Paz López, ensayista: “Lo que nos molesta no es tanto la diferencia sino que el otro se parezca demasiado a uno”
Pánico y ternura (Lumen) se llama el libro en que la pensadora nacional reflexiona sobre cómo a partir de un sentimiento como la ternura se puede enfrentar un mundo en que existe el dolor y la intolerancia. “La vida no puede no doler, y quizás la ternura sea entonces un refinamiento de los sentidos que nos permite estar cerca de los asuntos de la vida”, dice su autora.
Siempre inquieta, la ensayista y doctora en estética y teoría del Arte, Paz López, comenzó a darle vueltas a la idea de redactar un ensayo sobre la ternura. “Había escrito antes un libro sobre la piedad. A diferencia de la ternura, la piedad tiene una imagen muy pop, todos podemos reconocerla. Se trata de una madre que sostiene el cuerpo de su hijo asesinado con saña. Esa escena, repetida durante siglos y que hoy vemos casi a diario, se volvió un ícono de un afecto y sin embargo no pierde nunca su aliento, su intensidad. Me interesan esas emociones que son arcaicas y colectivas, que se reconocen y al mismo tiempo resultan extrañas”, dice a Culto.
Pero la ternura, hasta ahora, no había sido abordada, y López decidió ponerse manos a la obra. Sobre todo pensando en que en tiempos de redes sociales, en una emoción que se ve algo extraviada. Así, publica un volumen de ensayos llamado Pánico y ternura (Lumen) donde se explaya sobre la ternura y cómo sirve para hacer frente al mundo actual.
“La palabra emoción es hermosa: viene de movimiento, de temblor, de sacudida. Algo que nos arranca de nosotros mismos y nos lanza hacia afuera. Hoy vivimos en una época que, creo, es poco hospitalaria con ese tipo de emociones fuertes. Si no están protocolizadas, si no aparecen en forma de manual de autoayuda o tutorial en redes sociales, quedan bloqueadas por la lógica del “emprendedor de sí mismo” o sonando en una sola tecla, como el odio. Y ni los protocolos, ni el individualismo, ni el odio permiten tener experiencias intensas del mundo: ni de sus alegrías ni de sus tristezas. Escribir sobre la ternura fue mi manera de lidiar con ese malestar y de pensar los lugares donde todavía sentimos que la vida se intensifica”.
¿Cómo entiende la ternura? López explica: “No hablo de la ternura como un recurso para sufrir menos o alcanzar la felicidad, nada de esa cosa new age me interesa realmente. Pienso más bien en esos momento donde parecemos que nos cargamos de vida, de emociones, de miedos, de alegrías. La lógica de la productividad nos tiene cansados, estresados y sobre todo ausente de nosotros mismos”.
-¿Cómo fue el proceso de escritura?
Hay cosas que se resisten a las grandes ideas, a los conceptos cerrados y creo que la ternura es una de ellas. La palabra misma lo dice: tierno es algo inacabado, verde, todavía en proceso. Me interesaba intentar ser fiel a eso, a esa incertidumbre que, más que un obstáculo, me parece el mejor lugar desde donde escribir. A menudo se pregunta por el tema o por el contenido de un libro y casi nunca por la forma, y sin embargo quizás, lo más decisivo está allí, en la forma, en cómo las palabras —y no las ideas— avanzan una tras otra, tanteando, probando, balbuceando incluso. Es ese movimiento el que le permite a la narración liberarse, volverse impredecible y hacer lugar a lo que todavía no sabíamos antes de sentarnos a escribir. Es lo opuesto a la escritura de un paper hecho a punta de contenido y despojado por completo de deseo. Escribir este libro fue, en algún sentido, una manera de escaparme del tedio que me produce la escritura académica.
-Pero, ¿tenías algo claro desde el comienzo o fuiste explorando las respuestas?
Lo único que tenía más o menos claro, y no sé si lo logré, era que quería escribir en tono menor, sin alzar demasiado la voz, sin declamaciones o grandilocuencias, como cuando se apaga un ruido blanco, un ronroneo mecánico como el del refrigerador, y además de alivio, deja espacio para oír otras cosas. Quizás por eso fueron apareciendo en el libro cosas minúsculas, una carta, una luciérnaga, una escena de película, un olor, una canción, todas cosas que tienen la forma de una intensidad ínfima, que solo se dejan oír o ver cuando el mundo se suspende un rato. ¿Cómo se escribe tiernamente? Esa quizás era la inquietud.
-Hablas de la fragilidad de la vida, de la dependencia con los otros. ¿Por qué te interesó eso?
En los últimos años muchas escritoras han venido pensado la fragilidad y la dependencia como formas de ensayar otras geometrías de los cuerpos y los afectos. Pienso en Adriana Cavarero, Marcela Rivera, Juan Evaristo Valls, por mencionar autores que leo con alegría. Se trata allí de imaginar un humanismo distinto, uno que privilegie la inclinación más que la verticalidad, los vínculos más que la autonomía. De todas formas el libro que escribí está lejos de ser una teoría sobre los afectos o una teoría de cualquier tipo, porque lo que me interesaba era precisamente liberarme de esa protección y enfrentarme a lo que sucede cuando uno escribe merodeando las grietas, las incertidumbres, los deseos. Dicho eso, me gusta pensar esas dependencias que no son hacia alguien o algo sino hacia el propio movimiento de la vida, sobre todo porque estamos rodeados de discursos que hablan del fin: el fin de la historia, el fin de la naturaleza, el fin del mundo. Son discursos pesimistas, mortíferos, depresivos, que cierran el mundo por fuera. Prefiero pensar en los comienzos, los nacimientos. Quizás de ahí que en el libro aparezca con tanta fuerza la figura de la madre, no como destino biológico, tampoco como ser de carne y hueso, sino como hecho asombroso: ese cuerpo que conocimos por dentro de pronto se vuelve un enigma que además de perseguirnos para siempre, nos convierte en semiólogos salvajes intentando descifrar ese misterio que es el misterio de la propia vida.
-El título yuxtapone dos emociones que parecen opuestas. ¿Cómo llegaste a la conclusión de que el pánico y la ternura coexisten y se complementan en tu obra?
El título viene de un poema de Ana Martins Marques: “no hablar de amor, pero preservar sus gestos, su coreografía de pánico y ternura”. Me gusta esa mezcla: el pánico y la ternura, porque nos permite pensar algo de la condición humana tan obvia como extraordinaria: antes de nacer éramos dos, flotábamos en el útero, ese órgano hospitalario que recibe un cuerpo extraño sin rechazarlo ni absorberlo del todo. Después nacemos, salimos de esa casa materna y quedamos solos. Nos volvemos uno. Ya no adentro del otro sino al frente. Y quizás vivir tenga que ver con eso: con aprender a soltarse, con hacer algo con esa rotura que nunca nos abandona. Tal vez por eso somos los únicos animales que nos preguntamos si somos amados. ¿Quién soy yo para el otro? ¿Qué hará el otro con mi deseo? Esa pregunta nos acompaña siempre, y la respuesta que podría calmarnos nunca llega del todo. A veces, para defendernos de ese pánico, levantamos muros, cercos de púas, y en vez de volvernos un órgano sensible que nos permita sentir, gozar, sufrir, nos volvemos un muñón gangrenado, insensible. Quizás la ternura sea ese espacio que no está ni adentro ni afuera de nosotros, y que sin inhibir esa sensación de abandono constitutivo, deja espacio para que algo llegue: un amor, una caricia, unos brazos, una voz, una mirada, una canción, y eso a veces es mucho.
-Hablas de la ternura como “filtro de la mirada amorosa”. ¿de algún modo es una reflexión sobre los consensos que se hacen en la vida en pareja?
Esa frase viene de una lectura que hace Florencia Abadi sobre el amor y el deseo. Pero en ese ensayo a mí me interesaba más bien pensar la mirada. Si estamos siempre con los ojos demasiado abiertos, como si nunca durmieran, hay algo de la intimidad que se pierde. Es la mirada intrusiva, recelosa, que está por ejemplo en la niña de uno de los ensayos, pero es también la mirada que producen las redes sociales: una mirada que quiere verlo todo, escarbarlo todo. Lo que desaparece con esa mirada no es el mundo privado, sino algo más profundo: la posibilidad de la penumbra. Gérard Wajcman dice que lo íntimo es el lugar en el que uno se mira y se descubre un enigma para sí mismo, donde se revela esa parte de noche que todos somos. La cuestión es que de esa penumbra dependen el amor, el deseo, la fantasía, el erotismo, la risa, porque todo eso ocurre cuando podemos cerrar un poco los ojos y aflojar el cuerpo.
-La ternura se presenta como un contrapeso, una herramienta para sanar. ¿Cómo defines la ternura en el contexto de tu libro y qué rol juega en el proceso de enfrentar el pánico?
No diría que la ternura cura ni que promete la felicidad, sino más bien que abre un espacio, un pequeño agujero, por donde se cuela la sensación de estar vivos. Y estar vivos no es solo estar alegre, imagínate qué aburrido sería un mundo que machaca una sola tecla afectiva. Anne Dufourmantelle ha sido clave para pensar la ternura de otra manera, sin el azúcar ni la cursilería que muchas veces se pegotea a esa palabra. La pensó como una fuerza afectiva, simbólica y carnal capaz de abrir una ética del cuidado en un tiempo que celebra la autosuperación, la autonomía, la explotación, pero sin dejar de señalar lo cerca que está la hospitalidad de la hostilidad, lo dulce de lo amargo. Por eso no hay idilio en la ternura, no está allí para ser buenos. La vida no puede no doler, y quizás la ternura sea entonces un refinamiento de los sentidos que nos permite estar cerca de los asuntos de la vida sin ese desapego que produce este mundo que tiene las terminaciones nerviosas chamuscadas de tanta ansiedad. Me gusta esa frase de Tom Waits, que dice que la mala escritura está afectando la calidad de nuestros sufrimientos. No se trata de no sufrir, sino de sufrir mejor, de volver a estar adentro de la vida.
-También hablas del tema de la tolerancia, ¿cómo la ves tú en tiempos de redes sociales?
Es un ensayo que ronda la historia de una niña nacida con hidrocefalia. Cuando hablamos de tolerancia, siempre hay alguien que “tolera” y otro que es “tolerado”. Esa relación nunca es de igualdad, se disfraza de gesto benigno, pero lo que hace es dejar intacta la verticalidad del poder. La pregunta que me hacía es cómo lograr que la diferencia no sea algo que solo se admite o se permite, sino algo que se viva como potencia de vida. Porque frente a la diferencia lo que solemos hacer es llenarla de palabras: minusválida, inválida, impedida, discapacitada, en situación de discapacidad. La lista crece, pero en el fondo ¿somos capaces de amar la particularidad torcida de la vida? Muchas veces pareciera que no. Pasolini lo vio muy pronto: decía que la tolerancia es la forma más refinada de la condena. Lo decía porque entendió que el capitalismo no solo admite diferencias, sino que las produce, para después gobernar sobre ellas. Y ahí estamos: la tolerancia liberal convive con el odio digital, el consumo de opiniones, la proliferación de indignaciones. Acostumbrados a gestionar las diferencias como si fueran mercancías, todavía no hemos aprendido el arte más difícil: el de vivir con otros en tanto otros. A veces, eso también pensaba en el ensayo, lo que nos molesta no es tanto la diferencia sino que el otro se parezca demasiado a uno. Queremos ser originales, únicos, independientes, y entonces la tolerancia a veces funciona como una máquina de producir diferencias porque lo que nos repugna es en el fondo la igualdad. En cualquier caso, la tolerancia funciona como un muro que no nos permite el contacto con eso que nos agita y nos conmueve.
El libro es una obra muy íntima y honesta. ¿Cómo manejaste el desafío de exponerte de una manera tan vulnerable ante tus lectores? ¿Hubo momentos en los que dudaste si publicar ciertas partes?
John Berger decía que lo personal solo adquiere sentido cuando se reconoce en lo común, cuando adquiere resonancias en otro. Esto no lo pensé antes de escribir el libro, porque la verdad no sabía lo que iría apareciendo durante la escritura, pero si hay escenas que pueden parecer del orden de lo personal o lo privado, creo que están allí porque siendo propias nos pertenecen también a todos: la experiencia de mirar un rostro, de sentir una pérdida, de desear, de avergonzarse, de amar, etc., son todas cuestiones tan singulares como comunes. Y también para preguntarme por lo contrario: cómo hacer que eso que es común no se vuelva en la escritura una cosa desprovista de vibraciones, de cuerpo, de eso que es irreductible en cada uno. Quizás por eso me interesan los afectos, porque están atravesados por el cliché y por la singularidad, por lo común y lo propio, por el estereotipo y la respiración propia. Por eso también me gustan las canciones de amor.
Si tuvieras que resumir la esencia de Pánico y Ternura en una sola frase para alguien que no lo ha leído, ¿cuál sería?
Pánico y ternura no es un libro de teoría sino un ejercicio de escritura que merodea las grietas, las incertidumbres, los deseos. Si hay pánico, es para señalar que la vida no puede no doler y entonces la ternura no es un remedio dulce contra ese mal, sino un refinamiento de los sentidos, una intensificación de la experiencia, algo que nos permite volver a estar adentro de la vida, pese a todo.
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