LT Domingo

La sicología oscura de las redes sociales

Las redes sociales se han convertido "en un poderoso acelerante para cualquiera que desee comenzar un incendio", afirman Jonathan Haidt y Tobias Rose-Stockwell.

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Somos una especie tribal. Es nuestra regla y nuestro defecto. La sociedad civilizada moderna -la de las tradiciones liberal e ilustrada- creó modos de reducir nuestro tribalismo. El estado de derecho, la democracia representativa y un sentido general de aceptación de la diferencia se construyeron lentamente, a lo largo de muchos siglos. Toma mucho trabajo dejar atrás nuestros defectos, y muy poco reactivarlos. Creo que eso es lo que han hecho las redes sociales: poner en riesgo siglos de progreso".

El párrafo es del sicólogo estadounidense Jonathan Haidt, profesor en la Universidad de Nueva York, y responde a una pregunta, vía e-mail, basada en un ensayo que acaba de publicar en la revista washingtoniana The Atlantic -The Dark Psychology of Social Networks, en coautoría con el "tecnologista" Tobias Rose-Stockwell- y donde no se ahorra evidencia ni argumentaciones para exponer la extrema fragilidad del régimen político en su país de cara a las redes sociales, en particular desde el año 2013. Lo anterior, que no es nuevo como temor, pone en perspectiva lo que los autores llaman "la pesadilla de James Madison".

Esta pesadilla es el miedo al poder de la "facción", como llamó el cuarto Presidente de Estados Unidos al fuerte partidismo o interés de grupo que "inflama [a los hombres] con hostilidad mutua", haciéndoles olvidar el bien común. En los tiempos de Madison (fallecido en 1836) hubo gente facciosa -e indignada-, pero la vastedad del territorio estadounidense les hacía muy difícil trascender los límites de sus propios estados y afectar significativamente a un país cuya Constitución "tenía mecanismos para calmar las cosas, morigerar las pasiones y alentar la reflexión y la deliberación", afirma Haidt.

Pero ¿qué pasa cuando, en el curso de una década, una tecnología modifica varios parámetros fundamentales de la vida social y política? ¿Y si esa tecnología incrementa considerablemente la "hostilidad mutua" y la velocidad con la que la indignación se propaga? Es lo que Haidt y Rose-Stockwell observan hoy, agregando una pregunta en el subtítulo de su texto: "¿Por qué se siente como si todo se fuera a descontrolar?".

Optimismo diluido

Internetófobos ha habido desde temprano, como el comunicólogo Dominique Wolton: resistido por su defensa de la TV como herramienta democratizadora -frente a las populares tesis de la "caja idiota"-, el sociólogo francés publicó hace 20 años Internet, ¿y después?, donde descree de la revolución web y advierte de los peligros de estar demasiado cerca los unos de los otros cuando se trata de "garantizar las distancias" para "alcanzar la coexistencia". Eran otros tiempos, aún sin redes sociales. Y cuando estas aparecieron, constatan hoy Haidt y Rose-Stockwell, eran otra cosa.

Por ejemplo, la misión original de Facebook era "hacer el mundo más abierto y conectado", y durante sus primeros tiempos, afirman los autores, "muchos asumieron que un gran crecimiento de la conectividad sería bueno para la democracia". Sin embargo, con el pasar de los años "el optimismo se ha diluido" y los perjuicios se han multiplicado: "Las discusiones políticas en línea -a menudo entre desconocidos anónimos- se sienten más furiosas y menos civilizadas que las del mundo real; las redes partidistas crean cosmovisiones que pueden hacerse cada vez más extremas; florecen las campañas de desinformación y las ideologías violentas atraen reclutas".

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El sicólogo social Jonathan Haidt es profesor de la Universidad de Nueva York y acaba de publicar un paper sobre la "sicologías oscura de las redes sociales".[/caption]

¿Qué pasó en medio? Primero, que tanto Twitter (2006) como Facebook, en 2009, crearon, respectivamente, la Línea de Tiempo y el NewsFeed, con lo cual proveyeron a los usuarios de información continua e inagotable, cambiando dramáticamente su modo de consumirla. Más tarde, cada uno por su lado, agregaron entre otros el like, el retuit y el retuit con comentario, que se transformaron en armas para interpelar, condenar, validar, validarse y propagar información, verdadera o no, a la velocidad de la viralización. Chris Wetherel, uno de los creadores del botón "retuit", comparó hace poco esta creación con el acto de "darle un arma cargada a un niño de cuatro años".

Aparte de rápido, el cambio ha sido profundo. Si la comunicación se entendió alguna vez como la "puesta en común" entre al menos dos partes -hubiera o no retroalimentación-, hoy es más bien performance. "Cuando hablamos para mostrar o para impresionar, estamos en una actitud muy distinta de cuando hablamos para conectarnos y profundizar las relaciones", plantea Haidt a Culto. Así, "mientras más conectados (superficialmente), más solos estamos", lo que, a su juicio, podría ayudar a explicar la ola de depresión que ha afectado desde 2012 a la Generación Z, los nacidos después de 1995.

En paralelo, la autoestima ha sido suplantada por lo que el sicólogo social Mark Leary llamó el "sociómetro": el indicador mental que nos dice cómo nos va, a cada momento, a ojos de los demás. Ya no necesitamos autoestima, realmente, dice Leary. "Más bien, la exigencia evolutiva es que el resto nos vea como aliados deseables para distintos tipos de relaciones. Y los medios sociales, con su despliegue de likes, amigos, seguidores y retuits, ha sacado los sociómetros de nuestros pensamientos privados, haciéndolos públicos".

El ensayo se detiene también en la expresión moral grandstanding ("grandilocuencia moral"): acuñada por Justin Tosi y Brandon Warmke, describe el uso del discurso moralista en el espacio público para acrecentar el propio prestigio. Y si la expresión constante de ira en conversaciones privadas nos hace fastidiosos, en relaciones sociales puede ser un empujón para nuestro estatus.

Un estudio de la Universidad de Nueva York midió en 2017 el alcance de medio millón de tuits y descubrió que, en promedio, cada palabra moral o emocional usada en un tuit incrementaba su viralidad en 20%. El mismo año, investigadores del Pew Research Center constataron que los posteos de Facebook que exhiben una "discrepancia indignada" tuvieron casi el doble de likes, shares y otras formas de engagement que otros contenidos en esta red.

Que la rabia política esté disparada, entienden por último Haidt y Rose-Stockwell, no es algo de lo cual culpar a internet: es más complejo y viene de antes. Eso sí, desde 2013 las redes sociales se han convertido "en un poderoso acelerante para cualquiera que desee comenzar un incendio". No es que hablemos de medios "intrínsicamente malvados", escriben. Menos aún cuando han dado visibilidad a grupos e individuos que no la tenían. Pero hay un problema y es grave, aunque no irreparable.

Con lo que les queda de optimismo, los autores proponen tres tipos de reforma que podrían ayudar. Primero, reducir la intensidad y la frecuencia de la "performance pública" en redes sociales (aunque no lo mencionan, está el ejemplo de Instagram, que ha estado probando la eliminación de likes, para que el material subido se examine en su mérito y no en función de la gente a la que le gustó: una batalla, entre varias, en la guerra de la "métrica de la vanidad"); segundo, reducir el alcance de las cuentas no verificadas, y por último, reducir el "contagio" de la información de baja calidad.

Porque si queremos que la idea misma de democracia recupere respeto en tiempos de creciente insatisfacción, concluye el argumento, tendremos que entender la multitud de formas en que las plataformas actuales crean condiciones hostiles para ello.

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