Columna de Ascanio Cavallo: El futuro no está comprado
Quienquiera que entrase a los hashtags más contradictorios de las redes chilenas antes del fin de 2019 habría tenido que concluir que este es un país infectado por el odio. La violencia verbal -por ejemplo, en torno a atacar o defender a Carabineros- parecía la de una sociedad al borde de la conflagración. La muerte se contaba entre los deseos más piadosos.
¿Es así? Quizás las generaciones digitales no asignan mucho valor a las palabras, ni para darlas ni para recibirlas. Escriben de prisa, caminando, oyendo música, ante el semáforo, en la cuneta, sin pensar mucho, sin reflexión.
Es difícil leer esa levedad. Muchos analistas se muestran inquietos, porque aún no se descubre a los autores de actos como el ataque coordinado al Metro. Tampoco a los que incitan a la destrucción, ni a los que amenazan o funan un día sí y otro también. Suponen que por esa razón en cualquier momento puede repetirse el 18-O. Por ejemplo, en marzo. En Chile parece haber sucumbido, junto con el Estado, la última noción de convivencia cívica.
Descontado el hecho de que estas preguntas merecen respuestas civilizadas, parece posible que las cosas sean aun más extrañas. El movimiento, como se ha dado en llamar a la masa poliforme y multinumérica que protesta desde el 18-O, ha respondido a veces a una sincronización política -por ejemplo, durante el debate del acuerdo constitucional- y a veces no -por ejemplo, en el llamado a un Año Nuevo flamígero-. A veces responde a una convocatoria menor. Y a veces no lo hace ante una importante.
Esa capacidad de discernir, esa inteligencia -dice la lógica- supone un cerebro, o sea, una persona o un grupo que dirige. Pero ningún grupo, ningún partido, ninguna persona ha podido identificarse con eso. Nadie puede decir que controla, o siquiera prevé, lo que va a hacer el movimiento; ni siquiera decir si todavía existe. Lejos de Santiago, el movimiento parece depender de lo que pasa en la Plaza Baquedano. Desprendido de esas imágenes, se nubla. Es lo que podrían saber los que trataron de derribar el monumento del general Baquedano. Cuando no lo lograron, ¿sobrevivieron decenas de estatuas fuera de la capital? El centralismo, desde luego…
¿Y si se trata de un cerebro, por decirlo así, colectivo? Un cerebro cuyas neuronas son teléfonos que se activan con estímulos raros, como ocurre, por ejemplo, en la moda o el fútbol, donde a veces las cosas son previsibles y a veces no. No hay duda de que una inteligencia marketinera creó la consigna de la "primera línea", propuesta de épica para el reclutamiento de la carne de cañón, igual que se ha hecho en miles de guerras, "I want you!". Esa inteligencia puede saber que Prima Linea, sardónicamente, no es un nombre original, sino el de una de las facciones más bravas de las Brigadas Rojas italianas. Lo que importa es su eficacia: un razonamiento clásicamente publicitario.
De esta rara deriva de las redes en todo el mundo ha emergido lo que Daniel Innerarity llama "la sociedad exasperada" (Política para perplejos, Debate, 2018), donde conviven grandes dosis de malestar y rabia con una ansiedad sin objeto definido. No pocos intelectuales se han vuelto tecnopesimistas, porque en este ambiente abunda el rechazo a la democracia y vibra la erosión de la convivencia política. Allí nació la idea de la "crisis de la democracia liberal", con el implícito de que carece de sentido elegir representantes si uno se puede representar a sí mismo. La vieja "democracia directa" parecería haber encontrado una nueva instancia de sobrevida.
Esto se vuelve algo más inteligible si se tiene en cuenta lo que dice Alessandro Baricco en The Game (Anagrama, 2019): que la revolución digital nació de la contracultura californiana que quería eliminar el orden del siglo XX. Nació, en otras palabras, en contra del orden liberal, de sus instituciones, incluso de su economía. Lleva en su ADN la molécula de una rebelión informe.
Esa molécula contiene también una inevitable insurrección contra los hechos. Las redes, como el movimiento, no creen que sus acciones pueden lesionar otros derechos; ni que tengan efectos económicos negativos. Esas son patrañas de viejos. Solo creen en sí mismos. Y en aparecer, no en las noticias, sino en YouTube o Instagram, donde todo sea validado por muchos likes. Si no se habla en la TV, solo se confirma que la TV miente.
El movimiento funciona con dos certezas: ser dueño de la verdad (la justicia, los derechos humanos, la libertad) y tener sensación de mayoría. Si no tiene apoyo de muchos, flaquea. Si se siente minoritario, se desmorona. Sigue la corriente: apoya lo que es popular, deja lo que no lo es. Por eso no le importa ni un pepino el Congreso. Por eso tiene cierta aversión a votar. No soporta ser menos.
El movimiento, como las redes, sigue una lógica de ola, de cresta y valle. Entonces, ¿volverá en marzo? Ni el movimiento, ni los partidos que tratan de surfear en él, lo saben. Desde luego, no son esos partidos los que más entienden al movimiento. Quienes se aproximan mejor están en contra de ellos y de los otros. Son muchos y pocos al mismo tiempo, porque dependen de estar enchufados. Eso ya lo saben regímenes autoritarios que aplican apagones electrónicos cuando hay amenaza de conmoción; y lo han estado estudiando gobiernos europeos, por si el cerebro llega a tener un controlador.
El movimiento quiso Navidad y Año Nuevo en paz. ¿Por qué? ¿Porque buscó un momento de solaz? ¿O porque otra cosa sería impopular? Toca verano, tocan vacaciones. ¿Y después? Nadie lo sabe: ni el movimiento, que no ha comprado el futuro, ni su propio futuro, igual que nadie.
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