobre con plata”, decía de sí mismo), Allende (la más vendedora en inglés, millonaria terrateniente en Sausalito) y Vargas Llosa. Cuando me peleé con Vargas Llosa por razones políticas, le dije a Carmen:

-Renuncio a tu agencia. Eres amiga de Mario y él es ahora mi enemigo. No quiero causarte disgustos.

Carmen soltó una carcajada que probablemente se oyó hasta en Madrid y respondió:

-No seas tonto. Yo soy agente de mis escritores y de sus contrarios.

Me pareció una frase sabia, digna de su inteligencia portentosa. En efecto, Vargas Llosa y García Márquez eran feroces enemigos desde 1976, cuando Mario derribó a Gabo de un puñetazo preñado de rencor, y desde entonces, durante décadas, Carmen había encontrado la manera de seguir representándolos a ambos y siendo amiga de ambos, de sus mujeres y de sus hijos.

Vargas Llosa, que se proclamaba liberal pero que en asuntos políticos podía ser de una intolerancia norcoreana, se había peleado conmigo por las peores razones, es decir las políticas. Cuando su hijo mayor salió a marchar contra el dictador Fujimori y fue gaseado por los sicarios del autócrata, yo no quise salir a marchar a su lado: recuerdo el enfado de la hija de Vargas Llosa en una playa, amonestándome por no marchar contra el dictador. En aquella ocasión, Vargas Llosa me llamó esnob. Pocos años después, apoyó a un político acanallado, Toledo, que fue presidente ladrón del Perú, y yo combatí a ese bribón aun antes de que ganase las elecciones. Entonces el ilustre escritor defendió a fardo cerrado a Toledo y me llamó chismoso e intrigante: el tiempo, sin embargo, me dio la razón. El distanciamiento se agrió todavía más cuando él apoyó a un político impresentable, peón del dictador venezolano Chávez, un militar bruto y nacionalista de apellido Humala, y yo lo combatí como he combatido siempre a los chavistas. Entonces Vargas Llosa me llamó payaso, bufón, arlequín, y su hijo mayor dijo que me había perdido el respeto, como si él fuese moralmente virtuoso, incorruptible, como si fuese la decencia pura.

Así las cosas, yo le había enviado a mi agente literario en Barcelona, el tal señor Palomares, un grandulón con cara de lechuza, mi novela “Los genios”, sobre la pelea entre Vargas Llosa y García Márquez, tratando de recrear desde la ficción por qué Mario le dio un puñetazo a Gabo en 1976 y no le habló nunca más. Yo sabía que Palomares, hijo de la Balcells, era ahora el agente aprovechado de los hijos de García Márquez y el agente obsecuente de Vargas Llosa. Yo sabía que mi novela, para desentrañar el misterio del puñetazo, se permitía penetrar en la intimidad de los genios y de sus mujeres, en los secretos que los genios nunca quisieron desvelar, acaso porque les resultaban bochornosos, indefendibles. Yo presentía que Palomares no arriesgaría sus pingües negocios editoriales con las familias García Márquez y Vargas Llosa, solo para proteger la insolente libertad artística de un autor menor de la casa, como yo. Lo que no sabía es que ese grandulón con cara de lechuza era tan pusilánime y tenía tanta mala leche. Me dijo vía zoom:

-Yo soy amigo de mis amigos. No puedo defender tu novela, por lealtad a mis amigos.

No le creí una palabra. El elefantiásico señor Palomares debió decirme la verdad:

-Yo soy amigo de mis amigos por el dinero que gano gracias a ellos. Como gano con ellos mucho más dinero del que gano contigo, elijo no pelearme con ellos, elijo pelearme contigo.

No tengo dudas de que fue una decisión monetaria, crematística, la de mi agente con elefantiasis. Si Vargas Llosa, a sus ochenta y tantos años, hubiese escrito un libro novelando su pelea con García Márquez, el agente Palomares no le habría dicho:

-No puedo defender tu novela, Mario, porque soy amigo de los hijos de García Márquez.

A buen seguro habría negociado el libro con entusiasmo, pensando en sus mantecosas regalías, a despecho de los hijos de García Márquez. Pero como soy un escritor menor, y como mi novela ponía en riesgo sus negocios editoriales con dos familias tan poderosas en la industria editorial, mi agente lechuzón se convirtió en un comisario censor y me dijo que ese libro debía arder en la hoguera del honor, una hoguera que él estaba dispuesto a encender, muy amigo de sus amigos, cómo no. Por supuesto, quedé desolado. Eché de menos a Carmen Balcells, cuando me decía:

-Yo soy agente de mis escritores y de sus contrarios.

Por lo visto, el señor Palomares no tuvo valor para aceptarme como un contrario artístico de Vargas Llosa, como rebelde, desafiante o contestatario, como un parricida o un suicida. Le dije:

-Hasta pronto.

Pero en realidad pensé:

-Hasta nunca.

Y enseguida me retiré de esa agencia y me sentí liberado, dichoso, rejuvenecido. Pensé, en un arrebato de optimismo:

-Nadie me representará mejor que yo mismo. No necesito un agente. Palomares no es capaz de representarse a sí mismo.

Entonces le envié “Los genios” a mi editora en Madrid, Pilar Reyes, colombiana de origen, jefa de Alfaguara en España. Guardaba el mejor recuerdo de ella. Me parecía refinada y culta, una lectora sensible, una editora valiente. Había sido mi editora los últimos quince años, publicándome cuatro novelas y un libro de relatos en España. Era siempre muy amorosa. Me había presentado a Javier Marías. Se había enfadado conmigo cuando le dije que mi amigo Roberto Bolaño era un mejor escritor que Vargas Llosa, o al menos un mejor cuentista.

Le envié “Los genios” a la encantadora Pilar Reyes y esperé un mes, dos meses, tres meses. Nunca respondió. No me sorprendió del todo. Ella publicaba en Alfaguara todos los títulos de Vargas Llosa: las últimas ficciones, los últimos tostones, las conferencias, el improbable poema a Borges, los artículos periodísticos, todo lo que vendía e incluso lo que no vendía. Era amiga íntima y confidente en la sombra de Vargas Llosa. Era de suponer que mi novela sobre la pelea entre Vargas Llosa y García Márquez no habría de gustarle. Nunca supe si la leyó. No me respondió. Tuve que interpretar su silencio.

Entonces comprendí que, debido a “Los genios”, por culpa de esa novela revulsiva y guerrillera, me había quedado solo, sin agente literario, sin editora. Confieso que me sentí triste, abatido, descorazonado. Por un lado, pensaba que la novela no estaba tan mal y merecía llegar a los lectores. Por otro lado, solo me había provocado decepciones.

Poco después me escribió un lugarteniente de Pilar Reyes, diciéndome que Alfaguara no quería publicar “Los genios”, sino “La sagrada familia”, una novela que escribí hace diez años, cuando murió un tío billonario, describiendo el fogoso manicomio sin cura ni remedio que ha sido siempre mi familia biológica.

-Tu obra mayor está inédita -me escribió el lugarteniente-. No sabes cuánto te envidio. Queremos publicarla.

No le respondí. Yo no quería publicar “La sagrada familia” porque mi hermana mayor, que fue monja, acababa de morir atropellada, montando en bicicleta, lo que me obligaba a reescribir la novela, los pasajes inspirados en ella. Yo quería publicar “Los genios”, no “La sagrada familia”, una novela que saldrá, si acaso, más adelante. Recuerdo que pensé:

-La editorial Alfaguara debería llamarse Alfaguagua porque es la guagua de Vargas Llosa, su niña de pecho.

Ofrecí entonces mi novela “Los genios” a la editorial Planeta. Respondieron sin demora. Dijeron que les había gustado, pero no querían publicarla:

-Por razones extraliterarias.

No precisaron cuáles eran esas razones. Tal vez temían que los hijos de García Márquez se enojasen. Tal vez temían que los Vargas Llosa me enjuiciasen como tardíos comisarios franquistas, censurando mi libertad artística. En cualquier caso, declinaron, se abstuvieron. Me quedé solo de nuevo. Pero una de las jefas de Planeta, muy generosa, me dijo:

-Es una gran novela. Me ha encantado. Habla con el dueño de Urano, que es mi amigo.

Sin perder tiempo, le escribí al dueño de la editorial Urano, Joaquín Sabaté, a quien no conocía. Con extraordinarios buenos modales, Joaquín leyó la novela y me dijo que quería comprar los derechos ya mismo. Por fin había encontrado una editorial. Pero no era una casa con gran prestigio literario, pues estaba más enfocada en los libros de autoayuda.

Por las dudas, le envié el manuscrito a Jorge Herralde, el dueño de Anagrama, que algún día fue mi editor y amigo (me publicó tres novelas y me concedió el premio Herralde por “La noche es virgen”). Jorge respondió:

-Me ha gustado. Me he reído leyéndola. Pero mi directora editorial no aprueba publicarla. Lo siento.

Después me enteré de que Herralde desestimó publicar “Los genios” por dos razones curiosas: la primera, porque es rencoroso, y cuando un autor lo abandona, no vuelve a ficharlo más; la segunda, porque dice que no publica escritores de derechas, y yo soy de derechas liberales, libertarias.

Pero fue el gran Herralde quien me sugirió que no firmase todavía con Urano, sino que enviase la novela a Galaxia Gutenberg, una editorial que yo siempre había visto con respeto y admiración. No tardé en enviarle el manuscrito al dueño de Galaxia, Joan Tarrida. Semanas después, Tarrida, un editor de inmenso prestigio, con un catálogo precioso (Cabrera Infante y Cortázar; Javier Marías y Muñoz Molina; Onetti y Paz; César Vallejo y Blanca Varela), me dijo que había quedado maravillado con la novela y deseaba publicarla en España y América.

Recién entonces comprendí que todos los infortunios y las contrariedades precedentes habían sido inevitables y hasta deseables, y que el destino de “Los genios” era ver la luz gracias a Galaxia Gutenberg y a su director, Joan Tarrida, quien no se asustó con la insolente libertad artística de la novela.

(“Los genios” estará a la venta la primera semana de mayo en las principales librerías de Chile).

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