Columna de Óscar Contardo: Estado de negación

Eduardo Macaya. Foto: Jorge Loyola/Aton Chile


Después de los resultados del plebiscito del 4 de septiembre de 2022 y con la crisis migratoria y de criminalidad en ascenso, la oposición levantó la bandera de la seguridad y encontró una respuesta inmediata en la población. El orden y la seguridad son valores propios de las derechas de cualquier sitio y el péndulo indicaba que era la dirección que estaban tomando los acontecimientos. Ni siquiera fue necesario esforzarse para plantear un parteaguas de época, la derecha aprovechó la intensa resaca anímica que significó para la izquierda el primer fracaso constituyente y, levantándose sobre ese entusiasmo, fue construyendo una reinterpretación de lo ocurridos desde octubre de 2019, soterrando discursivamente la legitimidad de las demandas, repitiendo la idea de que el estallido había sido una asonada delictual. Esta manera de plantear las cosas le resultaba cómoda: eximía a la derecha de asumir responsabilidades en la crisis inicial, reforzaba la idea de un enemigo invisible -identificado con vaguedad bajo la etiqueta de “octubrismo”- y disponía al sector con probabilidades para recuperar el gobierno en la próxima elección presidencial. Un movimiento impecable si no fuera porque bajo la superficie y detrás de ese atrezo levantado por los sectores más conservadores a través de un despliegue mediático incontrarrestable, la certeza de que la desigualdad y la desmesurada concentración del poder atraviesa la convivencia del país es una pulsión que, lejos de disminuir, sigue creciendo disimulada por otras urgencias, pero acumulando energía que en algún momento buscará una ruta de alivio. La derecha no ha contribuido en nada para que ese momento no vuelva a ser lo traumático que fue en 2019. Ha insistido en la negación, la ha alimentado, como si al hacerlo la realidad pudiera ser transformada a su antojo. Nunca hubo intención de reformar, solo de rechazar.

Un síntoma muy nítido de esa conducta compulsiva ha sido la manera en que el sector enfrentó el caso de Eduardo Macaya, el padre de Javier Macaya, senador de la UDI, condenado por abuso sexual de menores por un fallo unánime. Tras la condena a seis años, las desafortunadas declaraciones de su hijo en su calidad de presidente de la UDI en un programa de televisión, y la sorpresiva decisión de la Corte de Apelaciones de Rancagua de revocar la prisión por arresto domiciliario, se abría una crisis evidente. Sin embargo, la reacción de la derecha fue un silencio que sólo rompió cuando la presión de la opinión pública no dejó más espacio que reaccionar a través de declaraciones en redes sociales difundidas a goteo. Recién a cuatro días de la condena y dos de la entrevista en la que el senador Macaya incurrió en lo que él mismo calificó como “un error”, al cuestionar una prueba, el sector a través de dos de sus figuras femeninas -Marcela Cubillos y la alcaldesa Evelyn Matthei- dio señales de comprender la profundidad del daño. Ni la renuncia de Macaya a la presidencia de la UDI, ni declaraciones de la alcaldesa Matthei, principal candidata del sector a la presidencia, cerraron el asunto, como especuló un analista del sector en televisión. Esto solo parece ser el comienzo, en la medida en que los detalles del fallo se filtren -los pormenores ya revelados son inquietantes - y los recursos de la defensa dilaten el proceso, la sensación de un trato privilegiado con el acusado solo se agudizará. Otra vez la desigualdad, aunque no en el ámbito de la educación, sino en el de la justicia.

La desconfianza sobre nuestro sistema de justicia no es nada gratuita, se acumula desde hace décadas y no ha hecho más que agudizarse con las últimas revelaciones en torno a su funcionamiento gracias al teléfono de Luis Hermosilla: desde los nombramientos de jueces y fiscales hasta el trato brindado a los imputados o procesados. Arbitrariedades persistentes en donde el hilo siempre se corta por lo más fino. Las sospechas ya no son ideológicas, sino estructurales y se esparcen como un rumor bien fundado en un salón lleno de acreedores de una deuda que nadie tiene la voluntad de saldar.

Es muy probable que la derecha gane las próximas elecciones presidenciales. Lo que también es probable es que continúe en estado de negación, esforzándose por no ceder a ningún cambio, desdeñando todas las señales que no encajen con su manera de ordenar el mundo y eludiendo discusiones pendientes, no tan solo las relacionadas con asuntos económicos como pensiones o salud, sino también sobre derechos reproductivos y educación sexual escolar, por nombrar un par. Lo que se espera de quienes pretenden llegar al gobierno es estar a la altura de unas demandas que sí existen, que no son un invento, y unas expectativas tan altas como largo ha sido el tiempo de espera por satisfacerlas.

El caso de Eduardo Macaya ha revelado que la derecha tradicional aún no articula una fórmula para enfrentar asuntos que suelen eludir calificándolos de “ideológicos”, escudándose en frases hechas como “con mis hijos no te metas” o ridiculizando el movimiento feminista o de la diversidad. Esos no son los problemas reales de la gente, suelen decir. Pero sí lo son, en tanto se relacionan con el núcleo donde actualmente se está percibiendo de manera más cruda la desigualdad imperante: en la justicia. Ninguna de las demandas que explican la crisis de 2019 ha sido resuelta. Quien quiera que llegue a la presidencia debe asumir esa realidad, negarse de plano a discutirla es asegurarse crisis futuras de gobernabilidad en un país que, si bien aspira al orden, también anhela cambios tan obvios como que la justicia realmente funcione para todos y todas por igual, independiente del origen social, los ingresos económicos, del género o de los números que guarde en su agenda telefónica.

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