André Comte-Sponville: “Es demasiado fácil oponer la medicina buena a la economía malvada”

André Comte-Sponville. Foto: Patrick Renou.

El autor del bestseller filosófico Pequeño tratado de las grandes virtudes se convirtió en una voz disonante de la intelectualidad francesa durante el confinamiento.


En una de las mil y tantas páginas del diccionario que en 2013 dedicó a su disciplina, André Comte-Sponville (París, 1952) se pregunta qué es un filósofo. Es alguien, se responde, “que usa la razón para tratar de pensar el mundo y su propia vida, de modo de aproximarse a la sabiduría o a la felicidad”.

Apenas un año antes, el hoy desaparecido Humberto Giannini afirmaba que, al menos para él, “un filósofo es alguien implicado, comprometido en lo que quiere explicar”. Cuando se le pide hoy, a la distancia, que tome esa hebra, el autor francés del Pequeño tratado de las grandes virtudes (1995, bestseller incluso en Chile) no duda en hacerlo:

“Filosofar es pensar la propia vida y vivir lo que se piensa, pero hay que agregar que uno nunca lo consigue completamente. Subsiste una disparidad: en toda vida está siempre lo no pensado, y en todo pensamiento está lo no vivido. ¿Excepto en los sabios? Quizá. Pero la sabiduría es solo un ideal, y ningún ideal es algo que exista”.

¿Piensa Comte-Sponville en un intelectual “comprometido”, a la manera que deseó Jean-Paul Sartre? No precisamente: “Un filósofo debe preocuparse primero de la verdad. Ahora bien, la verdad no es de izquierda ni de derecha, ni comprometida ni descomprometida, mientras que un ciudadano, sin renunciar a la verdad, debe escoger un bando. Cuando me comprometo, es más como ciudadano que como filósofo, y constato, por lo demás, que muchos de mis lectores comparten mis concepciones filosóficas sin compartir mis posiciones políticas, y viceversa. Eso es normal y es sano. Un libro de filosofía no es un editorial ni una petición”.

Hasta ahí puede asomar un intelectual público -de “izquierda liberal”, según él mismo; “filósofo materialista ateo”, según el número de junio de la revista Philosophie- que no necesariamente levantará polvareda ni detendrá las prensas. Pero faltó que la amenaza del coronavirus se hiciera carne para que las cosas cambiaran un poco.

Días después de la llegada de la pandemia a Francia y de la decisión de Emmanuel Macron de poner el país en confinamiento, André Comte-Sponville, sin cuestionar la legitimidad de la decisión, parecía quebrar un consenso nacional a partir de cuatro convicciones: la epidemia no es tan grave como se teme; sus consecuencias económicas podrían ser terribles, en particular para los jóvenes; preocuparse por la salud no debe significar olvidarse de la libertad, y la vida de los ancianos, incluida la suya propia, no es tan valiosa como las de los jóvenes.

Así las cosas, premunido de expresiones como “panmedicalismo” y lo “sanitariamente correcto”, se alzó como una voz disonante. Hoy, responde a La Tercera desde un París “desconfinado”, pero nunca tanto: “Nos quedamos, mi pareja y yo, en nuestro departamento parisino, aunque habríamos preferido nuestra casa de campo en Normandía, a 330 km. Hoy estamos desconfinados, pero dentro de límites estrechos: está prohibido alejarse a más de 100 km. de la residencia principal”.

¿Qué le ha enseñado la experiencia de la pandemia? ¿Cómo la conecta a su oficio?

Para un intelectual, es menos duro que para otros: siempre se puede leer, escribir, trabajar, y es lo que he hecho. Ahora, esto no quita que me haya privado, durante dos meses, de una de las libertades más fundamentales: la de desplazarme libremente. Lo acepté, ante todo, por respeto a la ley democrática, pero también porque inicialmente había que salvar vidas. Los expertos preveían el riesgo de 300 mil muertes en Francia por Covid-19. Evidentemente, ningún gobierno democrático podía resignarse sin hacer nada. Pero también llamé la atención respecto del pesadísimo costo económico del confinamiento (cuyas principales víctimas, como de costumbre, serían los más pobres) y de que una medida así debía ser excepcional y provisional. También subrayé el peligro que representa lo que llamo el “panmedicalismo”: hacer de la salud el valor supremo y, en consecuencia, someterlo todo a la medicina; no sólo la gestión de nuestras enfermedades, lo que es normal bajo reserva de nuestro consentimiento informado, sino también la de nuestras vidas y de nuestras sociedades, lo que es mucho más inquietante.

“Contra eso -prosigue-, reiteré que el pueblo es el soberano, no los expertos, y que nuestros representantes -también en materia de política sanitaria- no deberían someterse sin más a los dictados del cuerpo médico. Formalmente, todo el mundo estaba de acuerdo. Pero esto no impidió que en los medios se diera esta avalancha de corrección sanitaria (en el sentido en que se habla de ‘corrección política’) que a veces hacía temer un ‘orden sanitario’, en el sentido en que se habla de un ‘orden moral’. ¿No hemos llegado ahí? ¡Claro! Pero cabe señalar que hemos vivido sostenidamente -en nombre de la salud, por orden de los médicos y bajo control policial- la mayor reducción de libertades que mi generación haya conocido”.

En su Diccionario filosófico cita la definición de “salud” de la OMS (“un estado de completo bienestar físico, mental y social, y no solamente la ausencia de afecciones o enfermedades”). ¿Por qué la considera “absurda”?

Si la salud fuera eso, entonces he vivido tres días de buena salud en toda mi existencia. El “completo bienestar físico, mental y social” es una excepción formidable. Y los cesantes, los marginados, los miserables, ¿cree usted que viven así? Si no tienen buena salud, ¡pongámoslos en manos de la medicina! Dios ha muerto, Marx ha muerto, ¡que vivan los sicotrópicos! Es eso lo que llamo el “panmedicalismo”, y veo ahí un peligro. Para combatir los males de la sociedad, confío más en la política que en la medicina. Y para guiar mi vida, confío en más mí mismo que en mi médico.

¿Qué quiere decir cuando habla de lo “sanitariamente correcto”?

Lo sanitariamente correcto, como lo políticamente correcto, es una especie de autocensura que nos imponemos por miedo de ofender o de contrariar. En el punto más alto de la pandemia, era sanitariamente incorrecto hablar de la economía. Entonces, comencé a hacerlo. Era sanitariamente incorrecto insistir en el hecho de que el Covid-19 mata principalmente a los viejos (un 96% de los muertos por Covid tenían más de 60 años). Por cierto, no lo hice para que dejen a los viejos morir sin cuidados, sino porque no puede sacrificarse permanentemente a los más jóvenes, cuyas condiciones de vida ya son difíciles, por la salud de los viejos, de los cuales formo parte. En principio, esta es una reacción afectiva: me inquieto más por el futuro de mis hijos (que son adultos jóvenes) que por mi salud de casi septuagenario. Pero hay también una cuestión de fondo. Todos los seres humanos son iguales en dignidad y derechos a cualquier edad, por supuesto, pero no todas las muertes valen igual: es más triste morir a los 20 o a los 30 años que a los 68 (mi edad) o a los 81 (edad promedio de los muertos por Covid-19, según se ha establecido).

Desde ese punto, añade, “la actual pandemia, incluso si causara tantas muertes como la gripe española de 1918-19 (¡50 millones!), sería sin embargo mucho menos grave: el 96% de sus víctimas tiene más de 60 años, mientras la gripe española mató sobre todo a gente de entre 20 y 40 años, con un peak en la treintena. Soy suficientemente viejo para tener el derecho de sentirme satisfecho de haber vivido sin que se me acuse de egoísmo”.

Usted afirma que la salud es un bien, no un valor. ¿Qué implicancias tiene hoy esta distinción?

Un bien es algo deseable y envidiable. Un valor es algo deseable y admirable. Por ejemplo, la riqueza o la salud son bienes: puedo envidiar a alguien más rico que yo, o que tiene mejor salud, pero si lo admirara por eso, sería un imbécil. En tanto, puedo admirar a alguien más valiente que yo, más justo, más generoso o más afectuoso. La salud es un gran bien, quizá el más grande de todos (es lo que pensaba Montaigne), pero no es un valor. No enfermarse no es un objetivo suficiente de la existencia, y una sociedad que eleva los bienes -la salud, el dinero- a la categoría de valores, es una sociedad que está mal. Yo vería ahí dos formas del nihilismo contemporáneo: una financiera, la otra sanitaria.

¿Qué le pasa cuando ve que la salud es instalada en oposición a la economía?

Son indisociables. Sólo hay economía por y para los vivos, y sólo hay vida humana gracias a la economía. El hambre mata más que las enfermedades, y los hombres sólo se distinguen de los animales, como observaba Marx, “cuando comienzan a producir sus medios de subsistencia”, que es la definición misma de la economía (no como disciplina intelectual o universitaria, sino como dimensión de la vida social). Decía esto cuando era miembro del comité consultivo nacional de ética, y mis colegas estaban de acuerdo: no es contrario a la ética hablar de dinero en cuestiones de salud; es contrario a la ética no hablar nunca al respecto. Es demasiado fácil oponer la medicina buena a la economía malvada. La medicina es costosa, y no es de extrañar que normalmente esté más desarrollada en los países ricos. ¿Sacrificar la salud por la rentabilidad? No se trata de eso. Pero tampoco se trata de sacrificar de forma duradera la economía por la salud. ¡No sobreviviríamos!

A este respecto, André Comte-Sponville propone un ejercicio mental: “Imaginemos que todos los funcionarios de la salud se fueran a huelga durante un año. Evidentemente, sería una catástrofe para los enfermos y un problema enorme para la economía. Pero usted siempre tendría pan en la panadería, agua de la llave, electricidad para que funcione su computador. Imaginemos, por el contrario, que todo el mundo se fuera a huelga, menos los funcionarios de la salud. ¡La situación sería mucho más grave! Al cabo de seis semanas, ya no habría personal sanitario ni personas que sanar: todos habríamos muerto de hambre. Mi conclusión es que la medicina necesita a la economía aún más de lo que la economía necesita a la medicina. Sin una economía próspera, ¿cómo se financian nuestros hospitales?”.

Si es cierto que estamos en la época más moral que haya conocido la humanidad -o la menos inmoral, como ha dicho usted-, ¿piensa que la moral nos ha puesto en un callejón sin salida en el que impediremos los contagios de coronavirus incluso al precio de colapsar las economías, puesto que hay el deber de hacerlo?

Esa sería una interpretación errónea de la moral. La desnutrición mata a nueve millones de personas en todo el mundo cada año, incluidos tres millones de niños. Imagine que la crisis económica que causa el encierro aumenta esta cifra sólo en un 10%: eso provocaría la muerte de otros 900 mil que no necesitarán un virus para agonizar. La FAO acaba de calcular que 14,4 millones de personas adicionales caerán en la desnutrición si la recesión global es del 2%; que serán 38,2 millones si la contracción llega a 5%, y hasta 80,3 millones para una recesión del 10%. ¿Qué pasará? No lo sé, pero los economistas nos anuncian “una recesión sin precedentes”, según leí en Le Monde del 15 de mayo. ¿No tendríamos derecho a preocuparnos por las consecuencias económicas de este confinamiento casi planetario? Moralmente, por lo tanto, debemos combatir tanto la pandemia como la pobreza. Pero dado que la pobreza mata mucho más, la lucha en su contra -al mismo tiempo económica y política- debe considerarse una prioridad, mientras la corrección sanitaria sigue diciéndonos lo contrario.

Comenta

Por favor, inicia sesión en La Tercera para acceder a los comentarios.