Columna de Óscar Contardo: Un debate hipócrita

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Hace un par de semanas, un grupo de personalidades del primer mundo, académicos y autores respetados, y sin mayores problemas para difundir sus ideas, publicó una carta en la prestigiosa revista norteamericana Harper’s. Los autores se mostraban alarmados por ciertas señales que ellos interpretaban como una cerrazón al debate abierto de ideas en EE.UU., brindando ejemplos genéricos que debían entenderse como una tendencia. La carta fue velozmente reseñada por otros medios que la difundieron como una especie de advertencia en contra de la “cultura de la cancelación” o cancel culture, en inglés, una expresión de moda, pero sin definición clara y que, además, no fue usada por los autores del texto original. Pronto la mayoría de los medios que aludían a la carta obviaron que su título era Sobre justicia y debate abierto, y usaron la etiqueta “cancel culture”, una fórmula vacía, pero fácil de recordar y más importante aún, que evita el esfuerzo de una reflexión mayor sobre fenómenos complejos y sitúa el asunto en la esfera de las redes sociales.

Curiosamente, entre los pioneros en usar la expresión “cancel culture” se cuenta al Presidente Donald Trump, quien la definió como un nuevo totalitarismo de la izquierda. La carta publicada por Harper’s, muy por el contrario, señalaba que quien representa una amenaza para la democracia es el propio Trump. Con el correr de los días, ya nadie reparaba en ese detalle, porque el texto había sido enarbolado como la bandera de una nueva etapa de la lucha contra la llamada “corrección política”, una tarea que mantiene muy inquieta a cierta intelectualidad que se resiste a habitar en un mundo en donde no pueda decir lo que se le antoje sin tener que tomarse la molestia de rendir cuentas o dar explicaciones si su discurso es errado, ofensivo o contiene información falsa. Para esa intelectualidad, eso que llaman “corrección política” nos está llevando al despeñadero. El problema, entonces, son los memes creados por hordas de descontentos, no es la desigualdad, ni la fractura de las comunidades, ni la captura de la política por los intereses privados, ni la acumulación desmesurada de la riqueza que impide cambios; la verdadera tragedia consiste en no poder escribir o decir lo que se les antoje sin que nadie les responda algo por Twitter. La tranquilidad que solían disfrutar -y que ellos identificaban con la democracia- fue alterada; algo cambió velozmente, y en lugar de preguntarse qué hacer para darle un orden al nuevo escenario, buscan un culpable que pague la incomodidad que les provocan las nuevas circunstancias.

El llamado “debate” se extendió y llegó a Chile, tal como suele suceder, eludiendo la historia local y dando por hecho que, hasta antes de la corrección política y las redes sociales, esta era una sociedad en donde el pluralismo cundía en medios de comunicación y universidades. Un imperio de la tolerancia que nunca fue tal. En nuestro país hubo académicos que denunciaron y entregaron a la represión a colegas que pensaban distinto sin que nadie dijera nada; es el país en donde un profesor de Medicina fue expulsado de su universidad sólo por afirmar que una pastilla no era abortiva; una sociedad en donde en plena democracia una eminencia de la ética periodística podía sostener durante un seminario que el divorcio era un asunto tan repudiable como la drogadicción; el ecologismo y la objeción de conciencia para cumplir el servicio militar, sin temor a que alguien siquiera se atreviera a interrumpirlo con una duda. Los que cancelaban, en esa época, no lo hacían en redes sociales, sino en la vida real, bloqueando oportunidades o encargándose de amordazar la disidencia a sus ideas. Eso era la normalidad y de muchas maneras sigue siéndolo, perdura como una forma de ver el mundo; una que permite, por ejemplo, hablar del daño que un trending topic le puede causar al debate público, pasando por alto, a la vez, la manera en que agentes del Estado han mutilado y herido a miles de personas sólo por salir a la calle a expresar su descontento. Pero es mejor no hablar de asuntos incómodos y dedicarse a trozar la realidad en pedacitos para luego elegir el más conveniente y elaborar discursos de autosatisfacción e hipocresía, ignorando lo que ocurre más allá del propio timeline.

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