Vivir y morir entre Tirúa y Cañete

Foto: Gobernación de Arauco.

En los casi 70 km que separan estos dos puntos de Arauco han muerto 21 personas en los últimos 10 años por delitos de violencia rural. Otras 45 han sufrido incendios, y eso sin contar a los que han sido amenazados. En esta parte del Biobío, donde hay códigos violentos, sobrevivir, muchas veces, depende de mantener el silencio.


José Retamal necesitaba buscarse una nueva vida. Después de trabajar durante 22 de sus 48 años como cuidador en el fundo Santa Clarisa, en las cercanías de Cañete, sus planes tenían que llevarlo a otra parte. Quería cobrar sus años de servicio y viajar al norte. A veces, cuando conversaba con sus dos hijas en la casa que compartían con su madre, en Los Álamos, decía que tenía ganas de ir a Valparaíso, de visitar a su hermana María Alejandra en Santiago. Esas ganas de partir surgieron de a poco. Aunque luego se aceleraron, cuando ese predio de 150 hectáreas, y perteneciente a la familia Gajardo Cáceres, empezó a ser requerido por comunidades mapuches. En 2015 la vicepresidenta de la comunidad Rucañirre, Nicole Saldaña, se acercó al fundo a hacer pública su demanda. También lo hicieron las representantes de la comunidad Luisa Huichalén y la cacique Llancao. Pero esta última nunca quiso sentarse a negociar una entrega pacífica. Eso, dice la hija mayor de Retamal, asustaba a su padre, que tenía que cerrar con candados los portones.

–Una vez tuve que ir a dejarle comida, porque no podía salir. Me acuerdo que me dijo ‘tengo mucho miedo’.

El traspaso a las comunidades Rucañirre y Luisa Huichalén había quedado programado para 2017. Pero meses antes, en enero de 2017, José Retamal seguía sintiendo que algo iba a sucederle. A su pareja, Adelina Garrido, también le hablaba de este miedo, pero nunca le explicó a qué era. El 14 de enero, durante un viaje a Santiago, Garrido lo llamó para volver a preguntarle por qué estaba tan callado y ausente. Retamal no supo decirle qué era lo que lo atemorizaba tanto.

El 15 de enero de 2017, Guillermo Arrau, otro capataz de Santa Clarisa, se despertó a las 4 am escuchando gritos. Eran vecinos alertando de un incendio. Las llamas quemaban la casa patronal, la de los cuidadores y, también, una camioneta Nissan. En el pasto estaba el perro “Miedo”, que acompañaba a Retamal, ahorcado con alambre y un panfleto que decía esto: “Si no fue por las buenas, será por las malas. Entréguenos nuestras tierras, nos pertenecen. Nos cansamos de esperar. Luchando por lo nuestro”. A las 4.20 Arrau llamó a Carabineros. Les contó del incendio y que su compañero estaba desaparecido. Cuando los policías llegaron, levantaron los escombros. Entre ellos estaba el cuerpo de José Retamal, calcinado. Hubo algo que les llamó la atención: entre las cenizas encontraron su billetera, tenía $ 300 mil pesos. Eso hacía poco probable que fuese un robo.

Su familia se enteró el mismo día. La mayor de sus hijas no lo podía creer. Ese 15 de enero también estaba de cumpleaños su hijo, que esperaba la visita del abuelo.

El caso lo tomó el fiscal Juan Yáñez, que comenzó a investigar la vida sentimental del fallecido. Supo, además, que Retamal les decía a cercanos que no sabía dónde seguiría trabajando

Algunos peritajes sugirieron que él podía haber escrito el panfleto y que no había indicios de que los portones hubiesen sido forzados, ni que hubiese pedido ayuda. También había declaraciones que indicaban otras posibilidades: vecinos aseguraban haber visto ocho camionetas reunidas en la ruta a la 1 am, con las luces apagadas. Que la fiscalía no haya profundizado en esa línea, o que, según ella, tampoco se haya resguardado el sitio del suceso son cosas que aún rondan en la cabeza de la hija mayor de Retamal. A ella nunca le hizo sentido la tesis del suicidio.

La muerte de Retamal no alteró el cronograma de compra del terreno. Según la Conadi, las dos comunidades que solicitaron el fundo Clarisa viven ahí desde 2017.

El 21 de septiembre de 2021, la causa de José Retamal se archivó provisionalmente. La última pericia había sido en 2019. Por eso es que el estudio que representa a su familia, Justicia y Reparación, está analizando demandar civilmente al Ministerio Público por perjuicios ocasionados por falta de servicios.

–Se quema la casa del cuidador, un pedazo bien grande de la patronal y el perro muere ahorcado. Eso había pasado antes. Habían matado a dos o tres perros. La autopsia fue muy general. Nunca se determinó si José Retamal tenía algún hueso roto, algún golpe. Lo exhumaron en dos oportunidades, pero el cuerpo ya estaba muy deteriorado – explica Catalina Kokaly, abogada de la familia.

José Retamal, en todo caso, no fue el primero en morir en la zona roja del Biobío: la franja que une a Tirúa con Cañete. Antes estuvo Osvaldo Zapata, inquilino de 59 años en una parcela de 22 hectáreas en Las Vegas de Antiquina, que en 2012 llevaba meses siendo hostigado por comunidades para que abandonara el predio. Según la querella que interpuso su esposa, a Zapata le decían que “se fuera por las buenas o por las malas”. El 20 de diciembre de ese año, a las 3.15 am, un grupo de encapuchados entró al campo. Le dispararon con una escopeta y, explica su certificado de muerte, su corazón estalló. Luego lo arrastraron al patio e incendiaron su vivienda, mientras su familia era obligada a escapar.

Luego vino el agricultor Víctor Neira. El 7 de enero de 2015, mientras trabajaba cuidando un campo en el sector de Quelihue, un grupo de encapuchados entró al predio y le dispararon en el estómago. Tenía 40 años.

A Elodia Aguayo, de 57 años, le partieron el cráneo de un balazo cuando, el 15 de diciembre de 2019, tres encapuchados entraron al fundo en Ranquihue Chico, cerca de Tirúa, donde vivía. Las lesiones que sufrió durante el mismo ataque dejaron en estado vegetal a Claudio Pilquimán. Hoy lo cuida su esposa que, en las querellas que presentaron, recuerda que a su marido le gritaban “yanacona”, por trabajarles el campo a dueños que no fuesen indígenas.

La Agrupación Paz y Diálogo tiene un número: 21 muertos por violencia rural en el Biobío durante los últimos 10 años. Ocho de ellos fueron el año pasado. Dos ya fallecieron en lo que va de 2022. Además, otras 45 han sufrido incendios. Pero eso, asegura una familiar de Osvaldo Zapata, no es algo que pueda comentarse en las partes más violentas de Arauco. En esos lugares, cuenta, hay mala señal de internet, porque a los furgones de las empresas telefónicas les da miedo entrar, se ven niños jugando con armas, gritando consignas indígenas y, a pesar de que Zapata fue asesinado hace 10 años, hablar contra sus autores públicamente aún puede significar recibir piedrazos en la casa. Por eso, relata en un café del centro de Santiago, durante un viaje a realizarse un control médico, que se asombra cuando ve tantas banderas del pueblo mapuche colgando de balcones en departamentos de la capital.

Mientras toma un jugo, dice: “No saben cómo es vivir allá”.

Estar marcado

El puente Puyehue, en los alrededores del lago Lanalhue, comenzó a gritarle cosas a la familia Etchepare. El primero de los mensajes apareció en el verano de 2016. Era una frase con tinta roja que decía: “Fuera Etchepare del territorio mapuche”. Luego fueron fotografías de un miembro de la familia que aparecieron en redes sociales. Después, el rayado en el puente Puyehue cambió a “Fuera Etchepare”.

El problema es que no fueron sólo amenazas. En febrero de 2015 les quemaron el fundo y se lo tomaron. Recuperarlo no fue suficiente. A otro integrante de la familia lo abordaron desconocidos en un auto, pidiéndole que se fuera. El 2 de septiembre de 2019, a esa misma persona le incendiaron la casa. Entre las cenizas se encontró un papel con el mensaje “Libertad a los presos políticos”. Irse fue la decisión razonable, porque el riesgo era que les pasara lo que ya le había sucedido a Luis Pedrero: un hombre de 54 años que, mientras estaba ayudando a vecinos en Quidico, el 14 de noviembre de 2018, recibió disparos de perdigones desde la mejilla al tobillo.

Tres días más tarde le quemaron la casa, donde vivía con su pareja y su hijo de 19 años con daño cerebral. Hoy vive de allegado.

La enfermedad o el estado de salud tampoco importó demasiado la mañana del 28 de agosto de 2020, cuando cinco encapuchados entraron disparando armas largas a la casa en el lago Lanalhue donde vivían Ricardo Fernández, enfermo de párkinson, y su esposa, Ana Sales. El matrimonio tuvo que soportar que les gritaran que entregaran sus celulares y ver cómo rociaban la casa con bencina, cuando todavía estaban en pijama. Luego huyeron hacia Playa Blanca y se escondieron entre los matorrales, mientras observaban cómo se quemaba su casa.

Nunca más pudieron volver al lago.

Las condiciones en las que trabaja el Ministerio Público no ayudan a mejorar esa percepción.

“Desde hace algunos años que las indagatorias de estos delitos se han problematizado aún más, debido a las dificultades que tiene la policía especializada para llegar de manera oportuna a realizar su trabajo en los sitios del suceso ubicados en la zona afectada por el fenómeno de la violencia rural. Lo anterior se genera porque no cuentan, por ejemplo, con vehículos blindados que brinden protección al personal policial para que puedan realizar un desplazamiento seguro hasta los lugares de interés criminalístico”, sostienen desde la Fiscalía del Biobío en un comunicado. Esas complejidades, insisten desde la institución, tienen consecuencias:

“Las primeras horas que transcurren desde la perpetración de un delito son siempre trascendentales para las posibilidades de reconstrucción de los hechos. Esto, a partir del empadronamiento de testigos y el levantamiento de evidencias que resultan cruciales para el esclarecimiento del ilícito. Por lo tanto, la tardanza puede impactar en el resultado de la indagatoria”.

No es el único problema, agregan:

“Con frecuencia los partícipes de estos delitos actúan encapuchados, lo que dificulta su reconocimiento e identificación. Además, y a diferencia de lo que ocurre en sectores urbanos, son escasas las evidencias audiovisuales que puedan contribuir de manera importante a la individualización del o los autores del delito”.

Hay otro elemento. Es, quizás, el más importante: nadie quiere hablar.

“El temor –señalan en la Fiscalía del Biobío– es un factor que afecta en la disponibilidad para obtener declaraciones de personas que conozcan antecedentes relevantes para la indagatoria”.

Una autoridad comunal de la zona asegura lo mismo. Que esa advertencia corre para participar en juicios, hablar en público y, también, para conversar con periodistas:

–Mi casa está marcada –dice–. Tengo familia, no puedo hablar.

Un disparo en la carretera

Ana María Martínez recuerda que ese día llovía. Era el 13 de diciembre de 2018 y ella con su marido, Jorge Maulén, salían desde su hogar en Cañete al mediodía, manejando un furgón blanco, a vender y distribuir cigarros y bebidas energéticas. El trabajo era pesado, de lunes a sábado, pero, pensaba ella, al menos les permitía estar juntos. Su ruta de despacho los movía por comercios desde Curanilahue a Tirúa. A ese último lugar, justamente, tenían que ir ese jueves y, por eso, la lluvia ayudaba. Con el aguacero, creían, era menos probable que tuviesen problemas en la carretera.

No siempre era así. A veces había desórdenes y, cuando llegaban al cruce Peleco, un piquete de Fuerzas Especiales los obligaba a regresar. Pero ese jueves no había nadie. La única preocupación que tenían, mientras escuchaban la radio, era decidir dónde pararían a almorzar. Entonces pasó.

Después del cruce La Herradura, Martínez sintió un piedrazo y luego otro.

–Le dije “nos están apedreando” y me incliné delante de él. Vi tres encapuchados y uno de ellos con una escopeta hechiza, apuntándonos. Le dije que nos iban a disparar y él trató de acelerar un poco, mientras me regresaba a mi puesto.

Fue ahí que el encapuchado apretó el gatillo.

Los perdigones le llegaron a Maulén en el lado izquierdo de su rostro y a Martínez se le llenó la cara con sangre y vidrios quebrados del parabrisas. Con el impacto perdieron el control del furgón y terminaron volteados en una zanja. Mientras Martínez recogía sus cosas, a su marido la cara se le desfiguraba. No mucho después llegaron transeúntes, carabineros y una ambulancia. Maulén fue trasladado al Hospital de Tirúa, al de Cañete y, luego, al Regional de Concepción.

En esa Urgencia, a Martínez le dieron el diagnóstico: su marido tenía perdigones incrustados en el cerebro y no habían podido sacarlos todos. Había perdido masa encefálica y huesos del cráneo; le instalaron un drenaje para que botara la sangre y le indujeron un coma. Estuvo así 20 días, hasta que lo trasladaron a la sede penquista del Hospital del Trabajador. En la UTI le informaron que no tenía riesgo vital, pero que perdió la visión periférica, la movilidad en el lado derecho del cuerpo y el habla. También tenía convulsiones y su temperamento había cambiado.

–Estaba agresivo. Hubo veces en que intentó pegarme o pegarle a la enfermera que lo cuidaba. No quería tomarse los remedios: cerraba la boca y se enojaba mucho. Jorge no era así antes. Llevábamos 34 años de matrimonio y nunca me levantó la mano –cuenta Ana María Martínez.

Dos meses después del ataque su familia se vio obligada a dejar la casa de Cañete y cambiarse a Concepción, donde Maulén iniciaría su recuperación y arrendaron un departamento. Regresar a su hogar, en medio de la zona roja, además les daba miedo y, como pasa con tantas causas similares, la Fiscalía del Biobío no había podido dar con pruebas que llevaran a alguna detención.

El 10 de mayo, Jorge Maulén fue dado de alta. Salió del hospital en silla de ruedas, toda su familia lo estaba esperando en el departamento. Esa noche, cerca de las 22.00, cuando ya se habían ido todos, Maulén empezó a convulsionar: cerraba su boca y dejaba de respirar. Jorge Ignacio, el menor de sus dos hijos, que estudiaba Ciencia Política, intentó detenerlo metiendo su mano en la boca de su padre. Ana María Martínez llamó a la ambulancia. Cuando llegaron, los paramédicos le pusieron oxígeno y les pidieron a la madre y al hijo que los dejaran solos.

–En un momento salen y me dicen que entró en un paro, que me prepare. Después salieron de nuevo y me dicen que falleció –cuenta ella.

Martínez es parte de un grupo de 72 familias víctimas de violencia rural en el Biobío, que están siendo asesoradas por los abogados Jorge y Leonila Muñoz. Por ahora están reuniendo los antecedentes, pero prometen actuar en los meses que vienen:

–Se van a ejercer acciones contra los autores por el daño causado y en contra de quienes estaban obligados a evitar que estos actos perniciosos se ejecutaran –asegura Jorge Muñoz.

Luego de la muerte de su marido, Ana María Martínez intentó quitarse la vida en un par de ocasiones. También mezcló medicamentos que la mantuvieran durmiendo, porque no quería estar despierta. La hospitalizaron en Santiago y en Concepción. Su hijo Jorge Ignacio, de 24 años, tuvo que suspender sus estudios para cuidarla. Primero congeló sus ramos y, luego, abandonó la universidad completamente. Tres años después de todo, Martínez, de 57 años, sigue sin ver noticias, sin salir sola a la calle y descompensándose con ruidos fuertes y repentinos. Hubo un tiempo en que buscó el nombre de su marido en redes sociales. Entre los comentarios encontró a personas opinando que lo que le había pasado no era cierto, que era todo un montaje. Eso, dice, es lo que más le duele. Incluso, más que la certeza de que nunca encontrarán a quienes le dispararon a su marido.

–La gente no cree –repite–. No cree hasta que les pasa a ellos.

Algunos días después volvió a pasar. Jorge Huenteo, tío de un trabajador asesinado en Tirúa el 31 de enero, y que después de la muerte de su sobrino le había dicho a la prensa que los autores estaban identificados, fue baleado el jueves pasado. Le dispararon desde una camioneta, mientras caminaba por la costanera de Quidico.

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