Justicia en tiempos de pandemia. ¿Quién paga la cuenta?

El nivel de desigualdad inicial es central para entender el impacto de esta crisis y debería estar en el corazón de las políticas que se adoptan para enfrentarla. Sin embargo, hoy las políticas implementadas apuntan en la dirección opuesta; el grupo más perjudicado es el mismo que paga el costo de sus “ayudas”.


En 2020, el PIB de nuestro país cayó cerca de un 6%. La lectura de esta cifra es que, en promedio, los ingresos de las familias en el país cayeron en un 6%. Sin embargo, los promedios tienden a contar solo una parte de la historia, y a veces incluso la tergiversan. Como decía Nicanor Parra: “Hay dos panes. Usted se come dos. Yo ninguno. Consumo promedio: un pan por persona.”

La crisis económica actual nos afecta de manera desigual en tiempos de extrema desigualdad, y sus consecuencias también se esconden en los promedios. Una de las características de esta crisis es que afecta desproporcionadamente a algunos sectores y grupos, mientras que no afecta (o incluso beneficia) a otros. Cuando miramos la fuerza de trabajo, los efectos se han concentrado en los estratos socioeconómicos menos acomodados. La gran mayoría de los trabajos destruidos son de bajos ingresos e informales, y donde las mujeres son quienes han visto más reducida su fuerza de trabajo.

El siguiente ejemplo permite ilustrar por qué la desigualdad es central para entender cómo ha impactado la crisis a las familias. Supongamos que existen dos grupos, el 10% más rico y el 90% restante, y que los primeros no se ven perjudicados económicamente. En el caso de una sociedad igualitaria, donde cada individuo recibe los mismos ingresos, una caída promedio del 6% implica que el grupo afectado (90% población) verá caer sus ingresos en un 6,6%. En cambio, en una sociedad muy desigual, donde el 10% más rico recibe, por ejemplo, el 90% de los ingresos, la caída de los ingresos de la población afectada (90% población) sería de un 60%.

Podemos usar esta simple matemática para evaluar el caso de Chile. De acuerdo con las cifras del World Inequality Database, en 2019 Chile era el séptimo país del planeta donde el 10% más rico tenía la mayor concentración de ingresos (sólo superado por Santo Tomé y Príncipe, Sudáfrica, la República Centroafricana, Mozambique, Namibia y Zambia). El 10% de mayores ingresos recibía el 60% del ingreso nacional. En palabras de Parra: “Hay 10 panes y 10 personas. Una se come seis y nueve personas se reparten cuatro panes. Consumo promedio: un pan por persona”.

Tal como en nuestro ejemplo, el grupo más acomodado en nuestro país no vio caer sus ingresos por la pandemia y, dentro de ellos, muchos se vieron muy beneficiados. De acuerdo con las cifras del último Ipom del Banco Central y las cifras de Forbes, tanto los ingresos del trabajo como los ingresos del capital aumentaron durante 2020 para este grupo. Por ejemplo, entre 2020 y la fecha, las cinco fortunas más grandes del país crecieron en más de un 66% en promedio.

Una desaceleración del 6% que sólo afecta al 90% inferior de la distribución de ingresos implica que los ingresos de los afectados cayeron mucho más que un 6% promedio. De acuerdo con el simple ejercicio desarrollado arriba, los ingresos del grupo afectado cayeron en más de 2,5 veces lo sugerido por el promedio total.

El nivel de desigualdad inicial es central para entender el impacto de esta crisis, y debería estar en el corazón de las políticas que se adoptan para enfrentarla. Sin embargo, hoy las políticas implementadas para pagar las crisis apuntan en la dirección opuesta; el grupo más perjudicado es el mismo que paga el costo de sus “ayudas”.

La respuesta política ha sido echar mano a los ahorros de los trabajadores. Primero, a través de la ley de protección al empleo, utilizando los ahorros del seguro de cesantía; después, los dos retiros a los fondos de pensiones, y ahora con la nueva propuesta de los candidatos presidenciales Lavín y Desbordes, al fondo que financia el seguro de cesantía. Estas medidas no hacen más que agudizar las disparidades entre el capital y trabajo.

La forma más ordenada de compartir los costos de la pandemia es pagarlos con cargo a las rentas que provienen de la recaudación de impuestos, donde todos, tanto los dueños del capital como los trabajadores, contribuyen. Lamentablemente, la estructura tributaria de nuestro país es levemente regresiva, y quienes tienen más contribuyen relativamente menos, lo que hace que no sea posible financiar políticas que no sean estrictamente focalizadas.

Una forma en que podemos financiar de manera justa estos costos, con la estructura tributaria vigente, es vía deuda con cargo a un impuesto temporal al patrimonio (el llamado “impuesto a los súper ricos”). Así podríamos avanzar a políticas más efectivas, como un ingreso básico universal para los afectados, y financiado de manera progresiva. Mirando hacia el futuro, la discusión constituyente es una oportunidad única para reflexionar sobre la justicia de nuestra estructura fiscal y cómo ponerle coto a la desigualdad. Como planteaba Parra: “Hijo mío, respóndeme esta pregunta: ¿Para que algunos pocos coman bien es menester que muchos coman mal?”. Hoy tenemos la oportunidad de avanzar para que todos comamos bien en una misma mesa.

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